lunes, 30 de abril de 2007

Monstres Sacrés


Hoy, como voy a estar en tránsito, se me ocurre proponerles un juego divertido, especialmente para los viciosos de la trivia.

A continuación les presento un collage con algunas imágenes tomadas de cintas clásicas y de muchas figuras icónicas. Para verlo de tamaño natural, dénle click y ábranlo en una nueva ventana.

Quien tenga mayor número de aciertos, se ganará un premio que se revelará en su momento.

Puntos extra a quien identifique actor/actriz y película/Serie de TV.


Un abrazo cariñoso a todos... y nos escribimos desde Finisterre.

domingo, 29 de abril de 2007

El Tour continúa


Vengo llegando de casa de Hanna, donde hubo una larga celebración de despedida.

Estoy agotado. Pero más tarde, en este mismo espacio, habrá una crónica del evento.

Ahora mismo, sólo necesito hacer tierra.

Whisky, rocas, soda, you know.

Besos

sábado, 28 de abril de 2007

Mi hermosa peluquería


El Goodbye Tour continúa y anoche (hace rato, más bien), Carolina y yo fuimos a la primera exposición de Alex Figueroa, a quien conocimos por Joan Marcet, su socio, y muy amigo nuestro (y asiduo, lo sé de cierto, visitante de este blog).

La expo es una muestra del trabajo realizado por Alex como diseñador gráfico e ilustrador, con un estilo muy retro, mucha influencia de la cultura pop y harto colorido psicodélico. Quedé encantado con la obra presentada (¡Debí tomar fotos, con un demonio! ¡Su Silvia Pinal en bikini está de pelos! Ahora, si pusiera a Marga López...) pero lo que más me sorprendió, incluso más que el talento de Alex -- que conozco desde sus prototipos-, fue que hace unos días, su espectacular melena de Sideshow Bob (sí, el patiño asesino de los Simpson) pasó a mejor vida bajo una lluvia de tijeretazos y ahora él sí que se parece a Mia Farrow, circa 1968.

Miguel Cane: [con la mandíbula hasta la rodilla] ¡Alex! ¡Pero qué te pasó!
Alex: [perplejo por un momento] Este... ¿de qué o qué?
Miguel Cane: ¡Tu greñero!
Alex: Ahhh... es que quería un cambio.
Miguel Cane: Pues otro poco y sería permanente... ¿quién te hizo este corte tan radical?
Alex: Pues... el chavo que me recomendaste...

Oh, no. Mi esteticènne, cual Gojira/Godzilla ataca de nuevo.

Y este es otro personaje que voy a echar en falta; durante mis visitas irregulares -- puedo dejar pasar hasta dos meses para poner un pie en el negocio de mi peluquero ("¡Esteticiènne!") sin ningún problema-, desde que me aplica el shampoo, Toto ( Renato) comienza un alud de verborrea (comparado con él, yo soy Helen Keller) y me pone al tanto de las escenas más crispantes, estremecedoras y románticas de una vida muy importante: la suya.

"¡Ay!" suspira como si fuera eximia diva en pleno set, mientras decide qué va a hacer con mi cabello. Tengo que reconocerle que es creativo y muy bueno: los peinados y cortes (o bien, largos) que he ostentado estos últimos dos años y pico, son casi todos suyos -- excepto un corte drástico que me hice en España y que casi le cuesta una trombosis cerebral-"¡qué ingratos son los hombres!"

Algo murmuro. En su estética, que yo me ufano en llamar "peluquería" sólo para ver cómo se pone a hiperventilar, Toto no tiene TvNotas ni alguna otra revista naca. Él sólo compra Caras y Quién. Me imagino que al quedarse sólo, suspira ante las fotos de los niños de sociedad, algunos de los cuales son pájaras de cuenta más locas que él (esto lo sé, aunque claro, siendo ellos ricachas, los pocos desclosetados son "gays excéntricos", donde cuando son de clase media sólo les conoce como unos pobres "maracas"); el que yo escriba ocasionalmente para Gente, le parece lo máximo en la vida. Así que me entretiene más oírlo, mientras levanta con los dedos algunos mechones de mi cabello.

"Te juro que no sé por qué no ando con una mujer, ¡de veras! O sea, nada personal, pero ¡en buen plan...!"

Yo contesto que estoy enamorado de Julie Christie.

"Ooosh. Pues haces bien, porque fíjate que..."

Y se suelta. Yo asiento e intervengo cuando espera que lo haga. Y la verdad, es que me da risa, aunque yo sería feliz con un poco menos de plumerío. Digo, tengo consciencia gremial, pero que me sienta como Gary Cooper en su presencia, es casi ridículo.

Toto procede a contar su última historia de amor (la misma que, me entero, le contó a Alex mientras procedía a despojarlo de manojos y manojos de rizos naturales) frustrado. El sujeto en cuestión, es un ejecutivo bancario de edad interesante.

"¡Si no estuviera tan bueno!" protesta mientras siento muy rápido el click-click de las tijeras, cerca de mis orejas "¿Por qué, por qué, por qué nos fijamos en esos hombres? ¿Por quéeeee??"

¿Nos, Kemo-sabe?

"Yo estoy enamorado de Julie Christie."

"Ay, pues yo estoy enamorado de X. ¡Pero no me quiere!"

Un tirón. Auch.

"Digo, soy un esteticiènne. Este negocio es mío y sólo-tengo-veintitrés-años, ¿ajá? O sea, soy un partidazoooo... ¿por qué me fijo siempre en pervertidos, patanes, crápulas, parásitos o perruchos? Ay dime, tú qué crees. Es que fíjate que X me trae... no, no. Me tiene en la pendeja, yo no sé cómo lo permito. ¡No puedo permitirlo! Fuimos al Boy Bar y toooodoooo el tiempo, se la pasó hablando por celular con alguien. Y luego, fíjate. Le dije, 'Ay, X. Xsito. Se casa mi hermana y quiero invitarte como mi date a la boda. ¿Me acompañas?"

Por lo que entendí, X, que también es cliente y cuya madre vive relativamente cerca de mi casa, le dijo que sí, aunque de un modo ambiguo y más bien esquivo, pero igual, Toto (me entero por ese entonces que en su casa le dicen Renatito) le trajo la invitación y pagó su cubierto en el banquete. "¿Y sabes con qué me salió el día de la boda? ¡Conque tenían que hacerle una endodoncia! ¡O sea! Hello?"

Se pone realmente alterado. Espero que no vaya a soltarme otro tijeretazo (Alex no tendrá la misma suerte). Habla acerca de la imposibilidad de los hombres, gays y no, para reconocer el amor ajeno y comprometerse. Aceptar ser amados por alguien más.

Yo asiento y vuelvo a declarar mi amor por Julie Christie.

"¡Sufro!" exclama Toto y termina. Yo ya estaba un poco alarmado.

"¿Qué me aconsejas, manís?"

¿Yo? ¿Dar consejos, si para mí no los tengo? Sin embargo, mientras me reviso en el espejo, le digo que realmente, del amor y sus despropósitos no hay nada escrito que se pueda decir. Puedes ser una locuela desmecatada o un rey del closet, o un pediatra dedicado o una monja (léase, la esposa de Dios)... pero varía de persona a persona. Mi experiencia personal al respecto, pobre como es, no podría serle de mucha ayuda (aquí, Toto comienza a lloriquear y se le corre el rímel. Siento un rush de testosterona: hasta mi voz baja una octava y sueno como un orientador vocacional, supongo.

"Deja de sufrir y de aferrarte al amor a la vuelta de la esquina. ¿No crees que todos deberíamos de empezar por aquí?," le doy unos golpecitos al espejo con los nudillos, como si fuera una puerta "empieza por tí y todo lo demás vendrá solo..."

Toto, que en menos de una semana dejará a mi amigo Alex como adolescente rumbo al servicio militar, busca un kleenex y agita las manitas en el aire. "¡Pero yo quiero estar enamorado! ¡Quiero que alguien esté enamorado de mí!" me mira, mientras saco para pagar el corte (son 100 pesos, para sus otros clientes, más) y yo mismo me sacudo los hombros de cabellos. En ese momento no lo sé, pero sí que echaré de menos a la peluquería... no creo que en Finisterre encuentre una igual.

"¿Es tan malo estar enamorado? A ver, dime. ¿Lo es?"

Yo sólo sé, y se lo digo one more time, que estoy enamorado de Julie Christie.

viernes, 27 de abril de 2007

Breve encuentro



Esta es la escena:
Por favor, observen con atención.
Bob Harris se acerca a la joven, frágil y quebradiza Charlotte (cuyo dèrriere angelical es lo primero que vimos en la pantalla, hace poco más de hora y media). Él la abraza, algo murmura en su oído. El murmullo es ininteligible.

La cámara se aleja, les da ese breve instante de intimidad. Al volver, ella, que ha estado llorando (y le falta tanto más), asiente, deja que la bese primero en los labios, como lo hace una estrella de cine y después en las lágrimas, como lo hacen los padres en la infancia y los amigos al crecer.

Se apartan. "Bye," dice él y ella hace eco.
Cue music. Disolvencia. Créditos.



¿Qué le dijo?

La pregunta me sigue mientras abandono la sala de proyección, donde estuve solo -- por eso pude llorar a lágrima viva (siempre me he preguntado si habrá lágrimas muertas) cuando empezó Just like Honey. Me seguirá mientras bajo en el ascensor, hacia Madison, donde aún brilla la tarde. Es septiembre de 2003. Pronto sabré la respuesta, pero primero viene, como el fantasma de las Navidades Pasadas, el antes.

Ah, porque hay un antes.

º

Febrero de 2000.
Londres después de medianoche. Debería estar en mi cuarto de hotel en Belgrave Square, preparando maletas. Mañana salgo en el Eurostar rumbo a París, para visitar a mi prima Donají y su flamante esposo, que están allá, mientras él estudia. Es una manera de aprovechar mi estancia en esta parte de Europa, después de la esperpéntica experiencia de la Fashion Week. Quiero verlos; les traigo de contrabando una botella de tequila en mi maleta.

Pero en ese momento, no pienso en ellos. Estoy en la sala de estar del apartamento (un flat, que le dicen) de Ashley Mutimer. Esto es lo que recordaré cuando Bob Harris vuelva al auto, pero no lo sabré entonces, sino mucho después, cuando haya llorado en una sala de proyección vacía, con el privilegio de la soledad que mi credencial de prensa y la amistad del compañero (hoy ex) del productor de Lost in Translation me otorgarán.

Antes, Ashley me mira, de pie como estoy ante su ventana de suelo a techo, mirando la luna de invierno. En esa época aún fumo por hábito. Lo hago; exhalo por la nariz. Soy, fantaseo, un dragón. Ashley sólo me mira, con esos ojos extraños que tiene.

Antes dije que en Inglaterra, cualquiera es hijo de un noble. Pero éste amigo, no es cualquiera. Su madre es Hongkonguesa. La herencia china se manifiesta en aspectos del rostro, en el cabello negro, deslumbrante, siempre cortado a la moda. Ashley me ha escrito las más hermosas cartas de amor. Las atesoré hasta que un día olvidé el password de esa cuenta, que a estas alturas del poema, ya no existe.

Es mejor.

El origen y correspondencia de esas cartas es lo único que hice, que he hecho, en mi vida, que me hizo sentir infame. Él me escribió las más hermosas cartas de amor. Pero no estaba enamorado de mí, aunque sí.

Me mira. No es estúpido. Yo sí.

Él fuma. Lo oigo reírse muy suavemente. No se ríe de mí, sino, supongo, de esta carantamaula. De este Punch & Judy show. De, citando a Karen, con su delgada voz fantasmal, This masquerade. Y yo sigo con el antifaz puesto.

Desde que llegué y ya había un mensaje en el hotel para recibirme, estoy ahogándome.

Así se siente cuando mueres ahogado. El pánico y el alborozo me bordean desde que bajo al lobby la primera noche y él espera para llevarme a cenar, preguntándome por Liz, que no existe, pero que es una creación perfecta, tanto, que existe. Mientras contesto, maldigo la hora en que me ofrecí de voluntario, para hacerme pasar por mujer, en un reportaje experimental para probar que se puede fingir cualquier identidad en una sala de chat. Nadie me dijo que iba a involucrarlo a él, y que iba a involucrarme yo, como Harris y Charlotte (que son tan imaginarios como mi alter ego) en un breve encuentro. Pero me arrepiento de decirle la verdad cuando él se muestra realmente interesado y comienza a cortejar a "Elizabeth Lavenza" (el patronímico prestado de la trágica prometida de Victor Von Frankenstein -- no imaginé que alguien fuera a pescar la referencia), a mandarle mensajes y cartas. No e-mails tan sólo. Cartas. Cartas de amor. Y Elizabeth, Liz, pronto va aludiendo a este amigo suyo de la infancia (yo) y describe anécdotas de esa niñez compartida con el pálido niño (anécdotas ciertas. Liz se vuelve un composite de mis primas y de mis amigas de primaria... cada día que pasa, la mentira se borda de realidad. No puedo, aunque me odio cuando miento, dejarlo).

Ashley corteja a Liz. Liz va presentando más a su amigo (yo) y va lentamente marginándose, sin saber cómo romper. Lo que empezó en octubre como un coquetear bilingüe para demostrar el punto del reportaje, para febrero es mi alegría y mi tormento por partes iguales. Cuando se da la oportunidad de viajar a Londres, no puedo evitarlo -- tengo que verlo-, Liz anuncia que su amigo de la infancia, su confidente, su hermano postizo, irá. Ashley se ofrece como anfitrión. Yo pienso, será una copa y luego, un rápido buh-bye a la puerta del Pub. No volveremos a vernos y ya tá. Acepto (Liz acepta). Comenzamos a "cartearnos" Ashley y yo, presentados por esa chica que no existe y sin embargo, tiene el corazón acelerado cada día cuando hay una carta para ella o dos.

Esto que estoy revelando ahora, me vengo a dar cuenta y es demasiado tarde para abortar la operación, es quizá mi secreto más bochornoso. Pero es parte de mi vida tanto como tantas otras cosas que hice y no había pensado en él hasta hoy. O ayer. No sé.

Ashley no sólo me invita una copa. Pone a mi disposición un coche cuando haga falta (el mismo coche que comparto con la dulce Jane, ¿recuerdan que les conté de ella?). Me invita a cenar todas las noches que dura el evento. Me lleva a ver a Lorraine Bowen a un club (con Jane) y a ver a Ute Lemper en Chicago al West End (con Jane y una horda de amigos suyos). Esta noche que estoy de pie en su salón, la última, hemos ido a cenar y a beber, los dos solos. Hemos rematado en su departamento de Chelsea, en un tercero, con decoración minimalista y desorden de soltero, para beber whisky y fumar.

Ahora me doy cuenta, siete años más tarde, que él ya sabía.

"Tengo que irme."
Pausa, luego él:
"Quédate."
"No. Tú tienes que trabajar mañana y yo tengo que tomar el tren."

Me mira. Extiende los brazos. Dejo que me abrace, pero no me atrevo a mirarlo a los ojos, casi ni siquiera le devuelvo el abrazo. Me estoy ahogando, no en agua. En vergüenza.

"Puedes quedarte, si quieres."
Sacudo la cabeza.
No.
El chófer me llevará.

No lo he vuelto a ver.
Liz no volvió a escribirle y yo no tuve cara para volver a esa cuenta. La dejé perder y con ella, las cartas que, como ya dije, nadie ha vuelto a escribirme así.

En la oficina de Hilda "El Unicornio" García, lloré como lo volví a hacer en esa sala de proyección, tres años más tarde. Le conté todo. Todo. Me arranqué el antifaz de la cara, sin saber que ya se me había caído antes. Ella me confortó como pudo, me dejó desahogar mi cuita, dijo que me comprendía y que seguro él... pero, si yo hubiera sido él, si a mí me hubieran engañado, aún con las "razones" que pudiera alegar, yo no habría tenido la gracia de dejarme ir con un abrazo. Yo, de ser él, me hubiera roto la madre a golpes.

º

Septiembre de 2003.
Nueva York aún se conduele por el 9/11. Estoy de visita en la ciudad, para atender la reunión anual de la Gay League of America, de la que (todavía hoy) soy miembro, aunque ya no en activo (el que diga "pasivo", le pego con mi bolsita). Anton Kawasaki, hoy editor en DC comics y uno de mis héroes personales, por razones que nada tienen qué ver con que se dedique a eso, me pregunta si sigo escribiendo sobre cine.

"Ocasionalmente," le digo. Falta poco más de un año para que me dejen crear mi Linterna Mágica en Milenio. Sólo escribo del tema o algún filme, cuando el big kahuna (léase, G. García, entonces titular de la crítica en el diario) no lo ha tocado ya.

Anton me cuenta que acaba de ser el junket de una película que su pareja, Ross Katz, produjo: Lost in Translation. Pero aún pueden proyectarla para mí en una sala privada. ¿Quiero? Todavía sin saber bien a bien de qué me habla, pregunto: "¿Quién actúa?" Bill Murray me gustó en Rushmore y The Royal Tenenbaums; de Scarlett Johansson, aún no había oído hablar. "¿Quién dirige?" Cuando dice Sofía, no necesito que me diga su apellido, ése lo suelto yo. Imágenes de Las Vírgenes Suicidas y la tarde en que la vi, en Washington DC, solo también (las películas de Sofía las veo a solas, cosa rara), se desparraman en mi mente.

Sí, quiero.

Cuando termina la película y Bob Harris murmura algo al oído de Charlotte, yo ya estoy llorando. Lo estoy aún (ya sin lágrimas ni muertas ni vivas) al encontrarme un mensaje de Anton en mi hotel. Llamada urgente para Míster Kéin.

"¿Quieres entrevistar a Sofia? Vamos a cenar Ross y yo con ella. ¿Quieres?"

En diez minutos estoy con pantalones y camisa limpios, el cabello húmedo y las manos temblorosas, a bordo de un taxi que baja hacia Greenwich Village. Vacilo en si comprarle unas rosas de un deli coreano, al acercarme al edificio donde vivía el binomio Katz/Kawasaki. Me decido por tulipanes, que son menos cliché. Las preguntas son un tropel en mi cabeza. Casi todas aparecerán en mi entrevista, que se publicará en noviembre en la revista semanal de Milenio, inaugurando así lo que es hoy la sección que yo hago, redefiniendo mi carrera.

Sofía es más bajita que yo. Algún peponazo superficial (lo que es más, oí a uno hacerlo durante una cena a la que asistí para ver la transmisión de los óscares 2004. Fue la única vez que lo he hecho con compañeros de la fuente, ni enfermo del cerebro lo vuelvo a hacer) la calificaría de "fea". A mí me parece una mujer muy joven (lo es), muy interesante y a la vez, completamente despojada de todo artificio impuesto por los mass media y el marketing.

Me ofrece la mano, me da una sonrisa. Le conforta que no le pregunte nada sobre la repentina disolución (shocking, la llamó People, que sólo leo cuando estoy indigesto y necesito vomitar) de su matrimonio con Spike Jonze. Está sentada ante mí, toda la noche, mientras comemos chino (Hong Kong Garden Takeaway) y yo le disecciono la película y ella me cuenta su anecdotario de cómo vino a ser. Y se ríe, nos reímos.

No he vuelto a tener tanto tiempo para entrevistar a alguien, que me pudiera explicar tan bien lo que quiero saber. No le cuento a Sofía la historia que reviví mirando el final de su aventura, pero sí le pregunto lo que me inquietaba saber (y que después, me entero, ni Murray ni Scarlett Johansson han querido revelar... de hecho, cuando estuve con ella por Scoop, mucho tiempo después, ni se lo pregunté): ¿qué le dijo Bob Harris a Charlotte?

Sofía se sonríe, no sin una cierta ternura.
"Lo que tú quieras. Eso es lo que le murmuró al oído."

¿Lo que yo quiera?

Yo habría murmurado un intento de expiación. Aunque ya pasó tanto y realmente, ni siquiera queda culpa. Él siempre supo y me di cuenta al recordar, tanto después, que me dijo un día de esa semana que nos vimos diario y hablamos tanto (o yo hablé tanto. Hablo y hablo y hablo y hablo y hablo). Algo sobre Byron y Shelley, pero no alcancé a oír, tratando de poner mis manos sobre el ruido.

Pero ya es tarde.
No hubo adioses, aunque mandó a su chófer a llevarme a Waterloo Station.
Me habrá (la habrá) olvidado, espero.
Supongo.
Creo.
Deseo.

jueves, 26 de abril de 2007

La formidable Lupe-Lupita


Ahora que he comenzado realmente a hacer las maletas y a tener conflictos morales tamaño Cumbres Borrascosas acerca de qué hacer con mis libros y películas (por cierto, voy a donar algunas a la comunidad bloguera, y de hecho ya comencé; hay una lista disponible, nomás pídanla, bloggeros defeños; incluye cine-de-arte, comercial y de género, surtidito como en botica o boutique -- contáctenme por mail aquí), es cuando algunos se han dado cuenta de que ahora sí, this is it. No es juego, ni amenaza vana y melodramática estilo Amparito Rivelles: de veras ya estoy con un pie en el aeroplátano para empezar mi nueva vida en un decimotercer piso (con vistas, je-je-je) en Gijón (né, Finisterre).

Toda esta semana ha sido como un goodbye tour, en el que he recorrido muchos de los puntos en que me reunía antes con amigos: la plaza de Coyoacán, el viejo Cedart (fui y me sentí fantasmagórico), la casa de mis abuelos paternos -- hoy oficina-, mi antiguo kiosko preferido, donde compraba dulces y cómics todos los sábados... y he visto a varios amigos y rostros queridos, tratando de mantenerme siempre sonriente y fresco como la lechuga romanita, mientras aseguro que voy a llevar una vida feliz.

Todos lo toman bien, acaso con un poquito de escepticismo, pero con solidaria alegría y buena vibra. Incluso aquí en la blogósfera, ha sido muy favorable la respuesta. Pero hay alguien a quien, aunque no me lo dice, sé que no le da tanta alegría que esté agarrando mis macundales para marcharme. Me refiero a la formidable Lupe-Lupita.

La Lupis (como también se le conoce, derivado del famoso cereal de desayuno Fruti Lupis) llegó a esta casa cuando Mónica, mi hermana, era bebé. Aunque, la verdad sea dicha, ya conocía a la familia: su madre, la otra Lupe, había servido en casa de mi abuela María por muchos años. De hecho, su historia vale la pena contarla:

La Lupe nació en una población en Puebla, llamada Zacapoaxtla. Sólo que cuando llegó a la casa de mi abuela María, no lo sabía. Me explico: cuando Lupe vino por primera vez en su vida a la capital, en algún momento de los años cuarenta, era una niñita de unos ocho o diez años de edad y no sabía ni leer ni escribir, nunca había salido de su pueblo. Vino con su familia y sus muchos hermanos a la Basílica de la Virgen de Guadalupe, en una peregrinación, pero siendo pequeña, se separó de ellos en el gentío y cuando acordó, estaba más perdida que la Atlántida.

Andando, andando, sobrevivió en la ciudad, fue a dar a un hospicio por algún tiempo, donde la maltrataron se escapó, y escondiéndose en quicios de portales. Hasta que llegó a un mercado (el famoso Mercado de San Juan, en el centro) y ahí, por alguna razón, acabó pegándosele a las faldas a Brígida, a la que yo no conocí, pero que fuera la mayora/nana en la casa de la familia de mi abuelo Miguel, cuando éste era joven. Brígida la llevó consigo y Lupe contó su historia a mi bisabuelo, que la puso al servicio (y cuidado) de mi abuela María, que en esa época tenía hijos pequeños -- entre ellos, mi papá.

Mis abuelos vieron que La Lupe aprendiera a leer y escribir correctamente. Ella ayudaba en la casa y conforme creció, se convirtió en el brazo derecho de mi abuela. Eventualmente fueron sus padrinos cuando casó con un maestro de obras que conoció un día y tuvo varios hijos, entre ellos, Lupe-Lupita. Un día, por azares del destino como en novela de Paul Auster, La Lupe se encontró con una mujer que resultó ser su hermana y descubrió sus orígenes en Zacapoaxtla: la familia la había dado por muerta, así que hubo gran jolgorio cuando se reencontraron. Nada de eso me tocó (fue antes de que yo naciera) pero cuando mi abuela María, La Lupe o Lupe-Lupita lo contaban, siempre me pareció una gran historia.

El caso. Lupe-Lupita llegó a esta casa como de 17 años, cuando mi hermana acababa de nacer y venía, ostensiblemente, a estar de planta para ayudar a criarla, cuidarme a mí y ser la doméstica. A diferencia de su madre, Lupe-Lupita, sí sabía leer y se refinaba todas las revistas que mamá traía a casa de la oficina. Era especialmente aficionada al Vanidades, que era la revista favorita de mi abuela, y no se perdía la novelita romántica de Corín Tellado en cada ejemplar [a propos de nada, ahora voy a ser vecino -- o casi- de esa santa señora a la que hay que admirar]. También resolvía crucigramas y era muy versada en los ires y venires del jet-set y las casas reales de Europa, tema del que podía hablar alegremente con mi abuela María (que era su madrina y así la llamaba: Madrina Mari) por horas, mientras le sacaba brillo a las ventanas o preparaban juntas la comida.

De hecho, la favorita personal de Lupe-Lupita, era la Princesa Diana. Lo sé, porque juntos vimos la Boda Real por TV en julio del '81 y su hija mayor se llama Diana Matilde ("ni modo, tuve que ponerle como mi suegra para darle gusto a Sósimo, si no, no me deja ponerle así"), de la que por cierto, y siguiendo la tradición familiar, mis padres son padrinos de bautizo.

De veras que Lupe-Lupita le tenía ley a la tal Leididí (por suerte, mi madre la disuadió de usar ese nombre), tan así que cuando se fue a matar en ese accidente, la vimos realmente compungida, aunque no tanto como cuando mi abuela falleció muchos años después (la segunda hija de Lupe-Lupita, por cierto, se llama Carolina María, por la de Mónaco y por mi madre y mi abuela). Pero así es Lupe-Lupita: tiene un corazón grandote y de pollo; se acongoja tan fácilmente, que es de dar ternura.

Siendo tan joven, más que ser una figura de autoridad (lo más que llegaba a hacer era amenazar "o te comes todo o te acuso con tu mamá"), Lupe-Lupita era una especie de cómplice. Me dejaba hacer mi voluntad dentro de algún consabido límite y también me enseñó los secretos de la labor doméstica. Si hoy soy buen amo de casa (desesperado), es tanto responsabilidad de mi madre, como de mi abuela y de Lupe-Lupita.

Hay cosas que no me olvido: estar en el patio, leyendo bocabajo, con los pantalones escolares percudiéndose que daba gusto:

Abuela María: [en tono severo] ¡Niño! ¿Quién crees que lava la ropa?
Niño Miguel: [con dulcítono cinismo] Ay, mamá. ¡Pues Lupe!

Acto seguido, Lupe-Lupita me lleva ante la Hoover. Me la enseña, demuestra todas sus funciones y me explica que, tengo tres opciones: o aprendía a cambiarme de ropa después de llegar del colegio, o le pagaba a ella por lavar la ropa ("Aquí los que pagan son tus papás, güero. Tú nada más eres el niño de la casa, tú no me mandas si no me pagas.") o aprendía a lavar la ropa yo mismo.

Claro, yo me puse muy salsita (ya saben, con los bracitos en jarro y toda la cosa):

Niño Miguel: [en tono salsita] Pues aquí mando yo.
Formidable Lupe-Lupita: [con sarcasmazo de incógnito]¿Sí?, Pos yo no soy tu esclava. ¡Nomás faltaba! ¡Ahora lavas tú solito, canijo enano!

Me quedo atónito a mis nueve años, mientras Lupe-Lupita procede a trapear y conversar alegremente con su madrina sobre las últimas novedades en la vida de la princesa Estefanía, mientras yo me quedo con los pantaloncitos en la mano -- mi abuela ordenó que me los quitara- hasta que aprendo, temeroso de fastidiar la costosa lavadora, a hacer un ciclo con el resto de mi ropa sucia. Lupe-Lupita lo verifica y posteriormente me felicita. Tú aprende y un día podrás vivir en tu casa y decir aquí mando yo.

Ha pasado el tiempo. Lupe-Lupita se casó con Sósimo, que tiene una recaudería en la colonia (y que la pretendía desde que la veía pasar acompañando a la abuela al mercado) y juntos han criado la friolera de cuatro chamacos (dos niños y dos niñas. Unos de los niños se llama Miguel, no por mí, sino por mi abuelo, conste) que ya son adolescentes. Y hay que admitir que ella adquirió experiencia conmigo y mis primos, que fuimos bastante latosos.

Una cosa que tenemos en común Lupe-Lupita y yo, que ahora sí que es herencia mía para con ella, es que le gustan y "reteharto", los Beatles (pronúnciese "bítles").

Todo comenzó gracias a que mi madre tenía algunos LPs del cuarteto (el Rubber Soul, el Revolver, el Sgt. Pepper's y el blanco) y yo los oía de música de fondo cuando chiquirrisquitico. En mi pubertad, volví al bosque noruego y me dio por grabar cassettes que yo oía incansablemente mientras leía o (fingía que) estudiaba. Lupe-Lupita hacía sus labores y no me decía gran cosa... hasta que una tarde, la pesqué tarareando, de todas las canciones, la de When I'm 64.

Miguel Pre-Teen: [incrédulo y patidifuso] ¡Lupis!
Lupe-Lupita:[sacada de onda] ¿Eh? Ah, chihuahua, ¿qué pasó?
Miguel Pre-Teen: [como si hubiera visto un alien] ¡Estás cantando!
Lupe-Lupita:[ofuscada]Yo no. Tústás loco, güerito.

Sin embargo, pronto es habitual que la Lupis cante a los Bítles y yo le cuente de ellos, de su historia, de su obra, de Yoko (a la que también acusa, hasta el día de hoy, del cisma y de haber hecho brujería a John Lennon), le enseño a pronunciar las canciones y le explico algunas letras, aunque no tengan sentido para ella (como la de A Day in the life, Lovely Rita o Piggies). Eventualmente, en alguna Navidad, le regalamos entre Mónica y yo, unos cedés de los Beatles y la Lupe-Lupita derrama alguna lagrimita.

Ahora ya no está de planta, pero viene un par de veces por semana, por horas. Hace quéhacer, se toma un café. A veces viene a verme mientras tecleo. Ella sacude mis portaretratos, mis libros. Me pregunta que hago.

Miguel Cane: [Ahora adulto, con voz de la Señora Robinson] Estoy blogueando, Lupis.
Lupe-Lupita: [Con sorprendente melena canosa]: ¿Quéseso?
Miguel Cane: [Pasando a usar voz de tono errático y confuso] Este... buena pregunta, Lupis.

Cuando anuncié en casa que me iba, mis padres se sorprendieron un poco, pero lo tomaron bien al cabo de unos días. La Lupe-Lupita, por su parte, decidió fingir repentina sordera... hasta esta semana, y más específicamente, ayer en la mañana.

Lupe-Lupita: [Suspicaz] Conque ora sí te vas.
Alias Cane:[Muy seguro] Is barniz, Simonki, Sí, Lupis.
Lupe-Lupita: [Se hace la valiente] El lunes, ¿no?
Alias Cane: [No voy a llorar, no voy a llorar, no voy a...] Sí. A las nueve y media de la noche.
Lupe-Lupita: [Los ojitos de capulín brillosos, brillosos] Bueno. Te voy a hacer el desayuno el lunes. ¿Qué vas a querer?

Flashback: Lupe-Lupita me enseña una de sus especialidades; el sándwich de huevo estrellado. Se tuesta una rebanada de pan. Sobre ésta, una rebanada de jamón, pasado por la sartén, mas no frito y una de queso amarillo; sobre el jamón, un huevo frito con la yema sonriente y dorada, pero aguadita. Con cuidado, encima, una rebanada pan tostado, con un hoyito al centro, hecho con el fondo de un frasco o un salero, para poder "sopear" la yema a través de él. Luego, se puede comer todo como sándwich (es decir, con las manos) o con tenedor y cuchillo. Se puede agregar tocino, de manera opcional.

Alias Cane: [transportado] Uy, újule... yo quiero un chángüis de huevito...

La Lupe-Lupita asiente. Es un trato.

Así, progresa la semana de mi Goodbye Tour, mientras la Lupe-Lupita me ayuda a preparar las maletas y como excepción, me plancha las camisas y camisetas. Me mira y sonríe dulcemente.

Lupe-Lupita: [No muy resignada] 'Ora sí puedes decirlo. Aquí mando yo. Y que no se te olvide, m'ijo.

El lunes volveré por diez minutos a mi infancia.
No puedo esperar... y sé que mientras me cocina, voy a cantarle algo de John, George, Paul y Ringo... aunque todavía no sé qué.

miércoles, 25 de abril de 2007

Pero hay un Dios, Magdalena...


No es ningún secreto que soy católicolapsado (es decir, me educaron como católico, recibí los sacramentos y blablab, hasta que la doctrina no sólo se lapsó, sino que se colapsó, más específicamente después de soplarme tres años como reo en un reclusorio, er, instituto educativo ultracatólico, reaccionario y de extrema derecha ).

Sin embargo, creo en Dios (no en uno intervencionista, pero en uno).

Esto lo hago por muchas razones que sólo me incumben a mí, y de hecho, lo que voy a escribir tiene muy poco (o más bien nada) qué ver conmigo. Lo que aquí les voy a relatar, es la historia de lo que le ocurrió a mi amiga Magdalena Martorell-Martí, que cuando me lo contó, vino -- como me ocurrió al leer La vida de Pi, de Yann Martel, que es un librazo que deben buscar y devorar sin falta- a demostrarme la existencia de una fuerza superior (dejen ustedes si divina o no, cada quién tiene su propio concepto de la divinez).
Quiero aclarar, que aunque parezca imaginario, lo que voy a contar es completamente auténtico y real. Hay testigos que dan fe.
¿Están listos? Entonces comenzaré.
º

En la época en que ocurrió lo que voy a contarles, Magdalena estaba pasando por una depresión post-truene, después de andar de novia por siete años con un loser llamado Fabio Yépez, cuyo único mérito en la vida, era parecerse a Ben Affleck, a unos diez metros de distancia (al acercarse, se agotaba el efecto, como cuando a un hombre se le baja la borrachera y descubre que la monita con la que ha estado fajando toda la velada incróspita, no se parece en realidad, para nada, a Cameron Diaz, aunque bajo el influjo de Baco, pareciera su hermana secreta).

Así las cosas, Magdalena seguía con su vida y su trabajo en una empresa de relaciones públicas, donde era un auténtico modelo de eficiencia. Y realmente era muy valerosa: quiero decir, no sólo cargaba con el truene y abandono del tal Yépez (que la había cortado de la noche a la mañana para irse a empiernar con la gerente del banco donde trabajaba como cajero -- olvidé mencionar que en el binomio la económicamente solvente era Magdalena). También había perdido recientemente a su padre, que, siendo su hija menor, la adoraba y el golpe había sido demoledor; sin embargo, Magdalena se presentaba todos los días a trabajar y se desempeñaba de una manera eficaz, aunque le pesara enormemente todo por dentro.

La prueba de la que hablo, sucedió cuando Magdalena viajó con sus amigas y compañeras de trabajo a la ciudad de Los Ángeles, para coordinar un evento. Y digo amigas, porque para ella ostensiblemente lo eran esas perras con las que trabajaba (yo no me muerdo la lengua, vida).

La perra mayor era su jefa, Fernanda. Prototipo de la niña bien. Reina de la oficina y la más bonita de la fiesta. Desde que se había casado con un sobrino de nuestro hoy ex-presidente (el que sólo abre el hocico para rebuznar, sí, ése), Fey se sentía bordada a mano y no se cansaba de restregar su felicidad como carbón en el hocico de todo el mundo. La única vez que la vi, me dio la impresión de que si le apretaba la cabeza con suficiente fuerza, le saldrían cantidades extraordinarias de excreta por algún lado. Pero Magdalena genuinamente le tenía cariño, uno de esos misterios inexplicables de la existencia.

La segunda al mando y con el mismo puesto que Magdalena, era la tal Mariquis (lo juro, así la llamaban. Y en público, aunque parezca increíble. Yo habría corrido a meter mi cabeza en el horno, o al juzgado a cambiarme de nombre y acto seguido demandar a mis progenitores por daño moral; pero a ésta parece ser que le quedaba el mote desde niña).
Mariquis era prematuramente reseca, incapaz de tocarse el reverso de la mano con la lengua, so pena de que ésta se le pusiera negra y amarga. ¿Han conocido a esa clase de ñoras tamalonas? Pues bueno, de Mariquis se dicen muchas cosas, pero la verdad es peor.

El entourage iba completado por Lola Meráz, una lesbiana machorra y pasada de kilos (y tueste) que colaboraba con ellas y que sufría repentinos ataques de histerita (léase, histeria chiquita) cada vez que alguien se atrevía a insinuarle que era bollera; y por Concha Sumatre, refinada y de la más alta alcurnia, pseudo experta en modas y bastante ordinaria, aunque cuentan que había escalado en el mundo corporativo por tener rodillas de hule y la boca como una electrolux.

Personalmente, yo no me habría aventado un viaje ni a la miscelánea de la esquina con semejante nudo de víboras, pero Magdalena estaba obligada por contrato a hacerlo, amén de que, como ya dije antes, realmente les tenía aprecio después de años de trabajar juntas. Tan fue así que la noche en que el tal Yépez le pintó un violín mandándola a la goma, a las primeras que llamó fue a Fey y Lola. Así era la confianza que les tenía y el afecto que les profesaba.

Toda vez que estuvieron instaladas en Los Ángeles, en una casa rentada por el gángster -- er, magnate, perdón- para el que trabajaban (quien por cierto, fue el que reveló al mundo que Concha ostentaba garganta profunda y succión turbo), las muchachas se pusieron a trabajar como robotas, para poder tener tiempo disponible para hacer lo único que vale la pena en Los Ángeles: $hopping. De una tienda a otra iban éstas, corre-que-corre, en una enorme camioneta rentada, donde apilaban a lo largo del día sus adquisiciones. Claro que tratándose de una punta de pretenciosas, sólo compraban accesorios y complementos de las mejores firmas (Hèrmes, Coach, Chanel, y un soporífero etc.) y hacían que sus tarjetas de crédito sonaran ping-ping en todos lados.

Mas no así Magdalena (no Magui, ni Magda, ni Maga, ni Magdita ni ningún diminutivo: desde niña, lo sé de cierto, le provocan mal estomacal). Ella sólo iba por ahí, como parte del grupo, pero francamente ya estaba cansada y es que, me contó, desde su ruptura con Yépez, todas la habían empezado a tratar de forma extraña: a mirarla por encima del hombro, a murmurar a sus espaldas, a marginarla. Y francamente, no era que le importara, pero sí la desconcertaba bastante, ya que se suponía, eran sus amigas más cercanas y no sólo sus colaboradoras.

Tras una serie de ligeros roces y puyas indirectas dirigidas a ella a lo largo de la tournée, Magdalena no vió el infierno por un hoyito, hasta la última tarde de su estancia en California (que además, es un estado mental). Ese día, las muchachas habían ido de un lado a otro para encontrar un vestido muy especial para que Fey pudiera acudir al bautizo del primer nieto del ex-presidente. La mayor ilusión de Fey, que ya andaba en sus treintas, era posar como jovencita para las revistas de la prensa color de rosa y aparecer en la foto con la maquilladísima y muy emperifollada consorte presidencial (léase, la zeñora que zezeaba azí todo el zanto día).

"Encontrar este vestido es muy importante para mí," clamaba la chic jefaza, mientras meneaba el bote como si tuviera algún problema hidráulico en el coxis. El séquito la seguía... hasta que Magdalena tuvo a bien distraerse unos segundos y perderlas de vista.

Ustedes dirán, eso le pasa a cualquiera.

Pues sí, claro. Pero Magdalena supuso que lo mejor para ser encontrada, era permanecer en donde se había perdido hasta ser encontrada (sobre todo, porque no tenía idea de dónde se había estacionado la camioneta ni podía llamar por móvil a sus amigas).

Cuando Lola Meráz la encontró, la tomó de la mano y la llevó ante las demás, como si fuera una niña pequeña, de paso poniéndola en evidencia y acusándola de estupidez. "No quería venir conmigo," agregó la gruesa marimacha con piercings en la nariz y ceja, así como un mal disimulado bozo teñido con peróxido "se puso rejega y grosera. Quiere arruinarnos el viaje, Fernanda."

Esta pueril mentira, bastó para hacer explotar a su majestad la princesa. Casi enseguida y con una brutalidad poco característica (nadie hubiera creído que la criaturita pudiera juntar dos neuronas) comenzó a insultar a Magdalena, humillándola hasta que quiso: la acusó de no tener espíritu de equipo, de sabotear la operación, de desperdigar mala vibra como si de flatulencias se tratara, de tenerles envidia por estar realizadas, de no ser una de nosotras y agregó: "nadie te soporta en este viaje. ¡Eres una inútil y un desperdicio, pendeja!"

Casi instantáneamente, Mariquis abrió las cocodrilescas fauces y dijo "Ay, yo no. ¿Eh, Magui? Yo nunca me quejé."

Haciendo el relevo, la tal Concha, que iba de cabeza a talón en ropa con logotipos finos, se dio a la tarea de seguir insultando a Magdalena, llamándola malamiga, quedada, retrasada mental, imbécil y tarada, entre otras lindezas por el estilo, sólo que más subidas de tono; dichas de manera pequeña y mezquina.

Así, volvieron a la camioneta (con el vestidito nuevo de la reina) y Magdalena ofreció disculpas por ser tan estúpida. Luego, mientras avanzaban por el tráfico de la tarde en el freeway, y las otras hablaban de lo bien que la habían pasado gastándose miles de dólares en disparates, Magdalena pensó en su padre muerto, que jamás hubiera imaginado que su hija pudiera aguantar semejantes embates de ira, y empezó a dialogar, a su manera con él y con Dios (que éste es el meollo del asunto y de esta prosopopéyica narración, además).

Papá. Si estás en algún lugar mejor que éste y hablas con Dios, te suplico que intercedas por mí y le pidas que me mande una señal de que estoy aquí por algo. De que existe.

Para no hacer el cuento más largo, pararon en otro centro comercial, éste de menor calidad, para bajar a comprar comida chatarra (que en Estados Unidos es excepcionalmente barata) en un supermercado y así celebrar a boca llena, su día de felicidad.

Magdalena tomó su bolso y se dio a la tarea de pasear afuera del super mientras sus hermanastras, perdón, compañeras de viaje, gastaban sus últimos billetes verdes en donuts escarchadas, chocolatinas, papas fritas y sodas. No vio lo que ocurrió, mientras entraba a una librería a curiosear y de hecho, se dio cuenta de que algo pasaba cuando oyó algunos gritos desesperados desde el estacionamiento.

Los gritos eran de Fey. Una de ellas (nada menos que Mariquis, que guiaba), había dejado el vehículo abierto y sin apretar correctamente el botón de alarma, por lo que los cacos (léase, amigos de lo ajeno), se dieron alegremente a la tarea de vaciar todo el producto. La princesita gritaba como si le hubieran amputado a la mala toda la mano y su corte no atinaba a hacer nada. En ese momento llegó una patrulla, y ellas, algunas en inglés y otras en spanglish, comenzaron a soltar el rosario de sus cuitas. Magdalena no daba crédito.

Era la única con bolso, pasaporte y boleto de avión. Con sus tarjetas intactas. Siendo frugal, no había gastado casi nada y no había hecho compras ese día. Vio cómo Fey sollozaba escandalosamente y más cuando no pudo mostrar papeles; de inmediato y pese a que iban más o menos bien vestidas, las miraron con suspicacia: ¡espaldas mojadas!

"¡ESTO NO ES JUSTO!" gritaba Mariquis, mientras las escoltaban a una patrulla, sugiriéndoles que no se resistieran a ser llevadas a la estación de policía más cercana, donde debían declarar. "Magui, ¡diles que no somos ilegales!"

Magdalena, propiamente identificada y con pasaporte, prometió avisar al jefazo mayor, para que éste interviniera en su favor. Acto seguido, tomó un taxi y fue a la casa. Avisó al jefe, preparó su maleta y alegando urgencia de volver, dado que la oficina se quedaría sola varios días, salió rumbo al aeropuerto a cambiar su vuelo.

"En ese momento,- me contó después, en su nueva oficina, donde ahora es la jefa -sentí que mi papá estaba conmigo y me sorprendió que Dios actuara tan rápido y eficaz... porque este ajuste de cuentas no pudo ser tan perfecto sin la coincidencia... y las coincidencias no existen. Yo creo que son los caminos de Dios... son misteriosos."

E inescrutables, Magdalena.

martes, 24 de abril de 2007

Manhattan, febrero de 1981


La de hoy es una historia que quería contar desde hace algún tiempo, pero siempre acababa yéndome por otros derroteros y nunca terminaba de sentarme a escribirla. Hasta hoy, que quise dejarla dicha antes de irme de esta casa, a ocupar la que será la mía.

En 1981, mi papá tenía un puesto ejecutivo en Televisa. Nada qué ver con programación, sino con la creación de redes de emisión, principalmente en Estados Unidos. Por lo mismo, viajaba muchísimo allá y siempre que venía, me traía uno o varios juguetes -- algunos de los cuáles atesoré por años-. Claro, todos los niños de mi escuela pensaban que era lo más padrísimo del mundo tener un papá con ese trabajo, pero a mí no me hacía mella alguna. En esos años, mi papá era una especie de Santa Claus/Hermano Mayor, que me traía regalos y cuando podía, me llevaba al zoológico, los sábados en la mañana. Pero mi padre era su padre, para todos usos y razones y así fue desde que yo lo recordaba. De hecho, creía que todas las familias operaban así.

En febrero de ese año, lo mandaron a Nueva York de trabajo y siendo que venía un puente, juntó los días y dijo que nos llevaría a mi mamá y a mí con él, para que pasáramos algo de tiempo juntos. Pero no contaba con la astucia de mi abuelo Miguel, que al enterarse del plan, le dijo que él y mi abuela María irían si compartían gastos, para así celebrar en NY, su cumpleaños 71.

Yo no lo sabía, pero sería la primera vez que Mónica, mi hermana (de polizón en la panza de mi mamá, que tenía 6 meses de embarazo), viajaría con toda la familia. Y la última, en que mi abuelo viajaría conmigo.


Cuando llegamos a la ciudad, era de noche y yo estaba dormidísimo. En esa época el viaje era más largo de lo que ahora es y la verdad es que no me acuerdo de nada. Llegamos al Plaza y nos quedamos en una suite de dos recámaras, en el piso 10, con vista a Central Park South y, naturalmente, el parque. Lo que voy a contar ahora, es algo que tengo muy vivo en mi memoria y de hecho, va acompañado de música.

Recuerdo despertar en la cama. Papá ya se había ido (tenía trabajo) y mi mamá aún dormía. Era muy temprano, qué tanto, no lo sé. Tenía seis años, casi siete.

Salí de nuestra habitación a la sala común que compartían las dos habitaciones. Alguien había encendido la radio. Sonaba una canción que, inevitablemente, cada vez que la escucho, me recuerda esa mañana de febrero: se llama The Year of the Cat, de Al Stewart, y es muy probable que la estén oyendo ahora.

Mi abuelo Miguel, en bata, ya estaba despierto y de pie, frente a la ventana que veía al parque. Él era un hombre alto (quienes lo conocieron, así lo recuerdan), que toda la vida caminaba muy erguido, que olía siempre a limpio, a pasta para peinar y a Vetiver [sí, me acuerdo de cómo olía, pero no puedo recordar el sonido de su voz]. Había viajado hasta el aeropuerto Kennedy vestido de traje y corbata. Mi abuela igual, con un conjunto y peinada y con perlitas. Así viajaban nuestros abuelos. Luego sabría yo que le temía a los aviones, pero los tomaba como un mal necesario -- lo hizo para viajar conmigo-; acaso querría lucir lo mejor posible en caso de morir en el aire.

Mi abuelo bebía café. Había desayunado con mi papá, ambos muy temprano. Miraba el parque, nevado.

Papá, ¿dónde estamos?
En Nueva York.
¿Es otro mundo?

Yo lo que había querido decir, con toda seguridad, es "país", pero se me cuatrapeó el concepto (¡dénme chance! Era chiquito y estaba medio dormido aún y nunca había viajado tan lejos). La anécdota le hizo tanta gracia a mi viejo, que se volvió parte del anecdotario familiar.

Pero sí, era otro mundo: ese parque cubierto de escarcha, con los cielos grises. Yo pegado al cristal, viendo los copos. Mi abuelo bebiendo despacio su café, mientras pensaba en cómo iba a mostrarme ese mundo. Ser mi guía.


¿Ven arriba, la ballena?
Esa fue una de las primeras cosas que yo fui a conocer en Manhattan.

Se encuentra en el Museo de Historia Natural y hasta allá fuimos mi abuelo y yo caminando, desde el Plaza hasta la mitad del parque. Luego, tomamos un taxi porque yo tengo frío y ya me cansé. Pobre Papá (yo también le decía así, ¿por qué no?). Le salí caro. Y eso que todavía no lo estafaba a lo salvaje...

Llegamos al museo y yo quería ver a los di-no-sau-rios, así que fuimos, ándale pues. Y a los animales disecados, que no me daban miedo. Y vamos. Y entonces vimos la ballena azul, de tamaño natural, arriba de nuestras cabezas y yo le metí un susto del carajo a mi pobre viejo, porque me le fui al suelo.

No se trató propiamente de un desmayo: es sólo que al ver a ese monstruo encima de mi, suspendido de la nada, el piso se fue debajo de mis pies pequeños y las rodillas se me hicieron licuado instante de plátano. Sólo una vez me ha vuelto a ocurrir eso y fue muchos años después. cuando ya fui adulto, en la Capilla Sixtina, donde, al mirar para arriba para contemplar los frescos de Miguel Angel, se me fue todo y ¡azotó la res!

La ballena me metió un susto terrible y se me hace que hasta fobia (por años no pude mirar al techo de ningún espacio cerrado) y regresamos al Plaza más rápido de lo planeado.

Al día siguiente, mientras mi mamá y mi abuela andaban por ahí, de compras (ropa, blancos, toallas, como si aquí esas cosas no existieran), decidió que aprovecháramos antes de la hora de comer y fuéramos al MoMA que estaba muy cerca del hotel.

Y ahí, ahí vino la parte amorosa del asunto y la razón por la que volví tantas veces después a esa isla en el Hudson.


El cuadro se llama Christina's World.
El artista, se llama Andrew Wyeth.

Me enamoré de ella a primera vista. No sé decirles por qué. Véanla.

Lo que sí recuerdo, es que cuando, después de un rato de hacer recorrido llegamos a ella, mi abuelo se sacó del bolsillo un pañuelo (siempre llevaba uno, usualmente para limpiarme las narices: yo era literalmente un mocosito) y se lo llevó a los ojos. Muy discreto, muy discreto, pero soy observador desde entonces y me dí cuenta. Nunca antes lo había visto hacer eso. Aunque mi viejo era un hombre amoroso y gentil, también era de la vieja escuela: rara vez demostraba demasiada emoción (especialmente tristeza) en público. Si algo lo conmovía, podía decirlo, pero no necesariamente demostrarlo.

Volvimos al hotel y yo tenía conmigo una tarjeta postal con el cuadro (ya lo saben, era un niño gay y muy raro). Fuimos a comer y no me separaba de ella. Insistí en tenerla en la mesa del restaurante donde mi papá nos alcanzó para comer. Esa postal me duró por años, hasta que mi mamá en uno de esos arranques de frenesí higiénico que le suelen dar a todas las madres, la tiró a la basura sin preguntarme si todavia la quería.

Ese cuadro es un símbolo de algo para mí, pero no sé qué es.


Al tercer día, mi abuelo me llevó al paraíso en la tierra (al menos para un niño de esa edad) y su nombre es F.A.O. Schwartz.

Ubicada casi en contraesquina del Plaza (ahí sí fuimos caminando y no protesté), en ese entonces, era la juguetería más grande y exclusiva del mundo. Aún no era devorada por los juguetes producidos en masa y ahí podían encontrarse joyitas que no era posible ver en ningún otro lugar.

Asi fue entonces que el mismo tiempo que le dedicamos mi abuelo/tocayo/cómplice/padrino de bautizo a los museos (también fuimos al Met y a la galería Frick, pero no los recuerdo de ese viaje, aunque sí recuerdo haber estado fascinado con la estructura en espiral del Guggenheim), se lo dedicamos a los juguetes. Yo no daba crédito: se me salían los ojos. Nunca había visto algo semejante, jamás. ¡Ay amor trompetero, tantas veo tantas quiero! Y yo corría de un lado a otro, ante las jirafas de-ta-ma-ño-na-tu-ral y los libros de colorear, los instrumentos de magia, las casas de muñecas (¡Sí! ¿Y qué? Claro que fingía admirarlas, más que codiciarlas, era niño, pero no estúpido) y los instrumentos musicales... adoré la juguetería y adoré los juguetes (aún conservo una de las jirafas que ahí me compró mi abuelo). Era como un sueño que se había filtrado a mi realidad de una manera irrepetible.

Es más, ¿quieren saber algo? No soporto ver Big, con Tom Hanks. No por él, al que tampoco soporto y me cae en pandorga, sino porque las escenas filmadas en F.A.O. me causan una sensación extraña, como de pérdida, de robo. Como de que mi experiencia está siendo manoseada por esos pendejos en la pantalla. Me irrita pensar en esas escenas. Y lo que es más, aunque he vuelto infinidad de veces a la ciudad, no he vuelto a F.A.O.

Y así hubo muchos otros destinos.
Fuimos a un museo llamado The Cloisters, que está lejos del centro -- ahí sí fuimos los cinco-, donde hay un gobelino hermoso, de unos Unicornios, que nunca olvidé (mi abuelo me compró ahí mismo el libro con su historia. Fue mi primer libro en inglés. Pobre del abuelito, ¿no les digo que lo estafaba con singular alegría? ¡No, si desde chiquito yo era maraca y gandalla, ni duda cabe!). Dimos una vuelta en barco y paseamos por el río. Fuimos a la Estatua de la Libertad y al Empire State, como todo buen turista debe hacer (al extinto WTC no, porque quedaba muy abajo y a mi abuelo le daba miedo pasar de la calle 34 -- recuerden que ésta era la NYC anterior a Giuliani).

En el State, mi abuelo me ayudó a ver por un catalejo de monedas, el parque y toda la ciudad, con su capa blanca e irregular.

Es otro mundo. Y es tuyo. Va a ser tuyo.

Mi abuelo era vidente. Lo pensé muchos años después, al volver, solo, al mismo mirador, mucho antes del 9/11, cuando todavía podías ver en un día claro y hasta siempre.
Tenía razón. En parte, ya es mío.

Volvimos a casa, y Mónica siguió gestándose y yo le contaba, todas las tardes, mientras mi mamá tejía botitas de ganchillo y yo apoyaba mi cabeza en su panza, para que "mi hermanita" (siempre supe que sería niña) me oyera, todo lo que juntos habíamos visto mi abuelo y yo.

Lo único que me puede, es que no tengo una sóla foto con él.
Ni una.

lunes, 23 de abril de 2007

Soy un blogger


Mi foto más reciente: Yo a media mudanza, blogueando

De ésto me vine a dar cuenta el otro día, durante la presentación del libro, cuando Sergio Zurita lo mencionó, diciendo que le sorprendía la dedicación que le tengo a éste espacio, actualizándolo diario y aventándome un texto de mínimo dos páginas, que además era un buen texto.

Me sorprendió -- y por qué habría de negarlo, me halagó también- que dijera eso. Sobre la calidad de los textos no puedo opinar (esa es una cosa muy personal de ustedes) pero la cosa es, que no había pensado realmente en esos términos; quiero decir: yo empecé este blog como hobby (cosa que aún es), pero al mismo tiempo, se ha convertido en algo más.

Voy a confesar algo (que lo mismo, seguramente ya habían notado): el 31 de diciembre, cuando todavía estábamos en Las Vegas (¿recuerdan, mis vacaciones extrañas en California y Nevada?) y escribí la carta a mi abuelo por 25 años de ausencia, se me ocurrió que uno de mis propósitos -- que aquí entre nos, nunca acabo cumpliendo- sería escribir todos los días del 2007 en el blog.

"Ah, ¿te cae?" preguntó una voz en mi interior, la que casi siempre suena, después del tercer whisky.

"¡Y me levanta!", y así comenzó el año el blog.

De modo que uno se convierte en un blogger sin proponérselo realmente y sin darse cuenta de lo que ha hecho: Todavía me quedo de a 6, cuando alguien me escribe y me dice "leí tu blog" o, como sucedió con David o Viviana, que dicen que es por mi culpa (¡ora resulta!) que tienen sus blogs -- excelentes, por cierto.

Como si no fuera suficiente, blogger, bloguero. ¡Mira nada más!

La verdad es que me gusta bloguear (¿lo aceptarán como un verbo algún día? : Yo blogueo, tú blogueas... vosotros bloguéais) y disfruto haciéndolo. Es la evolución natural, me supongo, de un hábito que antes había cultivado, de escribir cada semana (por más de un año y medio lo hice) a un par de amigos que viven en Europa -- ah, pues en Finisterre, a donde voy a vivir yo ahora, aunque aclaro: ninguno de los dos es causa, sino más bien síntoma, de mi mudanza-. De hecho, lo dejé de hacer con esa devoción y asiduidad, cerca de la epístola 200. No es por nada en particular, ni por ninguna clase de acrimonia: para nada, mi cariño sigue igual de vigoroso y robusto. Es sólo que el blog, el Alias Cane, se convirtió en el foro ideal para continuar con lo que estaba haciendo para ellos: tomar con una mano lo que pasa en el mundo en torno mío, con la otra, lo que ocurre en el mundo dentro de mí y al conjuntarlas, comenzar a narrar(me) la vida. Y me gusta lo que encuentro, lo que leo.

He encontrado a mucha gente de muy distintos puntos e intereses y me he asomado, sin pudor alguno, a eventos e ideas de sus vidas. Acaso soy también un blogger/voyeur.

De este modo, siento que conozco (aunque no nos hayamos visto nunca) a gente como el excepcional Mariano Jiménez [a quien, en total honestidad, se le debe la resurrección de éste blog en agosto pasado y su forma actual y cuyo blog es una verdadera joya], a Ben Herrera (hello my dear) y Dushka Zapata, a quienes comencé a conocer por su escritura, suscitando ambos (los únicos mexicanos en EEUU cuyos blogs sigo) un afecto genuino en mí; y más recientemente a Mariluz Barrera, a la sorprendente Cuquita la pistolera; a Senses & Nonsenses (que será mi vecino, él en Babilonia y yo en Finisterre), a Paxton Hernández (un nuevo hallazgo que me impresionó: es la nueva y pujante generación de film critic, sin petulancias) o a Jorge, el Mulder, cuya manera de narrar encuentro afín a la mía y al mismo tiempo completamente opuesta: su blog es refrescante, mordaz, y se deja leer muy bien.

La blogósfera es, por lo que descubro, una mezcla de universo cambiante y de reunión privada: un macrocosmos que existe en un microcosmos.

Ahora me descubro pensando en lo que diré, lo que escribiré y también en que seguramente al final, éste Alias Cane irá tomando su propio rumbo, como ha hecho hasta ahora: es la vitrina en que expongo lo que tengo dentro de la cabeza y dentro, me temo, de la entraña. Está aquí para ser leído, para que sea mi voz también.

Como sea. Lo cierto se resume a esto:

¡Soy un blogger/bloguero!
¡Y a mucha honra!

domingo, 22 de abril de 2007

Tarde de domingo


Esta es la escena que abre una de mis películas-ícono:

Me refiero a Don't Look Now/Amenaza en la sombra, de Nicolas Roeg, estrenada en 1973 y considerada uno de los más significativos filmes británicos de su era, así como una de las cintas más polémicas (y hermosas) jamás filmada.

Algunos de ustedes la conocen, la habrán visto antes, o acaso no la han visto nunca ni han oído hablar de ella. El que signifique tanto para mí, no necesariamente quiere decir que así sea para los ojos de alguien más, y eso es lo que me interesa saber, en cierto modo.

Basada en un cuento de Daphne DuMaurier, la cinta se sitúa principalmente en Venecia. Una Venecia en invierno, con cielos amortajados en gris, con frío en el aire y los canales. Con toda su hermosura decadente, casi a punto de sumirse en la penumbra, aunque reteniendo un poco de ese fuego que late por dentro.

Pero antes, está esta breve escena a manera de prólogo, situada en el acomodado hogar inglés de John y Laura Baxter (Donald Sutherland y Julie Christie). Es domingo por la tarde. Recién han comido, junto con sus hijos, Johnnie y Christine. La rutina familiar se extiende como las nubes y la luz que cambia. Pardea.

Observen bien la escena, por favor.

En esta ocasión, el tema es interactivo.

Por esto quiero decir: después de observar la escena (más de una vez, si se quiere, no hay límite para hacerlo), quiero que escriba cada quién un comentario.

Ahora, los comentaristas sobre la imagen son ustedes: díganme "esto es lo que ví", "esto es lo que sentí", "esto es lo que encontré". Si quieren hablar de técnica, háganlo. Si quieren hablar de memoria o emociones, también. No se limiten, si no lo desean, tan sólo a la escena: hablen también de lo que les transmite como espectadores.

No se queden con las ganas de decir nada.

Hagamos una verdadera conversación al respecto. Yo contestaré todo.

Préstenme sus ojos, por favor.

Yo les prestaré mi sueño...


Aquí los leo, sin música de fondo.

sábado, 21 de abril de 2007

35



Cuando yo era niño, adoraba a mis padres.

Aún lo hago.

Ellos se casaron el 21 de abril de 1972.

Fue sábado. Mi madre estaba a un mes y días de cumplir veintidós años y se casaba con un vestido de novia prestado y radiante, aunque sin el apoyo de su padre, quien quería, a capricho, que se casara hasta los 25 y en un arranque le espetó "yo-ya-no-tengo-hija" cosa que sostuvo durante casi catorce años, mismos en los que mi madre nunca dejó de ser una hija ejemplar con él. Mi hermana, que no conoció otro abuelo, lo quiso muchísimo. Nuestra relación fue cordial, pero no cariñosa. No lo siento.

Personalmente, creo que fue bueno que mamá no esperara esos tres años extra: ciertamente, yo no existiría de otra manera (ja).

Mi padre tenía 29 años y en ese entonces, se había comprometido tantas veces a casarse con tantas otras novias que tuvo, a lo largo de la década de los 60, que, cuenta la leyenda familiar, mi abuelito Miguel no quería pedir la mano de mi madre, por no tener que pasar otra vergüenza de una boda cancelada. Sin embargo, le tomó tanto cariño a mi madre (y ésta a él) que se hicieron cómplices y realmente, una familia: "Mi hija Consuelo, la esposa de mi hijo Ernesto," solía decir al presentar a mi madre con quienes no la conocían.

Aunque no estuve en la boda, sé que fue un evento sencillo, amplificado por el entusiasmo de sus amigos comunes -- y aquí un detalle curioso, se conocieron en las oficinas de la revista Claudia. Mi padre estaba a cargo de tráfico y mi madre era la secretaria del editor (Gustavo Sáinz, novelista también, autor de La Princesa del Palacio de Hierro); y esas oficinas hoy son sede de la redacción de Milenio, el diario en el que yo escribo. Repitan después de mí, viaje a la semilla- que al saber que se casaban sin muchos recursos, contribuyeron a su manera, para hacer la boda: unos llevaron flores, otros, cajas de vino -- ambos habían decidido no hacer recepción-, mi abuela María preparó personalmente los bocadillos que se dieron en el brindis que devino en fiesta y Fray Mariano Gallardo (1927-1993), amigo y ex-profesor de mi papá, ofició la misa, con un coro y un cuarteto, que trabajaron gratis.

Decía, que dadas las circunstancias de la boda (mi padre y mi madre se enamoraron y se casaron en sólo cuatro meses. Esto desató la cólera del muy-consciente-de-la-"diferencia de clases"-padre-de-la-contrayente, etc, etc) mi mamá no quiso recepción -- la verdad es que no hubo tanto apoyo de su lado de la familia en ese momento, aunque ella no les guardó rencor y hasta los justifica, cosa que personalmente, no entiendo bien, pero en fin- y sin embargo, la hubo: se improvisó en la casa de mis abuelos paternos, donde poco después yo viviría.

Hay una vieja película Super 8, sin sonido, donde se ve a los invitados que compartirían tantas otras reuniones familiares, conociéndose por primera vez: mis tías, mis abuelas, que llegarían a tener una relación estrecha y hasta afectuosa, mirándose por primera vez con sonrisas nerviosas y brindando con el Asti que llevaron los amigos. Una parte que recuerdo mucho, es ver a mi madre y a mi abuelo, flamantes nuera y suegro, bailando algo que parece twist (no tengo modo de saber, no hay música) y se ríen. Están riéndose. La película termina con ellos agitando la mano, subiéndose al coche de soltero de mi papá (un pequeño descapotable Alfa Romeo '66, rojo, al que sé aún añora de vez en cuando) para salir a su luna de miel -- en Acapulco, como se estilaba-, sin haber visto que El Pecas (entonces de 10 años), hermano más pequeño de mi madre, había amarrado -- en complicidad con mi abuelo-, un cordel con varias latas vacías y el clásico letrero hecho a mano que gritaba: "¡VIVA LOS NOVIOS!", así, sin "N", que mi madre conservó por mucho tiempo (lo recuerdo de mi niñez).

Yo llegué más tarde, pero he visto este matrimonio más de cerca que a cualquier otro, con la excepción, acaso, de mi abuelo Miguel y mi abuela María (hasta la muerte de él), que era una especie de sociedad curiosa y afectuosa, con ella siendo pragmática y él siendo dulce, las más de las veces, aunque en ocasiones él era mandón y ella desconcertantemente cariñosa. Tengo una foto de ellos, tomada el día que nací en el hospital: están sentados juntos, lado a lado, de la mano, se sonríen. Así crecí con la fe y noción de que los matrimonios se aman.

Mis padres me refrendan, ahora, esa misma noción inocente que los años no lograron quebrar del todo.

Han pasado siete veces los cinco años que aludía Lorca.

Han sucedido muchas cosas. No voy a contar todo, pero ustedes se dan una idea: han viajado y se han peleado; se han reído, nos han criado, se han asustado y se han sorprendido. Han madurado también. A veces, han tenido que dejar ir sueños y otras veces, han descubierto fortaleza desconocida.

A Mónica y a mí, mi madre nos enseñó a ser libres: siempre lo dijo, aún a costa de sus propias ideas -- sean libres, sean ustedes mismos.

De mi padre, aprendimos otras cosas: a ser buenos amigos (mi padre lo es), a observar el entorno. A saber dónde estamos.

Hoy es sábado, 21 de abril. Cumplen 35 años de casados. Los mismos que Miguel y María cuando yo nací.

Una vez le pregunté a mi madre: "¿Por qué nunca lo dejaste?" (Y pudo haberlo hecho muchas veces, antes. Y de esas veces, muchas, con toda razón)

Ella me respondió: "Porque lo quiero."

Es de las pocas cosas que tengo ciertas en la vida.

Mis padres se amaron. Mis padres se aman.

viernes, 20 de abril de 2007

La vida es un cabaré


En el año 2000, fui invitado a participar en la cobertura de la Fashion Week en Londres. Así que, con la anunencia de mi entonces editora-en-jefe, Hilda (El Unicornio) García, agarré mis macundales y brinqué el charco, para pasar siete días atroces y agotadores de glamour, pasarelas, desmañanadas -- los desfiles comienzan a las nueve a.m. sharp-, situaciones estrambóticas (compartir cigarrillos con Anjelica Huston a las puertas del Museo Victoria & Albert, donde no se puede fumar; tener que comprarme un gorro de esquiador porque era febrero y al salir con el pelo húmedo se empezaba a escarchar), y también de desveladas: como después de media noche el Internet era por tiempo indefinido por 1 libra, aprovechaba para mandar toda clase de información vía mail a la redacción de To2.com, el periódico virtual (hoy extinto) para el que editaba -- en complicidad con Carolina- la presunta y un poquito afectada sección de Estilo.

Y mandaba notas como loco, ya que al ser "enviado especial" por primera vez en mi vida, yo pensaba que la cosa era realmente trabajar duro, porque el único otro "enviado especial" que hubo por parte del periódico antes de mí, fue un pobre pendejo que mandaron al Festival de San Sebastián, a quien la experiencia le resultó abrumadora y acabó por pelar gallo y darse a la fuga a Alemania, donde estuvo oculto, gastándose los viáticos y fingiéndose ciego sordo y mudo (como Helen Keller) por ocho días, hasta que Hilda lo encontró y le leyó la cartilla, haciéndolo volver con el proverbial rabo entre las patas.

Y yo, evidentemente, quedé tan horrorizado por el ejemplo, que dije "no, ni madres. A mí no me pasa eso." Así que yo era una especie de Anna Wintour de Stepford, en la era de la WWW. Y mandaba y mandaba cosas a lo loco, al punto que, a mi retorno a nuestras elegantes (hoy deben estar ocupadas por otros) oficinas, recibí el mote de NotiCane por algunos días, por aquello de que andaba yo dejando a EFE y Reuters sin chamba.

En fin, la cosa es que andaba yo en Londres después de casi 11 años, y era algo espléndido, con todo y todo. Ahora bien, en ese momento, también estaba involucrado en el -- hoy más que nada nostálgico, pero en ese entonces semitrágico- asunto de Ashley Mutimer (que contaré con detalle otro día) así que por lo mismo, era una especie de viaje emotivo también.

Lo que es más, la raison de etrè de esta entrega, tiene en parte qué ver con él y con una de sus amigas, con quien coincidí en casi todos los desfiles, porque era alumna en la St. Martin's School of Design y no se perdía los eventos; una chica muy simpática llamada Jane (sí, ése era su nombre. No importaba cuántas veces le preguntaras o cuántas veces le dieras dinero: Gracias. Mi nombre sigue siendo Jane).

La cosa es: mientras Ashley trabajaba, enviaba a su chófer todos los días para que me llevara donde hiciera falta mientras no lo necesitara y las más de las veces, Jane (que no-tan-secretamente desearía ser la primera Mrs. Mutimer... yo me conformaría con menos) me acompañaba y una noche, tuvo la brillante (brilliant, darling! era su frase favorita) idea de que después de tres desfiles (uno de ellos de Julien Macdonald, donde acabé sentado junto a un encanto de muchacha que hablaba castellano y resultó ser Jade Jagger) y una cena de comida japonesa, fuéramos a un club gay (a Jane le parecía brilliant, darling! que mi closet no tuviera puerta alguna y Ashley era exquisitamente nonchalant al respecto) para ver el show de The Lorraine Bowen Experience.

The what? (pronunciado wot en mi perfecta imitación de Charlotte Rampling, en la que a veces caigo cuando hablo inglés, pregúntenle a Michael King... sólo que Ms. Rampling tiene la voz más profunda que yo)

The Lorraine Bowen Experience. Tienes que verla para creerla. Brilliant, darling!.

Así pues, fuimos a un club en Soho y tomamos una mesa de pista (cuando eres hijo de un aristócrata inglés, todas las puertas se abren y es más fácil obtener buenas localidades sin tener que hacer cola como las plebeyas que se creen aristócratas inglesas, pero su tocado de tehuanas las delata. Yo estaba con el ojo cuadrado); el lugar estaba decorado como algún decadente cabaret de los 30 (ecos del Zie Kit Kat Klub) o bien, algún burdel (paredes tapizadas en terciopelito rojo, oropel, lamparillas en las mesas) decimonónico, contrabandeado de Dickens via Bukowski.

Ashley ordenó las bebidas y encendimos, los tres, cigarrillos (en el 2000, todo mundo fumaba en Londres con singular abandono, igual que Al Pacino sobreactúa en casi todo desde hace veinte años). Anunciaron elshow y tras un redoble de fanfarrias, se iluminó el escenario y pudimos ver algo muy similar a esto:

En un burro de planchar estaba montado un teclado Casio, que era el único instrumento de la banda, la cuál estaba conformada (como pudieron ver en el video), por una sóla integrante-letrista-vocalista-directora musical: una lesbianota gigante (that's one HUGE dyke, dijo Ashley, divertido, mientras Jane apuntó: brilliant, darling!) y maciza, de sonrisa contagiosa, cabello corto y alborotado, ataviada con un vestido de Mary Quant adornado con discos compactos (que reflejaban la luz como tornasoles), gafas de pasta (aunque no era una gafapasta pedante) y una buena vibra irresistible, así como una voz dulce.

Procedió a presentarse y dijo ser Lorraine Bowen, tener --entonces- treinta y nueve años y ser nuestra anfitriona esa noche, apuntando que la variedad éramos todos.

Acto seguido, procedió a repartir en las mesas de pista unas papeletas color de rosa con los coros de las canciones impresos y nos pidió los repartiésemos. Ella nos daría cue para cantar con ella. No sean tímidos, queridos.

Miré a Jane con algo parecido al horror, mientras ella miraba a Ashley con algo parecido a ganas de llevárselo a la cama y él miraba al escenario, con cara de esta noche voy a echar desmadre (o como le llaman los ingleses: mischief).

Varios minutos más tarde, yo también exclamaba a grito pelado, junto con todo el público: Everybody's good at cooking something! And I'm good at cooking crumble! In fact, I've got one in the oven! Would you like some?, cada vez más rápido, mientras la amazónica chanteuse, que debía ser de mi talla y estatura, brincoteaba y tocaba el teclado con todas las partes disponibles de su inmensa humanidad, incluyendo los codos, las muñecas, los glúteos y hasta las bubis, eso sí, bien cubiertitas, no estamos hablando de Janet Jackson.

La experiencia en el club (de cuyo nombre nada más no me puedo acordar), fue y es todavía, una de las más divertidas que he tenido en algún antro de vicio. Las letras de sus canciones eran deliciosamente mordaces, de doble, triple y hasta cuádruple sentido y pese a la sencillez de la instrumentación, la música era pegajosa y (¿me atreveré a decirlo?) casi entrañable. Y si no me creen, a las pruebas me remito:

Estuve feliz en ese cabaret (¿Por qué no podrán ser así aquí, donde lo folcloroide parece ser de rigeur, pero sin sabor?), tanto, que no me importó despedirme apresuradamente de Ashley y Jane (la idea de ambos en la cama era algo deprimente) a las puertas de mi hotel, para ir andando unas cuantas cuadras a Victoria Station, a poner mis "cables" del día, mientras tarareaba doing-doing-doing the bossy nova....

Al paso del tiempo, olvidé un poco a Lorraine Bowen, hasta que la redescubrí por accidente hace poco y me conseguí todas sus canciones. Eran, tal como las recordaba: pícaras, encantadoras, inexplicables, con temática tan variada como la cocina, el orgasmo, la lavandería automática y estrellas de cine como (mi icónica) Julie Christie -- She makes me go misty, she makes me go... oooooh, what a sta-aaar!-.

The Lorraine Bowen Experience sigue en activo y no hace mucho, presentó disco nuevo. Definitivamente goza de estatus de culto en las islas británicas, pero es virtualmente desconocida en el resto del mundo, salvo (me parece) Nueva York y San Francisco.

Así es que, Alias Cane al servicio de la comunidad, pone a su disposición esta joyita hallada de nuevo, para que la disfruten tanto en video (cortesía de YouTube) como en el Soundtrack de ésta semana. Si entienden inglés y pueden traducirse las canciones a ustedes mismos, escuchen con atención algunas como Richard o Crumble, en su versión de estudio. Ríanse un poco y disfruten.

Mientras, yo recuerdo esas mañanas de invierno, con la luz del norte, tan rara. Y, ¿por qué no? Bailoteo por ahí, arrítmico y sin pudor alguno...

...Brilliant, darling!

jueves, 19 de abril de 2007

Crónica de una Fiesta anunciada


La presentación de Todas las fiestas de mañana fue en una librería llamada Otro lugar de la mancha, en Polanco.

Todo el día tuve nervios de estreno (y no tengo idea de por qué), aunque el resultado fue estupendo... me divertí mucho y pude compartir el libro con todos mis amigos y seres queridos, que finalmente, es el objetivo. En imágenes, un poco de lo que ocurrió:


El Otro lugar de la Mancha es una de las librerías más bonitas que he visitado; es una rareza en esta ciudad donde ya todo se parece a un supermercado al mayoreo. Ver el libro en la mesa de novedades a la entrada, me erizó la piel... ¿cómo se los puedo explicar? Antes no existía y ahora sí. Ya no es algo de mí, ahora es algo de alguien más.

Durante la presentación, Sergio Zurita (dramaturgo, periodista, narrador, devoto de Bob Dylan) hizo su excepcional imitación de Lou Reed, para contar la anécdota del título de la novela y el cómo nos conocimos por primera vez, en una conferencia de prensa del mismísimo Lou, hace años. Fue la sensación de la velada.

Adriana Jiménez García, mi amiga desde 1994, escritora, gran analista de textos, figura de admiración, dio un curso relámpago de semiótica en diez minutos. Que alguien haya leído así mi novela es algo que llega a las entretelas y las sacude.


Benito Taibo, hermano león, héroe, poeta. Benito llegó a las Fiestas, partiendo del origen de la palabra fiesta. Sus observaciones, su humor, su cariño a toda prueba, hicieron de su intervención, una auténtica party.


Parte del público reunido: al frente, Maricarmen y Paco Ignacio, "El Jefe" (que insistió en acudir y me dejó con el corazón lleno); hacia su derecha, Tomás González (renaissance man) y Carol Miller -- ella es mi colega escritora, viajera incansable, exploradora, artista escultora y también es conocida como "Dushka's mom"-, con ellos, Pinky (entrañable Pinky) y en la fila anterior, mi sobrino Josemaría y su madre, mi prima Rocío Sevilla.


¡Ahora, feliz, feliz!
(Me gusta más envenenar manzanas que quitarles la piel)



Firmando el primer autógrafo de la noche, a los personajes más pequeños de la novela, mis sobrinos Beto (10) y Fernanda (7), que efectivamente, aparecen ahí, tal como son.


Con Sofía y Rodrigo. Aunque no lo parezcamos, los tres somos primos, ramas del mismo árbol genealógico.


Reunión de To2.com: De izquierda a derecha; Jacobo Bautista, Hilda García Villa (El Unicornio), Pedro Bejarano, Verónica Reynold, Francisco "Paco" Peña y David Guzmán (Monsieur David), que amerita mención especial: voló desde Cancún con la intención de sorprenderme y lo consiguió. ¡Por eso lo quiero!


Con el formidable personal del Taller de Rafa Ramírez Heredia: Mi compadre Alejandro Navarro y su esposa, la hermosa Diana Garáiz, Adriana Jiménez, Itzel, la novia de "El Ganzúas" (Joselo) y detrás de mí, él, con ojos de pillo. Al frente, Merari Fierro, escritora, editora y amiga.

"Must be some way out of here, said the joker to the thief..."
Más tarde, con mi carnal y good guru, Alejandro Calva


Con Caro, la flaca. Mi cómplice en cada paso de esta novela.


La Flaca, el de la voz, la hermosa Anaví y el Master Admirabilis Sergio Zurita, cuando ya casi acabábamos con el cuadro, casi a las dos de la mañana.
Se brindó con y por todos: por los presentes, por los ausentes, por los lejanos y los que estaban ahí. Los que estuvieron a la distancia, se recordaron con júbilo. Y la fiesta fue, en sí, una manera de decirle adiós a esta hija mía, la primera, por así llamarla, en su viaje por el mundo.
Que encuentre buenos lectores, como éste blog.