miércoles, 31 de enero de 2007

Más que palabras


Tengo una amiga que, como yo, se ha inventado una identidad secreta.

Esto lo ha hecho, me dice, porque disfruta enormemente de la idea que el anonimato de su seudónimo le permite una libertad que de otro modo no tendría para expresarse.

Yo supongo (y se lo he dicho) que esa fue más o menos la idea que yo tuve hace tantos años cuando me convertí en alias Cane, pero realmente nunca me imaginé que al paso del tiempo, mi alias se convertiría en quien realmente yo soy.

Debo reconocer que me gusta la idea lúdica de ese inventarse en otra y si bien no puedo revelar su alter ego, pero sí su nom-de-plume: para escribir, se firma Cristina Calèche.

Y la verdad, me gusta su estilo.
Posiblemente si yo fuera mujer, me daría el lujo de escribir como ella lo hace y abordar ciertos temas del modo que ella lo hace.

Aunque bueno, al tener lo mejor de ambos mundos (if you know what I mean) me permite explorar otros derroteros. Pero así es esto.

Como sea, recién desempaquetadito como estoy, tuve una conversación con Cristina acerca de todo y a propos de nada, y uno de los temas que surgió fue el efecto que tienen a veces las frases que la gente que nos rodea que forma parte de nuestra vida y significa algo -- léase: nuestras parejas, nuestros padres, e incluso alguna vez nuestros amigos más queridos- suele soltar en caliente y de repente, sin que te lo esperes y muchas veces hasta sin pensarlo; de la manera más inocente.

Frases que son más que palabras y que lo mismo al ser dichas (y escuchadas) pueden suscitar un brote incontrolable de alegría o una profunda decepción y amargura.

Cristina me contaba que posiblemente la frase más impactante que alguien le ha dicho en memoria reciente, es "te amo".
Sobre todo, porque no se lo esperaba.

Cristina había pasado más de un año caminando descalza por una extensa playa de porcelana hecha añicos, después de la insospechada y cataclísmica [al menos en un principio] disolución de su anterior relación -- presuntamente- monógama y comprometida.

Después de esto, asegura, lo que menos esperaba era
1) Conocer a otro hombre que le interesara más allá de apelar a sus instintos más urgentes y
2)Relacionarse con él.

Sin embargo, la vida no es lo que tú esperas si no lo que NO esperas y sucede, así que de manos a boca, se encuentra ahora cortejada por un hombre que no sólo la trata como a una reina, sino también como a su igual... y que el domingo, mientras desayunaban él dejó de leer el periódico y en tanto el camarero refrescaba su taza de café, la miró y le dijo con una sonrisa la frase.

Te amo.

Cristina me dice "me puso la piel chinita".

Y yo le creo.
A mí también se me habría puesto la piel erizada (y supongo que sucederá cuando me lo digan).

Yo le digo: "¡Qué fuerte!" [o bien, Qui fort! tal y como lo aprendí de una bella chica de San Sebastián llamada Iciar, que lo repetía con encanto mientras nos desternillábamos de risa e incredulidad viendo telebasura en el sofá de Lusin... hace mucho tiempo]

Son dos palabritas, y decirlas puede sonar muy manido -- personalmente yo sólo lo he dicho tres veces a tres diferentes hombres y con tres distintos tiempos verbales. La única vez que lo hice en presente, el pendejo al que se lo dije me hizo el corazón mierda en ese momento con su respuesta estúpida... y hace diez años de eso...-, pero también el cómo te lo dicen tiene un significado especial.

O bien:
Le dijo "te amo" y de inmediato, le abrió un camino que ella no había visto y que no anticipaba. No sé cómo es que Cristina va a recorrer ese mismo sendero; eso es algo muy personal, pero lo que me impresionó es esa facilidad con que un par de palabras (o cinco, o diez) pueden hacer que algo salte o se rompa.

Puede ser incluso una frase banal -- "me haces reír", "te extrañaba", "te espero", "no es igual si no estás"- lo que te haga vibrar de gozo. Igualmente banal --"ya ni modo", "no me gustan las cartas", "sólo fue un desliz", "es que no te vi", "no pensé en decirte", "debiste/pudiste hacer tal o cual."- puede ser la frase que te troce, que te hiera como aguja bajo la piel y que se quede ahí, supurando.

El gozo y el dolor, la alegría y el desencanto, son como una ruleta. Nunca sabes dónde van a parar y muchas veces, quien menos te imaginas, casi un extraño, te hará sentir la persona más increíblemente única del mundo, o acaso alguien a quien consideras cercano y querido, te dirá algo que te va a romper la madre.

Así es la cosa.

Son más que palabras: es el mismo mecanismo de la vida y aprendes a aceptarlo, a comerte tu plato aunque sepa amargo, mientras avanzas hacia el siguiente día, porque en esta era, no existe una idea clara de lo permanente.

A veces le envidio a Shakespeare esa noción de lo eterno o lo perdurable (estuve leyendo sus sonetos), contrapuesta a lo efímero de lo nuestro.

Espero que Cristina tenga en ese "te amo" un andar alegre.
Yo sólo abro mis oídos.

Felicidad


Cuando por fin conocí a Julie Christie (en un parque de Londres una mañana de otoño-casi-invierno, con cielo escarchado, foulards al cuello, té caliente y oscuridad a las cuatro p.m.) le pregunté si era una mujer feliz.
Ella me respondió esto:

“Una vez leí en un libro de Milan Kundera, que la felicidad es la ausencia del sufrimiento. No digo que eso es lo que entiendo por felicidad, pero creo que es una manera interesante de enfocarla. Creo que, en el mundo en que vivimos, la ausencia de sufrimiento se da con mucha dificultad. Diría que siento alegría de estar viva y al mismo tiempo siento una profunda tristeza."

Hoy estuve pensando en eso.

Creo que estoy más cerca de la posición de Julie, que de la Kundera.

Así como hay momentos en los que tengo ese high inexplicable, propiciado por cualquier cosa: un paquete en el correo, una sonrisa anónima, la labor cabalmente rendida (y bien rendida), una carta, una buena comida, una deliciosa siesta... también hay días en los que se presenta el frío, la dificultad para salir de la cama, la infinita tristeza (como dijera Billy Corgan). ¿Y qué lo puede causar? Lo mismo: cualquier cosa puede atraer el cambio; un menosprecio inesperado (y hasta inocente), un plan que no sale, un malentendido, un plato que sabe mal.

Pero todo eso es vida. Todo eso es parte de la felicidad.

Y estoy vivo. Y quiero seguir estando vivo.

Darme cuenta de eso, es la felicidad; no es perdurable, pero es existente.

Eso quiere decir que es accesible (como lo fue Julie Christie; como lo es, finalmente, un todo).

Es todo. Sólo hace falta abrir los ojos, extender las manos.

Tocar.

Me sorprendo pensándolo justo ahora.

Soy (estoy) feliz.

Pese a.

martes, 30 de enero de 2007

ABCane


A
es por Aslan de Narnia (es decir, ouisemuá)

B es por Blog (éste y otros magníficos)

C es por Consuelo (aunque yo la llamo Mamá)

D es por Darling (vocablo de uso frecuente)

E es por Ernesto (aunque yo lo llamo Papá)

F es por Faramir Peña (Franklin)

G es por Gijón (Asturias, Paraíso Natural)

H es por (Hermosa) Hanna

I es por Íntimos Extraños

J es por Jack of The North, príncipe de los Leones

K es por Kimba, el pequeño león con gafas (léase: Lusin)

L es por La Idea del Norte (¡Hola, Mariano!)

M es por Miguel y María (veinticinco años más tarde)

N es por David Nyman

O es por Okapi (mi roommate)

P es por Penélope, Pat & Patsy y Paché Merayo (Señora Duquesa)

Q es por Queso Manchego (mi preferido)

R es por Rosemary's Baby (mi película ícono)

S es por Señor Mufasa (Ceferino, en guisa de Hermano León)

T es por Paco Ignacio y Maricarmen Taibo: los jefes.

U es por Única hermana (Mónica Alejandra)

V es por Viviana Calleja y Violetta Verdú

W es por Tennessee Williams (When I was a young girl, I was gay all the time!)

X es por Xilófono (uno de mis juguetes más antiguos en existencia)

Y es por Ye tan raro ese mozo...

Z es por Zoológico (mi lugar favorito en sábado por la mañana)

lunes, 29 de enero de 2007

Otra lectura


Hace cosa de una semana o un poco más, Viviana me pidió prestado un cuento escrito por mí, para una clase/taller en la que ella participa y que versa sobre psicología y literatura.

Todo sucedió, porque estábamos conversando acerca de los temas que toca habitualmente su grupo (específicamente femenino, excepto el instructor, por lo que sé), surgió el tema que es, de cierto modo, el centro de una narración que escribí hace un par de años y a la que le ha ido bastante bien -- ganó un concurso menor por ahí- y que es, dentro de los cuentos cortos que he escrito, uno de los que más me gustan. [pueden leerlo, si les apetece, abriendo una nueva página aquí]

Le comenté que mi cuento existía, de lo que trataba (una especie de mirada alternativa y desde otra orilla al tema que iban a tratar esa semana) y se lo mostré. Luego entonces, ella me lo pidió prestado y lo llevó ante sus compañeras, con la idea de que lo leyeran y posteriormente lo comentaran. Le dije que sí, que encantado y se lo envié.

Posteriormente, me olvidé por completo del envío, del cuento y de todo, sumido como estuve en una de las semanas más estresantes del año. Así, hasta que este fin de semana, Viviana llegó a contarme del destino que había tenido mi cuento y cómo fue leído por gente que nunca me ha visto, que posiblemente jamás me había leído antes.

Nunca deja de sorprenderme la reacción de alguien cuando me lee.

Por una parte, como es natural, me siento halagado (¿a quién le podría interesar algo escrito por mí que no soy nadie, realmente?)... pero por otra, no puedo alcanzar a entender las reacciones que algo así provoca en otro que no me conoce, no sabe de mi inspiración, ni de mi proceso para crear el relato. Es algo extraordinario y misterioso.

Viviana me contó algunas de las reacciones: casi todas habían sido favorables (aún si la estructura del relato es - a propósito- nada lineal) e incluso, por lo que entendí -- aunque esto no me quedó muy claro- una de las lectoras, rompió a llorar.

(Sinceramente, espero no lo haya encontrado tan malo)

Esto me ha provocado una sensación extraña; una especie de elación y también, de humildad. Me parece un misterio inexplicable, el haber sido leído.

Es como un recordatorio de que todo esto (incluyendo éste blog) es, ha sido, será leído.

Y me estremece, me entusiasma y me deja tembloroso... mas no con temor.

Sino, cosa extraña, sintiéndome muy honrado. Inmerecidamente.

domingo, 28 de enero de 2007

Dèbut

Este domingo es especial.
Hoy debuta como columnista en Milenio una amiga mía muy querida, personaje frecuente de este blog (y de mi vida), recurrente -- aún de manera anónima- en los comentarios y sobre todo, poseedora de una pluma intoxicantemente vivaz, locuaz, velocísima. Pero con una gran sensibilidad que se sirve de lo bonito y frívolo para hacer fuerte y claro su idea original, darle voz a lo que quiere decir.

Naturalmente, en cuanto llegue el periódico a mi puerta (no soy suscriptor de cortesía, aunque sea mi casa: yo me abono) correré a abrir las páginas, para buscar esa primera incursión: ese espectacular dèbut que toda la semana hemos anticipado, tanto ella como yo.

Felicidades, Violetta Verdú.

Sólo me resta, como testigo de tu incansable esfuerzo y chispeante creatividad, el agregar una palabra más (ahora que ando en mood "desconcertantemente callado"), que yo creo, lo resume todo:


Y besos varios, también.

sábado, 27 de enero de 2007

De profundis


Hoy pensaba que es cierto, que hay veces que no sé cuando quedarme callado.

Eso me llevó a pensar que otras veces, no sé cuánto quedarme callado.

Y otras, que no sé cuando hablar.

No es complicado, realmente. Es sólo que a veces pareciera que yo hablo y hablo y hablo... pero muchas veces, también me quedo en silencio.

Ese silencio no necesariamente significa que esté enojado ("no estoy enojado," suelo decir cuando no estoy enojado) o incluso triste. Otras veces, sí.

Pero lo mismo, puede significar que estoy asustado, o confundido, o conmovido o simplemente, que no me hace falta hablar.

No obstante, también ha habido (hay) ocasiones (muchas) en las que tal vez debo hablar y no lo hago.

¿Por qué?

Eso estuve pensando hoy, mientras veía la lluvia persistente, desde el pórtico de un café, esperando -- aunque es un mal hábito que tengo, no debería de esperar nada, y eso lo sé desde siempre-; ¿a qué? A que amainara. A que dejara de hacer frío. Algo. Nada.

¿No hablo cuando debo, por orgullo? ¿Por miedo? ¿Por vergüenza? ¿Por confusión? ¿Por consideración? ¿Por pudor? ¿Por idiotez?

Esa es otra de las miles de preguntas sin respuesta que voy coleccionando y que prendo con chinchetas en un panel de corcho junto a mi escritorio. También hay respuestas sin preguntas.

Seguí contemplando la lluvia, sin mojarme eso sí, y traté de ir más profundo sin moverme del sillón. Ir hacia adentro. Más y más abajo. Al fondo. Aunque nunca realmente creo que he tocado fondo, ni siquiera cuando creo que lo he hecho o más bajo creo que he llegado.

Inspecciono entonces mis sentimientos, mis percepciones: como ir al mercado y tocar distintos frutos y vegetales para identificarlos, encontrarles el punto.

Es una semana extraña, ésta. Mucho estrés -- he cuidado que no se refleje en el blog, pero mi trabajo en esta temporada de premiaciones suele ser bastante estresante-, muchas ilusiones (algo puede ocurrir, algo bueno, yo sólo espero conteniendo la respiración), telefonemas, desvelos, proyecciones, risas, algún sinsabor... pero, ¿qué sería del todo sin sinsabores o decepciones también? ¿No son parte, al final, de todo lo que uno tiene?

Observo mis sentmientos expuestos ante mí, como si fueran cartas. Por esto no quiero decir misivas, no. Cartas de la baraja. Flor Imperial. Esta semana fue decisiva en ciertos aspectos; también es una semana ordinaria. Y hoy, esta madrugada, es también algo que no había anticipado (lo había incluso olvidado) y que me toca, se revela ante mí.

Hoy. Conmemorante.

Pero no es eso, no. Es un todo, un cúmulo, un infinito interior. Con su propia música de esferas. Un infinito con un umbral para el dolor muy grande, tan inmenso como el cielo que en este momento no tiene luna. Y que puede aguantar. Aguanto muchísimo, aún donde son las incongruencias y torpezas más simples, lo que me puede llegar a causar ese mismo dolor, que en momentos (a veces) deja de estar en mí, para que esté yo en él, es el clima, el tiempo que parece tornarse lento, el sol, mi mundo entero. Otras veces hay un júbilo, un gozo que me guardo. Que lo acaricio y, que como la esperanza, tiene plumas (Emily Dickinson dixit), que también se asoma un poco, se deja ver, me sonríe con timidez y yo lo echo a volar.

He cruzado muchos umbrales dentro del mismo del que hablo. Y siempre salgo con algo aprendido o al menos, con las manos al frente y los puños cerrados. Comprendo que no soy perfecto, que no tendría sentido engañarme (enjoyar mi propio elefante) a ese respecto. Y se supone que lo que mejor hago es hablar. Pero a veces, (siempre a veces) no sé cómo. No sé qué decir o cuando lo sé, entonces la forma de decirlo.

No hay ira existente, ni sufrimiento insalvable, en mi silencio, ni en mí. Es más bien confuso: no sé qué paso dar, o cómo darlo. Es ironía (ésta toca mi sonrisa al pensarlo) que no sepa como si mi oficio es comunicarme, hablar. Mis instrumentos son sólo palabras.

Pero no puedo comunicarme, cuando hay cosas que no sé. Y otras que no sé cómo expresar. Pero lo mismo, yo sólo soy un aprendiz. Para eso estoy aquí, para aprender. Para tratar de ser más tolerante y apenas y un poquito más tolerable. Para estar donde tenga que estar.

Volví a casa y aún llueve.

Pero no aquí dentro, de profundis. Sólo escucho, mientras me despojo de mi atuendo, de mis antifaces (que son tantos y tan convenientes a veces) y me desvisto del todo. Escucho el infinito, acompasado por el golpe, el derrame, el camino de las gotas y hago acopio de todo; expuesto, reúno palabras. Tal vez (a veces) pueda usar alguna para decir algo, cuando sepa cómo (y cuando sepa qué: ¿perdonar, disculparme, reírme...?).

Cuando sepa cuándo.

Cuando sepa, sabré.

viernes, 26 de enero de 2007

Trescientas...

El otro día, mientras tomaba una copa, casi me da un derrame cerebral.

La responsable de tal cosa fue mi amiga Bettina, que trabaja para una ONG y además es una voraz lectora. Así como no quiere la cosa, a media conversación, me dice: “¿Sabes cuántas librerías hay en México?”
Y le dije “Este, no sé… ¿mil?”

“Trescientas.”

“En el De Efe, claro,” respondí yo, dándole un trago al Bourbon que acto seguido por poquito escupo, cuando aquella me dijo “No. Trescientas a nivel república.”

¿Nunca pensaron cómo se sintió el personaje de Charlton Heston, en la escena final de El Planeta de los Simios? Pues así me sentí cuando lo dijo: horrorizado y encolerizado al mismo tiempo. Y no sé qué resulta peor.

El que sólo exista este número tan limitado de librerías en todo el país es realmente no sólo motivo de vergüenza ajena, también de inquietud y alarma: ¿dónde están esas librerías? ¿Se concentran sólo en ciudades? ¿Esto quiere decir que en un nivel más suburbano, por no decir ya de plano rural, no hay forma de conseguir libros? ¿Cómo despertar entonces interés en la lectura en la chaviza que vive en lugares donde una librería no existe y las bibliotecas surtidas de libros espantosos y zalameros como El Triunfo del Espíritu o tabiques infumables y vetustos como El Periquillo Sarniento?

No, no, no.

Me resisto a creer que sólo haya 300 librerías, o aprox, en todo el país. Esto sólo demuestra que no sólo abunda el analfabeto funcional, sino que además, la industria editorial sobrevive por los pelos, por lo que aquí dedicarse a escritor (o tener la vana noción de que quieres vivir de escribir) es equivalente al suicidio a mediano plazo.

Les contaré una pequeña anécdota. Los que viven en esta ciudad, ¿conocen una librería llamada A Través del Espejo, sita en Álvaro Obregón? Su dueña es una mujer excepcional llamada Silvia López Casillas (sí, de la famosa familia de libreros de viejo). Junto con su esposo, Jaime Hernández Campos, han buscado crear un espacio de literatura más plural de lo que se puede esperar en una librería de usados convencional.

Esto se ha extendido a que suyas sean dos o tres librerías más sobre la misma avenida. Hace 15 años, una de mis primeras incursiones en el mundo laboral, fue bajo la tutela de Silvia, que me enseñó todo el amor que se puede tener por el arte (más que negocio) de vender libros.

Esto lo incluía todo: desde limpiar la tienda, sacudir los estantes, acomodar y memorizar el catálogo, saber lo que estás vendiendo (Algo que, tristemente, sin la ayuda de una computadora casi ningún empleado de librería sabe hacer), amar los libros.

Recuerdo mientras escribo esos días como una experiencia vital importante sin la cuál no podría decir que estoy completo. Eso es lo que me hace pensar que, así como Silvia y Jaime (y sus hijos), deben existir otros locos que desean ver sobrevivir el arte de ser librero.

La cifra no puede ser tan raquítica. Debe haber más de 300 librerías en el país… porque, si no las hay y (lo que es peor) se están volviendo especie en peligro de extinción, entonces sí hay que temer.

Mañana, estaremos en manos de la telenovela y la telebasura, que habrán devorado letra por letra un mundo de palabras.

¡Ay, ay, ay Ray Bradbury! ¿Quién diría que el mundo profetizado por tu pluma en Fahrenheit 451, poco a poco sería una realidad?

Mientras me meto a la cama, con un libro entre mis manos (la magnífica y perturbadora El Huésped, de Guadalupe Nettel), ruego que no sea verdad, que sea un error y que haya más.

Unas poquitas más.

Aunque sea.

jueves, 25 de enero de 2007

Dorothy Parker, Dorothy Parker



Afternoon

When I am old, and comforted,
And done with this desire,
With Memory to share my bed
And Peace to share my fire,

I'll comb my hair in scalloped bands
Beneath my laundered cap,
And watch my cool and fragile hands
Lie light upon my lap.

And I will have a sprigged gown
With lace to kiss my throat;
I'll draw my curtain to the town,
And hum a purring note.

And I'll forget the way of tears,
And rock, and stir my tea.
But oh, I wish those blessed years
Were further than they be!
ººº


No sé muy bien por qué razón me gusta Dorothy Parker.

Será que me identifico de alguna manera; su sentido mordaz del humor, su cáustica pluma, su vena sabia y a la vez vitriólica me hacen pensar que si bien yo jamás, ni en un millón de años podría escribir como ella, sí tengo en su lenguaje un refugio, una guarida.

La Parker no es sólo una figura icónica de la literatura del s. XX y de la celebérrima mesa del hotel Algonquin [misma que por cierto, aún existe: cuando descubrí quién era ella, una de las primeras cosas que hice, fue acercarme a dicho recinto en Manhattan y efectivamente, ahí estaba la dichosa mesa redonda], es también una voz para la gente inconforme y sarcástica, para los que han sido vistos con escepticismo por querer algo más, o que han conseguido ese algo, aún a costa de sus detractores.

Creo que si bien Dorothy Parker ha caído ahora en desuso, es una figura de esas que existen para recordarnos que la escritura es por turnos atuendo de gala y armadura, vida y lucha, una feroz explosión de nuestros deseos. La diferencia, acaso, es que lo hace con un humor retruecanoso, igual que el poema arriba reproducido (mi favorito entre los suyos), que al ser leído en voz alta tiene un ritmo y una cadencia que trascienden los formulismos convencionales.

También me identifico con Dorothy Parker en otros aspectos que son más íntimos, personales. En su relación con los otros escritores de la mesa redonda (en especial con el dramaturgo Alexander Woolcott y, más estrechamente, con Robert Benchley). Eso me ha ocurrido desde que vi, allá por 1995 o 96 la película de Alan Rudolph Mrs. Parker & The Vicious Circle. (Sólo Alan Rudolph podía haber hecho algo así) No sé si fue Jennifer Jason Leigh como Dorothy o bien, encontrar aspectos más humanos detrás de la máscara de cinismo tan bien aplicada, lo que me hizo encontrar ese punto de referencia que conservo en mi vida.

La leo y me gusta. A veces llevo un puñado de los caramelos dulciamargos de Dorothy Parker en mi bolsillo, y me los llevo a la boca y me los trago.

Me recuerdan de dónde pude haber venido. Y tal vez me anuncien gentilmente dónde voy.

miércoles, 24 de enero de 2007

¿La reconocen?

¿Reconocen ustedes a esta rolliza matrona que parece delirante de febril alegría?
¿No?
Pues si quieren ver de quién se trata, hagan click aquí

martes, 23 de enero de 2007

Retratos: Compadre Alejandro


Alejandro ha sido mi compadre desde hace doce años.
(De hecho, la foto corresponde a ese periodo, fue tomada en junio del '95)

Se dice fácil, pero realmente es mucho tiempo (¡Nos estamos haciendo rucos, compa!). Y hoy, precisamente, es su cumpleaños -- aunque no diré cuántos cumple, que conste.

Mi compadre es de los personajes cuya presencia en mi vida debo al paso que tuve en mi pálida y temblorosa juventud dentro del taller literario del hoy extinto Rafa Ramírez Heredia y desde que apareció ha sido buena influencia, excelente amigo y una de las personas a las que más cariño tengo, por múltiples razones.

Alejandro, cuando yo lo conocí, era un joven crítico voraz y muy atinado de los textos que se presentaban a mesa cada semana; igualmente era escritor con una voz muy lograda, de timbre particular y lenguaje muy definido. Sus cuentos --algunos de los cuales aparecen junto con mis primeros trabajos en dos antologías colectivas llamadas Narraciones de Terror, Fervor y Chunga (1995) y Bajo Tierra: Relatos de muerte (1997)- resultaban efectivos (mas no efectistas) y de una estructura muy característica (siempre en una inquietante segunda persona: "Tú estás ahora aquí..."). Por supuesto, cuando nos conocimos, el primer cuento mío que oyó en lectura, acabó hecho trizas.

Pero sobrevivimos a esa etapa.

Aunque nos decimos "compadres", el Alexander y yo realmente no lo somos, pero se siente como si así fuera. Tiene dos hijos maravillosos: Esteban (que la última vez que lo ví, casi me llegaba al hombro... ¡y pensar que yo lo cargaba en brazos!), con quien siempre me unió un nexo muy especial -- Alec es el primero de mis amigos que tuvo hijos- y que siempre ha sido muy amoroso conmigo y Cristóbal, que fue un bebé muy, muy, muy deseado y es hoy, siete años más tarde, un niño extraordinario y muy amado.

Naturalmente, ésto no es sólo obra de mi compadre, sino también de su extraordinaria cómplice -- desde hace veintimuchos años-: Diana. Podría yo llenar páginas y páginas de las razones por las que yo admiro a Diana y la quiero de verdad, pero no acabaría nunca. Lo único que puedo asentar (y ella lo sabe) es que la considero una de las mujeres más valerosas y con gracia natural, que haya yo conocido. Es un ejemplo y está llena de amor y de luminosidad.

En estos años, mi compadre y yo hemos pasado por más aventuras de las que podría ser posible citar: hemos ido a todas las fiestas, hemos reído de todos los chistes (es uno de sus talentos) y hemos visto muchísimas cosas, buenas y terribles. Con él aprendí que ser yo mismo no es algo terrible ni temible. Y es, gracias a él en buena parte, que pude madurar en muchos aspectos donde antes ni siquiera imaginaba. Por eso le tengo mucha gratitud y tanto afecto.

Aunque ahora nos vemos menos que antes -- hubo un tiempo en que nos veíamos una vez a la semana, mínimo- cuando sucede, habitualmente para una comida larga, lo disfrutamos mucho: no hay un tema del que no hablemos y creo que tampoco (a estas alturas del poema) tengo nada oculto para él, es decir, le cuento todo. Y lo que me ha enseñado él, es que no juzga y eso me ayudó en un momento no muy lejano, a tener más confianza para andar.

Pues son tantos años, compa. Y se sienten como si todavía fueran aquellos días de libros usados y cena en La Ronda (cuánto tiempo bajo tu protección y generosidad, me cae. Mi perpetuamente hambriento estómago lo agradece) o juntos comiendo mariscos en El Jardín del Pulpo, o sentados en alguna acera de Condesa, con el Ganzúas y Alfredo o tú discutiendo filosofía de la vida con la icónica Mars mientras yo escucho, o bien los dos compadres solos, recomponiendo el mundo.

Tantos años y tantas cosas.

Feliz cumpleaños, Alec.
Que sigamos celebrando cuando realmente seamos viejos, con el mismo gozo de hasta ahora.

Muchos abrazos.

lunes, 22 de enero de 2007

Retratos: Jack


Él es Juan Carlos.

También es conocido entre sus amigos por su apellido: Gea (como la madre tierra) y habiendo recibido por parte de él, el título de Aslan de Narnia, yo le di el de Jack, Gran León del Norte. Aunque quizá su nôm de guerre favorito sea aquél por el que lo conoce cierta extraordinaria personita que le dice Papá.

Juan Carlos es mi amigo y hoy escribo su retrato porque es su cumpleaños.

Nos conocimos de un modo totalmente Austeriano, esto es, por azar, durante una cena multitudinaria, en la que yo no conocía prácticamente a nadie, rodeados de muchos otros personajes que también hoy son amigos; fue en esa mesa alargada que alguien me preguntó qué película – que no fuera de dibujos animados- recordaba haber visto por primera vez.

Yo dije “Pues fue Desayuno con diamantes, con Audrey Hepburn.”

Él – lo había visto por ahí, con sus colegas en el lobby del hotel en que estábamos hospedados todos; de primera impresión me cayó bastante gordo, pero ya lo ven, las primeras impresiones engañan e igualito que Mr. Darcy, uno también se equivoca- intervino diciendo: “La primera canción que recuerdo con cariño es Moon River.”

Así es como, por accidente, cuando menos se buscan, nacen algunas amistades.

Un detalle peculiar es que con él me sucede algo que no con muchos de mis otros amigos: pese a la diferencia de generaciones entre nosotros, compartimos a manera de tesoro otorgado por nuestro ocio infantil-y-juvenil un enorme pozo de referencias de cultura pop (y no) que no todo el mundo pesca al ser expuestas; nos ha pasado que de repente alguno puede mencionar a oscuro personaje de la cinematografía (p. ej: Marilyn Chambers) y resulta ser que ambos vimos, en distintas órbitas y tiempos, Detrás de la cortina verde. O puedo, nada más por jugar, contestar al teléfono recitando el diálogo inicial de Rebecca (Hitchcock) y de inmediato sabe de qué estoy hablando; esa es la clase de cosas que demuestra que nuestras cabezas tienen una impresionante capacidad para almacenar información aparentemente inútil (pero que de inútil, nada).

Y no sólo eso: aunque no le guste admitirlo, él tiene cualidades que admiro.
Es un periodista profesional con mucho instinto y, principalmente, un poeta de verdad – algo que requiere un talento muy especial que no todo el mundo posee- y su poesía fluye, con vida propia: para muestra están sus dos volúmenes de poesía [Trampa para niebla (1990) y El Temblor (2005)] y también su columna cotidiana en La Nueva España, donde su don para el lenguaje y su oído se dejan aparecer aderezando su escritura de vez en cuando.

Igualmente, posee conocimiento casi enciclopédico de la música pop, misma a la que ha seguido fervorosamente desde tiempos del post-punk (una causa de orgullo suya; posiblemente sea la primera persona que tocó en la radio española a The Clash, cuando recién había aparecido el London Calling – el criaturo era DJ adolescente con gustos muy peculiares) y del New Wave, cuya sensibilidad aún retiene. Su colección de acetatos mataría de envidia a más de cinco; me consta, y sin embargo no es egoísta: comparte su riqueza con quien siente puede obtener cosas buenas de ella (y un ejemplo de eso, es nuestro joven león allegado, Lusin).

Es también un estupendo lector omnívoro, que realmente se da el lujo de disfrutar lo que lee y de volver a sus tótems buenos (Brodsky, Heaney, Gil de Biedma, Proust, Bolaño, Pèrec, Pound, Sebald, McEwan… buf, de enumerarlos no acabaría nunca). Sabe contagiar con generosidad sus gustos a otros lectores más bisoños y siempre está atento de lo que sucede en la esfera: las tendencias, los narradores. Es hombre de letras, después de todo (y de muchos otros intereses) aunque más que eso, es un buen hombre, y como dijera Flannery O’Connor, semejante cosa es difícil de encontrar.

En ocasiones hemos contrabandeado – en persona y por carta- muchísimas cosas: relatos, escenas, libros, música. Él quizá no sepa, pero he aprendido alguna que otra cosa de él también, que enseña lecciones sin ponerse a pontificar y las más de las veces sin darse cuenta siquiera de que lo hace (y ésos son los mejores mentores); por ejemplo, el hecho innegable que sentir una ciudad, entenderla y amarla, asumir los deberes de ciudadano exige pasearla a menudo, de cabo a rabo, con ojos abiertos, a conciencia y que debería ser precepto hacerlo una vez al año, a solas, en silencio. Siento que en muchos aspectos me he nutrido de nuestra amistad, que en su mayor extensión ha sido e-epistolar (el término es creación suya) con amplia correspondencia a lo largo de los años. De hecho, también puedo decir que él me conoce bastante más de lo que cree – y esto no es poca cosa cuando uno es fabulador profesional.

Quizá la mejor faceta de él, sea la de hombre de familia: es un gran padre (y no sólo lo digo, me consta) y un compañero estupendo, amoroso y leal, con una mujer incomparable a su lado (la verdadera Grey). Igualmente, es amigo estupendo y se advierte en algo tan simple como caminar con él por las calles del Finisterre donde reside: no pasa mucho antes que alguien que lo estima lo salude efusivo. Ergo, no conozco a alguien que habiéndolo tratado, no tenga de él una sonrisa o no le guarde genuino cariño; si tantos somos los que lo queremos, por algo es.

Así pues, Gauisus Natalis Frater Leo.

Benedicite.

Y no son años, son kilates.

domingo, 21 de enero de 2007

Okapi


Debo confesar que, de un tiempo a esta parte, no duermo solo.
¿Cómo sucedió? Pues de la manera habitual, no te das cuenta.
Cuando acordé, ya estaba compartiendo el lecho -- o bien, estaba teniendo mis sueños velados por el personaje que aparece en la foto de abajo.


Es un Okapi.

Y ahora ya puedo oírlos, porque sepan que yo pensé lo mismo. "No, no. ¡Este Miguel!... No podía ser un simple osito de felpa, no (que ya de por sí, a estas edades sería un accesorio extrañísimo). Tenía que ser algo excéntrico y estrambótico, como un Ornitorrinco, un Marsupilami o un Okapi."

Pues eso. Tengo un Okapi.

Para quienes no lo saben (me pongo toga y birrete) el Okapi (Okapia johnstoni) es el animal que se considera el pariente vivo más próximo a la jirafa (que me encantan). Esto es, se trata de un rumiante herbívoro ungulado de hábitos más bien nocturnos y que vive en las zonas selváticas de Congo -- más correctamente entre los rios Uelle, Ituri y las selvas de Aruwimi- [¡gracias, Wikipedia!] El animalito es parecido a la jirafa, aunque su cuello es corto y tiene pelaje color chocolate en todo el cuerpo, salvo en patas y grupa, donde es a rayas blancas y negras, como si fuera el de una cebra. Se le consideraba un monstruo mitológico en la época colonial, hasta que fue descubierto por Harry H. Johnston en 1901.

Éste, en particular (que aún no tiene nombre, se aceptan sugerencias del mismo) literalmente se me pegó en el Zoo de San Diego. Yo había comprado un león de peluche para Mónica, mi hermana, a manera de resarcirla de uno que había ella misma comprado y perdido en el mismo sitio catorce años atrás, cuando de pronto, llamó mi atención el Okapi, solitario en un mar de Pandas, Leopardos, Jirafas y Tigres.

Me sorprendí acercándome.

Es raro encontrar que un objeto inanimado (y más aún, un juguete relleno) tenga expresión inteligente; pero eso fue exactamente lo que me pareció que tenía éste juguete. Parecía decirme "Llévame, llévame contigo".

Y eso mismo hice.

Al principio, lo coloqué junto con sus primas jirafas en una estantería dedicada a eso (¿qué demontres voy a andar haciendo yo con un peluche a estas alturas del poema?)... sin embargo, como que no entonaba del todo con las viejas compañeras de mi irrecuperable.

Entonces una noche, me descubrí con él sobre el regazo, mientras me desvelaba viendo una película en la TV. Al apagar la luz, lo acomodé sobre un almohadón contra la cabecera y desde ese momento y hasta ahora, ahí duerme. Vela mis sueños y me hace compañía.

A veces, ¿saben? Me sorprendo volviendo a un hábito que creía roto desde hace casi treinta años: le hablo. Le hago preguntas retóricas y sin respuesta, y su serenidad, con ese morro moreno y afilado que parece dirgirse a mí, mientras clava sus ojillos de acrílico en los míos, me da una cierta tranquilidad.

Creo que lo disfruto como compañero. Y me sorprende, reitero, que yo, siendo una persona dizque sensata, presuntamente centrada y al cuarto para los treinta y cinco, me encuentre de pronto literalmente encantado de tener conmigo un hermoso Okapi que me cuida mientras duermo.

sábado, 20 de enero de 2007

La Bella y El Bestia


Hoy, por petición popular largamente postergada (especialmente de Cefe, que quería verla) me he animado a publicar esta foto que data de 2004.

Aunque ustedes no lo crean, me da algo de pudor mostrarla, porque es algo que habitualmente no hago -- no lo considero muy profesional que digamos- así que espero ustedes comprendan y disculpen.


Cuando le mostré esta imagen a mis amigos por primera vez recién tomada que estaba, muchos estuvieron sorprendidos y otros hasta se rieron -- nomás vean lo borde que me veo- pero quizá el mejor comentario al respecto, lo hizo mi amigo Christian (que es actor con impacto popular y como tal, ha suscitado algunas reacciones similares en Colombia, España y en su Perú natal).

Cito un e-mail que me envió al respecto:

"En la foto, Miguelín, donde ella se ve como la diosa que es, tú tienes una absoluta cara de rosquete e imbécil... pero no te acongojes, hermano. Bajo las circunstancias, cualquier hombre tendría cara de imbécil."

Como sea, muchas gracias por todo, Ms. Kidman.

viernes, 19 de enero de 2007

A Nice Surprise


Ayer por la mañana recibí una sorpresa; y por sorpresa quiero decir que realmente era algo totalmente inesperado: el primer libro de mi amigo Poncho Vera, titulado (no sin una fuerte dosis de sano sarcasmo) Los Nice.

Digo que realmente lo era porque, aunque sabía que Poncho había escrito el libro, no me imaginaba que su publicación fuera ya un hecho consumado. Naturalmente, le arranqué la cobertura de celofán y comencé a leer. No me pude detener hasta acabar unas pocas horas más tarde.


Esa es una de las principales virtudes del libro -- una entre muchas-: su agilidad. Mi lectura solo interrumpía para atacarme a carcajadas y luego continuar. Se va en un suspiro, pero lo deja a uno con ganas de volver y releer algunos pasajes, movido entre la hilaridad y la sorpresa ante cómo, sin ninguna clase de apología y con bastante humor ácido, el autor hace una vivisección muy acertada y socarrona de todo un lifestyle muy sui-géneris en esta megalópolis: los que pertenecen a otro código postal.

A Poncho (o bien, Alfonso Vera), carnal, coétaneo y colega, lo conozco desde hace algunos años y a lo largo de los mismos, ha demostrado ser un estupendo amigo. Es alguien a quien tengo en alta estima y lo sabe. Ahora sí que, como dice "la raza", le tengo ley.

No obstante, cariño no quita conocimiento y no siento que extrapolo al decir que aquí hay un libro entusiasta y muy bien escrito, con recursos de malicia literaria (o bien, como dirían Los Kinks: He's Evil), agudeza para el detalle y humor -- algo que a veces falta a otros autores contemporáneos.

Con soltura de lenguaje, sin aspavientos ni almidón, Poncho "taclea" a los consabidos niños bien que pululan por los restaurantes más in, los antros más sofisticados y las tiendas más costosas de esta ciudad. La clase de gente que sólo se viste si es con ropa de marca, sólo viaja en aviones privados (o en su defecto, por aerolíneas europeas), que observa con cierto aire desdeñoso -- y a un tiempo, extrañamente compasivo- a los que conforman a la masa que consideran inferior.

Sería muy fácil que un libro con esta temática fuera pesado como collar de papayas, sin embargo, cada capítulo o viñeta que lo compone, maneja la fina línea del humor más mordaz, que nos permite observar a estos animales exóticos desde dentro, con una mirada crítica mientras procede a ennumerar las muchas razones por las que existe la gente que da título al volumen.

El caleidoscopio temático que aborda es variopinto y extenso; nada se salva ni es tabú para ser expuesto: la familia, los viajes, la borrachera, el arte, los libros, los autos, las mujeres, la religión, la política, la servidumbre (y su relación con ella, que las dos cosas no significan lo mismo, conste), la carrera profesional, los hijos... todo es presentado con la óptica que Poncho presta a su narrador omnisciente, cuya voz de timbre perfecto sirve como insólito Virgilio para guiarnos por los círculos de este "infierno" pagado con tarjeta platino y decorado con gusto exquisito, donde se burla a su antojo de lo que presuntamente encomia.

Aquí, un ejemplo:

"Nos lucimos con las propinas: nunca, pero nunca, dejamos menos del 20%. Así sabemos que en nuestra próxima visita seremos como los reyes del restaurante... aunque no tengamos hambre, ordenamos mucho; no importa que nada más le demos una probadita, hay que inflar la cuenta y demostrar nuestro buen gusto gastronómico. Creo que sobra decirlo, pero por ningún motivo hacemos la nacada de pedir para llevar lo que no nos comemos. Es peladísimo..."

Todos alguna vez, sostiene Poncho, hemos conocido gente así, extremadamente consciente de su atuendo, de su estatus y hasta de su pose. Así pues, con esmero, toma a toda esta especie de criaturas y las satiriza sin piedad, pero también sin caer en lo burdo o moralista, lo cuál siempre es de agradecer.

¿Esto no es literatura? No, no exactamente. Tampoco es un ensayo filosófico. Es un libro curioso, escrito con una sonrisa feroz, que se contagia al lector y que le abre las puertas a ese mundo que sólo parece tener dos dimensiones en las planas brillosas de papel cuché de los semanarios de alta sociedad.

Estoy muy orgulloso. Publicar un libro no es una faena fácil y tener el empuje creativo para hacerlo, tampoco es cosa de "ahorita ya". Toma su tiempo y su dedicación y Poncho me sorprende, lo reitero, porque además, es uno de los hombres que conozco que más trabaja (comienza todos los días con un programa en radio en vivo desde las 6 am y de ahí no para hasta pasadas las 11 de la noche de Lunes a Viernes y a veces hasta de Lunes a Lunes) y encima se da tiempo para cultivar sus aficiones (es aficionado al futbol de todo corazón Puma y es un estupendo cinéfilo) y de compartir con su esposa, Gabriela (Platas, una excelente actriz por derecho propio) y de echar la mano a los amigos, cuando hace falta.

Así pues, fue una sorpresa realmente very nice y lo celebro. Espero que esto no sea sólo una muestra más de su versatilidad: aquí hay oficio y astucia (se advierte y muy bien, que este joven ha leído a su Jardiel Poncela y a Jonathan Swift). Acaso esto puede ser como cruzar una nueva puerta... ser un buen satirista no es cosa sencilla y en el panorama narrativo de esta generación, también hace falta.

Felicitaciones, Poncho.
¡Bienllegado!

jueves, 18 de enero de 2007

Otros tú, otros yo


Ahora que he comenzado a separar las cosas que llevaré conmigo, aparecieron en una repisa de mi librero, mis viejos diarios: uno es de 1993 a 1995, otro de 1995 a 1999 y uno, a medias, de 1988.

Me sentí muy sorprendido al ver éstos cuadernos -- de pastas duras y negras, comprados a escondidas y ciertamente llenados a escondidas, en un inglés aún vacilante pero lo suficientemente fluido, como para dar la impresión de que uno sabe lo que está escribiendo.

Por supuesto, en inglés, para que si alguien de la casa los hallaba, no pudiera entenderlos, también.

El de 1988 -- el único diferente: una libreta de forma francesa con tapas de cartoncillo y espiral- de plano, no quise leerlo. Es demasiado antiguo, demasiado de otra vida. La personita que lo escribía ya no existe... y creo que no quiero recordar mucho tampoco de esa época.

Pero los de 1995 sí son una tentación. Sobre todo porque se siente que en realidad no ha pasado tanto tiempo como yo pensaba... y sin embargo, su paso se nota evidente.

Me senté un rato, por la tarde, para asomarme un poco por las páginas llenas por ambos lados con letra apresurada, como patas de araña. Son recuerdos y gente. Escenas de la vida que ya había olvidado (y a un mismo tiempo no).

El cuaderno abre un sábado, 18 de Marzo de 1995. Ese día daba una cena -- posiblemente mi primera cena como anfitrión formal- y en el texto me exhibo nervioso, ilusionado y temeroso al mismo tiempo. Había leído Mrs. Dalloway por primera vez hacía muy poco y me fantaseaba como Clarissa Dalloway.

Curioso: aún lo hago. Me gusta comprar las flores yo mismo.

Remordimiento. Es un poquito inescapable mientras leo mi ansiedad por que los invitados lleguen: el miedo por lo peor, escrito con todas sus letras (¡qué criatura tan más pesimista! ¿De verdad es yo?) y la horrible idea de que nadie iba a llegar [y lo hicieron, aunque no todos, como es natural; no hay registro de apologías, tampoco. Cosas de la vida que aprendes a no tomar en serio hasta que ya eres mayor].

Fechas, fechas, gente... Alejandro hace su primera aparición en una entrada poco después -- es la primera vez que me refiero a él como mi "Compadre", un apodo cariñoso que aún usamos (y eso que en realidad nunca lo fuimos). También por ahí está Gilda, aparente en el taller y en los primeros días de gestación de Narraciones de Terror, Fervor y Chunga. La ilusión del primer libro a los 21 años (o casi).

Desde entonces escucho a Morrissey y los Smith (algunos placeres no caducan) y los primeros borradores de Todas las Fiestas (¡la primera mención de la novela, cuando aún se llamaba Los Jóvenes Dioses!)... y más personajes que aparecen y que aún están aquí dentro: Viviana y Rodrigo -- pruebas ontológicas de mi era discotequera-, Sofía y Mateo, Adriana, Marcela, Liz Strausz (de hecho se interrumpe la lectura del diario con un deseo por llamarla y marco: la conversación fluye, llena de júbilo y alegría. Otro día explico por qué).

Y Mòir. Tantas veces en tantas hojas. En los días de su viaje a Europa, y hay referencias a mis cartas a Venecia. De verdad hace tanto tiempo...

Vuelvo a leer y descubro una pregunta recurrente que aparece en algunas páginas, escrita y reescrita: ¿Dónde estoy?/Where am I?

Ahora lo sé, pero entonces no lo sabía.

Me gustaría poder encender la luz para ese otro yo, que anda por ahí con las manos extendidas y viene entre las sombras, ciego. Decirle que el camino es sinuoso, pero el correcto. Que va bien.

Pero no haría falta, pienso, porque en un cierto sentido, ya lo sabe.

Mis días de taller (Martes) religiosamente anotados, al igual que las reuniones post, en La Ronda (mismas que aún persisten, aún si -- ahora me entero- nadie recuerda quién propuso ese lugar por primera vez). Liz fumando. Alejandro y Diana con Esteban aún bebé (y yo, cargándolo, contagiándome de varicela en el proceso). Gilda toda furia y fuego y creación, sacando cuentos como del aire. Viviana, comiéndose lentamente una pera en la cocina de su madre, mientras todo es un caos en derredor: su serenidad me da a un personaje que eventualmente aparecerá en mi novela, aunque será muy distinta; los campamentos literarios en Michoacán: volver a El Molino, con María Luisa Puga. Aún, por ahí, debe haber cartas.

Tanto tiempo, tanta gente, tantos sentimientos en hojas que ya huelen a viejo.

¿Cómo sobreviví a tanta depresión? (Tal vez este fue uno de los periodos más difíciles, más allá de 1990)

Será, acaso, que ese pálido y tembloroso al que hago referencia ahora, las más de las veces con sorna, era ciego pero no débil. La prueba es que ahora, doce años más tarde, estoy aquí, con otra experiencia diarística que si bien se apoya en la autobiografía (hábito malo y espantoso, casi tan feo en la mesa como sacarse los mocos, ya me lo han hecho notar) también es otra manifestación, otra manera de expresar y de -- sí, lo sé, es cierto, esto es lo que hago- narrar(me) la vida.

El corazón de las tinieblas, la penumbra de la duda. Todo esto está muy lejos ahora; aunque no pueda evitarse un respingo al leer, a veces. Un lenguaje no exento de excesitos y de fruslerías chabacanas, como uno escribe a esas edades. No obstante, mientras leo, descubro -- y no puedo evitar una cierta ternura dentro cuando sucede, ni hablar- que ya no estoy a'l ombre de moi même. Mis sueños (o muchos de ellos) se hicieron realidad, o bien, han cambiado de forma.

¿Dónde estoy?
Aquí.

Ahora.

Estos cuadernos no vendrán conmigo a donde iré.

No voy a, no puedo, destruirlos. Pero tampoco tienen lugar en mi vida ahora.

Ya lo dijo Lou Reed: It's the beginning of a New Age.

miércoles, 17 de enero de 2007

Breve encuentro en un jardín inglés


Noviembre de 2005.

El hotel donde estamos hospedados es antiguo, frío y casi cavernoso... y a un mismo tiempo, es una joya arquitectónica con acabados de lujo y con la historia -- literalmente- metida entre los páneles de madera que recubren los muros de interior.

Las alfombras son mullidas y suntuosas, ahogan el rechinar de los escalones mientras bajo. Ha sido un día largo de entrevistas y conferencias, de ir y venir, de cinco minutos con alguien y quince con alguien más; de compartir una espaciosa sala de espera con la prensa extranjera -- y mañana estarán los orientales, por lo mismo, el "talento" ha sido retenido esta noche y se hospeda en otra ala del hotel, en las habitaciones con vista al jardín.

Hace rato cené con Fernanda, una periodista brasileña y con Edwin (de Holanda). Es temprano, pero en el otoño, las noches inglesas son muy oscuras y sin estrellas, aunque cuando salgo por una de las puertas francesas hacia los senderos adoquinados del jardín, encuentro que bajo una de las pérgolas espaciadas, acompañada por una voluta de humo y un par de miembros del staff de la película, hay una.

Me sonríe, dice "hola" y yo correspondo. No sé si acercarme, pero la conversación que llegó a mí como murmullos casi sonrientes, está interrumpida y hay tres pares de ojos puestos en mí.

"Eres español, ¿cierto?"

"Mexicano, madam."

Ella asiente, sonríe de nuevo, antes de llevarse lo que aparenta ser un cigarrillo enrrollado a mano, a los labios. La sonrisa reaparece mientras retiene el humo. Antes de soltarlo, indica una de las bancas de piedra en la pérgola, donde también hay un calentador de gas, dispuesto por el hotel para (supongo) los huéspedes que -- como yo- salen a pasear a la intemperie.

"No pareces mexicano," dice "es que eres tan alto..."

Me habla como si nada y no sé qué decir. Es ahora ella quien me entrevista y no a la inversa: me sorprendo hablándole, cada vez con menos pudor, de las cosas que ella quiere saber: ¿qué tal el viaje? ¿Asesino? ¿De dónde viene mi acento cuando hablo en su idioma? ¿Qué cosas escribo? El cigarrillo da vuelta en círculo y llega a mis manos. Vacilo un segundo, luego doy la calada. Retengo, suelto.

Y siento una calidez que no éstaba ahí cuando salí del hotel hacia este jardín de setos monumentales y rosales ahora desnudos, hibernantes. Los ojos de ella -- unos ojos característicos, inolvidables- me escrutan y me guiñan.

Ahora somos cómplices, como en una canción de Leonard Cohen.

Me atrevo y pregunto cosas que no pude cortar para mi entrevista de la tarde: ¿cómo era Derek Jarman? (Complejo, divino, aterrador, doloroso como un niño y un viejo alternativamente en un sólo cuerpo. Irreverente. Fascinante) ¿Qué sueña cuando duerme? (que vuela, que se vuelve pilar de sal, que puede cruzar paredes como si fueran de aire, que ha perdido el reloj), ¿Cuál es su canción pop favorita? (The Killing Moon, Mother of Pearl, Paint it black); ¿Cómo era Lady Diana Spencer en el internado? (esto con risitas apenas contenidas al responderme: "rubia. Regordeta. Sosa. Profundamente infeliz y creo que aún después lo fue").

Yo: "¿Son muy distintas la Reina Jadis y la Reina Isabella (en Eduardo II)? ¿O son esencialmente la representación del corazón humano devorado por sus pasiones más monstruosas?"

Ella: "Creo que son dos criaturas completamente distintas, pero sí... son encarnaciones de mal absoluto, motivado por distintas razones: Jadis es mala porque es el mal en sí mismo, las emociones ególatras que todos los niños alguna vez tuvimos y que nos enseñan a suprimir y controlar desde entonces. Es el ejemplo de Lewis de lo que un niño sin disciplina puede llegar a ser, moralmente hablando. Isabella se vuelve monstruosa por despecho y por locura. Pero el resultado es esencialmente el mismo... sí, se dejan devorar por su lado más cruel. Eso las convierte en seres malévolos, pero también extrañamente cercanos a nosotros."

Otra vuelta circular del cigarrillo casi extinto, más volutas de humo, más risas.

Le digo que mañana iré ante la esfinge; una de las actrices que más he admirado (y que ella también, me entero). No sé qué voy a decirle, por eso no podía dormir.

Ella me mira, despliega su sonrisa, oprime mi hombro, mientras con un pie acaba con la evidencia y se prepara para ponerse en pie -- es casi tan alta como yo, debe llegar al 1.80- y me mira a los ojos. "Sólo sé tú mismo. Pregunta lo que quieres saber y que creas que ella quiere decir. Lo demás vendrá solo. No dudes."

La charla se prolonga un poco más, del bolso donde guardó su latita incriminatoria, extrae una tarjeta personal de cremosa textura, la pone en mi mano, dice "escribe y cuéntame lo que pasó".

Nos despedimos. Agita una mano mientras me alejo por el corredor alfombrado de vuelta a la habitación que me han asignado. Voy contento, sonrojado (¿sería la yerba?) y a la vez, fascinado.

La noche ahora tiene un cielo cuajado de estrellas.



martes, 16 de enero de 2007

Retratos: Maricarmen y El Jefe




Conocí al jefe un día a mediados de agosto de 1996.

Era sábado. De eso sí me acuerdo. Nos presentó ECP, que era mi otro jefe y editor, a la puerta de la redacción de El Universal.

Obviamente, lector de El Gato Culto, yo sabía quién era él, donde él no tendría idea de quién era yo, puesto que, recién ingresado al área y sin experiencia previa en el periodismo activo, yo no era nadie. Recuerdo que me puse nervioso y que le di la mano sin mirar. "Mucho gusto, señor Taibo."

"Me llamo Paco."

"Perdón, Don Paco."

"¡Oye! Sólo mis enemigos me hablan de usted. ¿Vamos a ser enemigos?"

Me dejó boquiabierto y lo miré. En sus ojos había una chispa de algo que con el paso del tiempo fui descubriendo como una deslumbrante inteligencia, una complicidad estupenda y su simpatía.
Ese mismo sábado fui incluido en el cortejo para ir a comer con los dos editores y otras personalidades. Entre ellas, por supuesto, estaba Mari.

Lo primero que recuerdo que ella me dijo directamente a mí, fue: "Ven a comer a casa el lunes."

Yo, azorado como estaba ante el nuevo mundo recién descubierto (llevaba menos de cinco días como 'periodista', algo para lo que nunca estudié), asentí, pero no le di mayor importancia. Habíamos sido casi veinte personas a la mesa en distintos momentos y donde muchos se acercaban a rendir pleitesía a ECP -- después de todo, era/es alguien de influencia- y a saludar efusivamente a Paco. No me di por aludido, no realmente.

Al menos no hasta el lunes, que cerca de las dos de la tarde, Paco se asomó al despacho de Enrique (que a la sazón se había ido de viaje, dejandome a cargo de la plana de suciales del diario) y me dijo "Oye, criatura. Que llames a mi mujer" y me dictó un número telefónico que ahora me sé de memoria.

Ring, ring.

"¿Bueno?"

"¿La señora de Taibo?"

"Soy Mari, vida. Vas a venir a comer. No lo has olvidado."

"Eh..." (imaginen a Cane, diez años más joven, con menos cabello y menos kilos encima, gafas rojas de pasta al estilo de Andy Warhol, que tartamudea con un auricular al oido) "...yo..."

"Acompaña a Paco. Coger un taxi."

Y así lo hice y así fue como llegué por primera vez a Culiacán 76.



Son muchos los que se han sentado a esa mesa a lo largo de los años que llevan viviendo en México, desde que salieron de Asturias (1959) y no son pocos los que la han señalado como una de las mejores mesas de México. Maricarmen es una cocinera estupenda, aún si es demasiado modesta como para reconocerlo.

En aquella época de mi vida, cuando era un aprendiz, Mari me otorgó la beca Taibo para ir a comer cuantas veces fuera necesario, a su casa, aún sin estar ellos (con el pretexto de que "no gastares tu dinero comiendo en la calle, vida") y así, por temporadas, iba a veces de Lunes a Viernes, o dejaba de ir según lo indicara mi trabajo. Poco a poco, fui conociendo al resto de la familia: Benito (que se convertiría en un maravilloso Hermano León) e Imelda, Carlos y Piyú -- a ellos los conocí 'embarazados' y puede decirse que vi nacer a Lucía (Lux) y Andrea-, PIT II y la formidable Paloma.

Poco a poco también, alentado en buena parte por El Jefe, como amorosamente le apodan los muchachos, comencé a escuchar y participar en las conversaciones de sobremesa en esas comidas; y qué charlas. Se hablaba de todo: política (siempre), cinema (alabado), libros, la vida en la calle, los recuerdos, los amigos, la cocina y el vino. Por lo regular, cuando me atrevía a sumergirme -- aún no tomaba confianza como para hacerlo del todo- a medias, El Jefe se moría de la risa y si de plano estaba metiéndome en lo hondo de la piscina, me lo señalaba.

De él aprendí muchísimo.
A él le debo el periodista y el escritor que soy.

Yo ya tuve a mis abuelos y él definitivamente no lo es, pero resulta curiosamente más significativo en otros sentidos. Me enseñó cosas para defenderme, para alimentarme. Fue un cazador y orfebre de palabras y yo aprendí guardándole las espaldas, rifle en mano, y atento en su mesa de trabajo.

Con Mari, por otra parte, se ha dado una complicidad distinta. Desde sentarme ante ella con las manos paralelas para hacer ovillos de lana, hasta seguir paso a paso una receta y ver la mágica alquimia de la cocina surtir efecto.

Maricarmen tiene la distinción de ser una persona que siempre ha creído en mí, sin vacilaciones. Incluso, ha creído en mí, donde yo mismo he faltado a mi confianza. Es mi amiga, y no lo dudo ni un segundo. Una amiga y una maestra de vida.

Junto a la inseparable Pinky -- su mejor amiga según lo dicta la vieja escuela: es decir, casi literalmente su hermana-, muchos de mis proyectos se han presentado ante ella por primera vez. Es la primera escucha muchas veces; la que me señala la diferencia entre lo que se sueña y lo que es posible.

A ambos les debo muchas cosas que han sucedido a lo largo de estos diez años (y contando).

Puedo decir, sin extrapolar, que de hecho, Paco y Mari me han cambiado la existencia, aún sin que lo sepan. Les debo conocimientos y oportunidades; momentos maravillosos y aprendizajes a veces duros.

Les debo conocer un mundo en el que ahora vivo y donde me dieron, cada uno a su manera, los primeros bártulos para explorarlos. Les debo días de sol en Père Lachaise y el Louvre. Les debo los vientos en la Grand Place de Bruselas y les debo noches luminosas en Gijón, con toda la gente generosa que ahí encontré.

Soy afortunado y estoy agradecido.

Mis caminos siempre me llevan de vuelta a esa casa en una calle de la colonia Hipódromo, donde una vez a la semana (desde hace años es todos los martes) llamo al timbre y Pedro [siempre Pedro] me abre la puerta y me espera un vaso de Coca-Cola y Paco en su poltrona bermellón, esperando que le cuente qué he visto esta semana o qué estoy leyendo -- a veces lo hacemos juntos, yo en voz alta y él con los ojos cerrados, pero atento; así fue con El Jardinero Fiel de LeCarré, que nos estremeció todo un otoño- y Mari, haciendo punto en el sofá, me mira y me sonríe, para decirme apenas llego: "es hora de comer."

Y hoy, es martes.

lunes, 15 de enero de 2007

Hombres de verdad


Ahora que este blog tiene música, no he resistido la tentación de alimentarlo con algunas de mis canciones preferidas y una de ellas es, precisamente, Real Men tanto en su versión de Joe Jackson -- la original-, como en el formidable cover realizado por Tori Amos para su álbum del 2001 StrangeLittleGirls [que sigue siendo uno de mis discos favoritos y del que hablaré a fondo otro día].

Me gusta la canción por su letra, principalmente (aunque el arreglo no está para nada mal), y si me permiten, aquí aparece:

Take your mind back - I dont know when
Sometime when it always seemed
To be just us and them

Girls that wore pink
And boys that wore blue
Boys that always grew up
Better men than me and you

What's a man now?- what's a man mean?
Is he rough or is he rugged?
Is he cultured and clean?

Now its all change - its got to change more
'cause we think its getting better
But nobody's really sure.

And so it goes - go round again
But now and then we wonder who the real men are

See the nice boys - dancing in pairs
Golden earring, golden tan
Blow-wave in the hair

Sure they're all straight - straight as a line
All the gays are macho
Can't you see their leather shine?

You don't want to sound dumb - dont want to offend
So don't call me a faggot
(Not unless you are a friend)

Then if you're tall and handsome and strong
You can wear the uniform and I will play along

And so it goes - go round again
But now and then we wonder who the real men are

Time to get scared - time to change plan
Don't know how to treat a lady
Don't know how to be a man

Time to admit - what you call defeat
'cause theres women running past you now
And you just drag your feet.

Man makes a gun - man goes to war
Man can kill and man can drink
And man can take a whore

Kill all the blacks - kill all the reds
And if there's war between the sexes
Then there'll be no people left.

And so it goes - go round again
But now and then we wonder who the real men are...?

Creo que es una letra muy poética y muy significativa y sobre todo, que tiene mucho más de trasfondo de lo que a primera oída uno piensa (y ojo, no sé -- ni me importa tampoco- si Joe Jackson es gay), por lo que implica, para muchos tipos de personas.

O bien, me explico.

El otro día, con una de mis muchas amigas (es cierto, son numerosas y espléndidas, cada una a su manera) estaba comiendo y me peguntó lo mismo que plantea la canción. ¿Dónde están los hombres de verdad? ¿Han cambiado tanto los roles que ahora no saben que lo son?

Eso me hizo detenerme por un momento y pensar. Luego le dije, mientras detenía una hoja de lechuga dirigida hacia mi boca, "yo soy un hombre de verdad". Ella me miró, asintió y luego dijo. "Es que esa es la cosa... tú eres un hombre de verdad y no sé si la sola idea sea deprimente."

"Home, muchas gracias" (ahora he incorporado el "home", apócope asturiano de "hombre", a mi lexicón cotidiano. Pronúnciese "ome", como en "omenomejodas")

"No te ofendas," me dijo "es que ahora, entre metrosexuales, übersexuales, pansexuales, omnisexuales, bisexuales y los distinguidos miembros de tu club, una no sabe quiénes son los hombres de verdad."

Supongo que en parte tiene razón, aunque también ha habido el momento en que algunos cuates, representantes del sexo horroroso, se han quejado de lo mismo, es decir, "ya no sabes dónde hay mujeres" y cito un comentario que me hizo una gracia enorme, hecho por Fito, que es amigo-de-un-amigo, pero que se ganó el cielo con esta puntada: "... es que por lo menos antes las lesbianas eran machorras y ora ya ni eso sabes..."

Creo que realmente ser un hombre de verdad (o en su caso, una mujer de verdad, pero ese es un texto en sí mismo) tiene muy poco, o casi nada, qué ver con la sexualidad -- o la identidad sexual- de un individuo. Tampoco es una cosa de género. Es, a mi modo de ver, una cuestión de manera de ser y de principios.

Se lo dije a mi amiga -- prodigio de humanidad que no excede los 57 kilos- y se me quedó viendo con la misma expresión que algunas personas ponen cuando no me conocen y abro la boca por primera vez: una sutil mezcla de desconcierto y un chirris de horror.

"¿Cómo?"

"Pues eso. Creo que yo soy un hombre de verdad. Del mismo modo en que, si hubiera sido mujer, sería una mujer de verdad (aunque decir esto conjuró en mi cabeza la imagen de una mujer muy masculina, con cabello cortísimo, ni gota de maquillaje y camisa de leñador: el cliché al que Fito se refería. No, si yo fuera mujer y gay tampoco sería así, del mismo modo en que tampoco ando por la vida con el pelo pintado de rosa o disfrazado de Liza Minnelli disfrazada de Sally Bowles)"

Para mí, un hombre de verdad, explico, es aquél que se mantiene fiel a quien él es. A sus principios -- aunque esto no implica que se vuelva inflexible-, a su sentido el humor, a las ideas que le apasionan, a lo que le da placer y a lo que él proporciona placer [tanto con como sin una connotación sexual, que conste]: un hombre que sabe quién y cómo es. Y para la mujer, pienso, es exactamente lo mismo, aunque ojo: es tan sólo mi punto de vista muy personal y de ninguna manera debería ser visto como la verdad absoluta o cosa parecida.

"Ah, pero," dice mi amiga "¿y los que llegan a la media de los treinta o al cuarto para los cuarenta, sin tener idea?"
"Pues entonces esos son hombres... aunque quizá no sean exactamente lo que yo he descrito como hombres de verdad."
"Es que creo que no existe tal cosa."

La disuadí, al menos en parte, de tal idea. Sería un panorama muy tétrico si no. Le describí a por lo menos media docena de hombres que conozco, y que conozco lo suficientemente bien -- me han distinguido con su amistad a lo largo de mucho tiempo- como para poder llamarlos hombres de verdad.

Mi amiga preguntó dónde podía encontrar a esos portentos -- tres de ellos están previamente comprometidos, le dije. Y uno juega en mi equipo de tiempo completo- y luego concluímos que cada uno es, a su manera, un hombre de verdad.

La diferencia reside en cómo nos vemos nosotros y cómo es que nos ven los demás. Y muchas veces (las más) no es la misma cosa, del mismo modo en que una canción no significa lo mismo para todo el mundo.

Addenda:
Hoy es cumpleaños de mi amigo Mariano (emejota) que vive en España y cuyo espléndido blog, La Idea del Norte [ver link a la izquierda], es realmente el Conejo Blanco que ésta Alicia (por ponerlo de alguna manera) siguió para caer en la conejera que sería el camino a la blogósfera.

Cumple años entonces y aunque no estoy ahí, él sabe que igual lo celebro con Judy Collins, Panteras Rosas y una botella de Cava.

(Que sean muchos y muy felices, Mariano)

Y él, naturalmente, ni falta hace que yo lo diga, es un hombre de verdad.

domingo, 14 de enero de 2007

¿Qué tal si existiera una palabra...

... para decir que sientes que vuelas?

Gracias, Miss Jane.

Y gracias, también, para la absolutamente fabulosa Anaví, por llamar temprano en la mañana para despertarme, leerme la cartilla y sonsacarme para comer fuera, por pacientemente escuchar y por recordar(me) por qué el pánico repentino no es el final de las cosas, sino sólo la antesala de la puerta cerrada que se abre hacia una habitación desconocida, mientras acabábamos como caníbales -- how fitting!- una parrillada para dos.

No me disculpo por mi lamento de ayer, pero quiero atestiguar que la cosa, como el viento del oeste, ha cambiado.

Es domingo: el cielo estará despejado.

Mi cabeza ya está despejada.

Podría escribir.

Voy a escribir.
(de menos, lo intentaré, no prometo nada)

Después de todo, hoy es domingo.

sábado, 13 de enero de 2007

Sequía


Supongo que ya no puedo seguir ocultándolo.

Estoy en un periodo de sequía.

Tal vez ustedes no lo noten, siendo que este blog crece cada día (mi vida se acorta donde mi memoria se alarga), y también siendo que, para tratarse de un inicio de año, hay mucha actividad en mi ámbito profesional [muchas entrevistas, prospectos de viaje, revitalización de mi Blog en Milenio.com, colaboraciones en nuevos medios y algunas propuestas interesantes].

Pero estoy seco.

Desde hace no sé cuantas semanas no puedo acercarme a algo que era muy importante en mi vida, tanto creativa como real.

Me refiero en parte a una novela que he estado escribiendo desde la primavera de 2005 y que es, probablemente, algo de lo que más amo de todo lo que he escrito hasta ahora: la trama en la que más de mí he puesto, más he batallado por abordar y más he soñado.

Estoy seco. No tengo nada para acercarme y cuando lo hago, es más bien como un fantasma que ha convertido a esas cuartillas, a esas líneas y palabras, en el lugar de las visitaciones.

No sé por qué, pero no puedo hacerlo ahora.

Estoy roto.

Algo se me rompió de pronto, sin darme cuenta y no sé qué hacer para arreglarlo.

No quiero lástima ni compasión, porque yo no me la tengo. Pero en este momento, me siento como un hombre de mimbre que arde y que pide por lluvia, para escribir.

O bien, no escribir per se, sino poder volver a personajes que amo, a los que me debo también.

No sé qué me pasa, qué me pasó.

Anoche, durante una cena, alguien me preguntó, "¡Escribes! ¿Qué escribes?" y lo dije: hago crítica de cine cada semana para un diario nacional; escribo entrevistas que yo mismo hago (casi siempre en inglés, por lo que las tengo que traducir al castellano y esto implica -- no lo había pensado- escribirlas dos veces), hago artículos de fondo -- el más reciente, cómo Hollywood vuelve sus ojos al Este- y perfiles de artistas (uno de varias páginas sobre Madonna que ha sido portada para una revista femenina, es decir: un nuevo campo para explorar), amén de esta extraña y maravillosa bitácora, que se ha convertido en uno de los motores de mi día-con-día, una satisfacción sorpresiva y lo que preparo para antes de acostarme, el cierre de mi jornada rendida.

Todo eso escribo.

Pero no puedo escribir algo que me hacía feliz escribir y que antes hacía sin esfuerzo alguno y ahora no puedo y quiero, pero no sé por qué no puedo volver. Ya dije, algo se rompió; acaso una puerta en mí se cerró de una corriente y no puedo abrirla. No puedo encontrarla.

No puedo escribir lo que me gustaba más, lo que me hacía sentir dichoso y orgulloso y que era mi lujo y dicha, algo que me provocaba inmensa alegría nada más de pensar.

Ahora, dios no quiera que permanentemente, no puedo ni pensar.

Y me duele -- ahí está ya, lo dije-, me duele porque antes sólo era cosa de concentrarme y hacer el tiempo, hallar el momento y las palabras mágicas para comenzar.

¿Qué lo causó?

No lo sé.

¿Volveré a escribir? ¿O se acabó esto?

Tampoco sé.

Sólo me queda esperar. Aquí, muy quietecito, sin moverme (no puedo ni moverme a veces), esperar a que se disipe la penumbra. A que se encienda de nuevo la luz y pueda volver al sendero que fui armando con piedras suaves y lisas, como de río.

Volver no sólo a ese mundo ficticio, sino volver a lo que me hacía feliz.

No que el Alias Cane no me haga feliz, no que mi trabajo no me haga feliz, no que mi vida -- ahora más que nunca en constante flujo- no me haga feliz.

Pero algo me falta.

Y no sé cómo lo voy a recuperar. O si así va a ser.

No tengo miedo. Ni amargura.

Sólo esta vasta sequía. Aquí, por dentro.

viernes, 12 de enero de 2007

... y escucha


Cosas que suceden inesperadamente.

Hace unos días (todavía el año pasado): En fila para cruzar la frontera, al rayo de sol, en la camioneta de Jorge, un amigo de mi primo Roberto que, para no hacer un cuento demasiado largo, nos echó la mano para cruzar "la línea".

En una ciudad como Tijuana, es de esperar que en el estereo del coche se oiga música fronteriza: grupos o bandas o ¿por qué no? Hasta Reggaeton [y aquí es donde me estremezco nomás de pensarlo]o Narcocorridos.

Jorge me sorprende al poner música. Al principio siento que la conozco... luego me doy cuenta de que efectivamente, la conozco y la recuerdo.

La canción se llama Joan of Arc, la agrupación es conocida como OMD, o bien: Orchestral Maneuvers in the Dark. Ahí sentado, contemplando la inmensa fila de autos que espera a cruzar "al otro lado", regreso en el tiempo a 1983 o 1984, a mis primeras incursiones escuchando la radio -- algo que ahora ya no hago-.

Mientras oigo la canción (como ahora ustedes), recuerdo Stereo 99, mis primeros acercamientos a la iconografía pop que me marcó: estar con la luz apagada, escuchándolo todo: a OMD y a Culture Club y a Sting y a Madonna y a Eurythmics (yo te amaba, Annie Lennox); sorprendiéndome por las texturas, estremecido de temor cuando David Bowie cantaba This is not America (le tuve miedo a Bowie por varios años).
En su momento, doy gracias a Jorge por recordármelo y luego, paso todo el viaje, recordando la canción (que no tenía en el iPod en ese instante). Ahora sí la tengo y busqué una forma de compartirla.

Apago la luz y escucho.



Nota: La canción Joan of Arc se ha integrado al reproductor El Soundtrack de Alias Cane.


Gracias.

jueves, 11 de enero de 2007

En el ocaso, tu mano en la mía: Robin y Marian


Recién acabo de ver esta película de 1976, dirigida por Richard Lester [que es el responsable de dos de mis películas favoritas: A Hard Day's Night (1964) y la fabulosa Petulia (1968)] y estoy aún muy impactado, conmovido y extrañamente enternecido.

Nunca fui seguidor de las aventuras de Robin Hood -- era demasiado para niños, la clase de personaje que uno se suponía debía admirar para "ser hombrecito"- y tampoco soy fan de Sean Connery (aunque le reconozco sus méritos y su James Bond).

Pero...

...como todo aquél que bien me conoce sabe, uno de los grandes amores de mi vida es ése trozo de cielo llamado Audrey Hepburn, así que...

Para mi buena fortuna, el DVD vino a caer en mis manos verbigratia la gentil generosidad de mi amigo David (I'm not worthy, I'm not worthy) y pude asomarme a lo que fue el retorno a la pantalla de Audrey después de casi diez años de retiro, tras los rodajes casi simultáneos de Cómo robar un millón, Dos en la carretera y Espera hasta que oscurezca.

Sabía de la existencia de la cinta, pero mi interés por verla no se hizo vivo hasta ahora, que ya dejé atrás los treinta (ahí está ya, lo dije ¡y qué!) y que siento, es el momento de entender algunos de los temas inherentes en esta historia que, efectivamente, poco tiene que ver con los "hombres alegres" de Sherwood, y más con el crepúsculo de las pasiones y con la terrena fuerza del cariño a toda prueba.


Después de veinte años en las cruzadas, Robin (Connery) y el Pequeño Juan (Nicol Williamson, que siempre será Merlin para mí, así como posiblemente sea mi Hamlet favorito), regresan a Inglaterra, toda vez que Ricardo Corazón de León (Richard Harris, en sólo un cameo, pero muy logrado) acaba por deschavetarse -- en una perreta decide masacrar a numerosos niños y mujeres indefensos y todo por una piedra- y luego estira la pata.

Robin, definitivamente, ya no es lo que antes era... pero se resiste a creerlo del todo.
En su corazón, aún es el líder temerario y llameante que iluminaba los bosques y sobre quien tantas baladas se hicieran. Su vuelta a casa es vista con respeto y hasta una cierta añoranza por el Sheriff de Nottingham (el siempre magnífico y nunca bien ponderado Robert Shaw, que además, claro, es Red Grant para su Bond, muchos años después de De Rusia con amor), quien lejos de ser una caricatira perniciosa, es un hombre maduro que sí acepta las cartas que la vida le ha jugado y que se ha asentado en su otoño con cierto sosiego, pero sin olvidar o menospreciar a su antiguo némesis.

Otra historia es Lady Marian (después de todo, ya no podría llamársele Doncella), también conocida como la Madre Abadesa Jennet, encarnada con una sutileza y gracia madura inigualables, por Hepburn, quien, a los 45 años de edad de entonces, luce natural, sin artificios y radiante. (Es cierto, querido Mariano: hoy ya no las hacen así)

Resulta ser que, cuando Robin se fue, su desesperación y dolor fueron tales -- esto se lo revela ella sin grandes aspavientos ni melodramas mientras, por enésima vez, le cura las heridas- que, sin poder aguantar su ausencia y la incertidumbre ("Nunca escribiste," le reprocha dulcemente a lo que él dice "Es que no sé cómo"), se retiró a la orilla del río y por propia mano quiso morirse.

De no ser por un granjero, relata Audrey/Marian, mientras a mí se me estruja el corazón al oírla, que la llevó a la abadía, donde las monjas la curaron [la pegaron con cinta adhesiva, yo sé cómo es], habría muerto.

La nobleza de Marian reside en que, no obstante el daño causado en su alma y en su piel, decide darle una nueva oportunidad a Robin cuando él la salva a ella y a las escasas hermanas de su abadía, de ser encerradas, bajo las órdenes del Rey Juan "sin tierra" (Ian Holm, con una reina Isabel muy jovencita: nada menos que Victoria Abril, en pleno ídem de su existencia, cuando se la llamaba aún Victoria Mérida), quien en gresca con el Vaticano, había expulsado a la clerecía mayor de las islas británicas.

De ahí surge la aventura esperada por los aficionados -- hay excelentes set pieces rodadas en locación en Navarra-, que no decepciona: chocan las espadas y vuelan las flechas.

Pero lo fascinante es ver a Hepburn y Connery en su reencuentro: cómo es que tentativamente se aproximan el uno al otro: se tocan con manos cansadas y descubren la carne cargada de cuitas y la piel ajada por el sol y el tiempo. Pero se encuentran al fin y al cabo: se toman de la mano mientras en torno suyo crecen las sombras del bosque y se aproxima la ominosa inminencia de la masacre por edicto y capricho, aún pese a la honorabilidad del Sheriff, que uno no puede jamás poner en duda. -- Es ostensiblemente el villano, pero esto sucede porque es así, no porque albergue el mal en su mente o entraña, como sí lo hace el necio, agresivo e irracional Sir Ranulf (Kenneth Haigh).

Lester retrata con luz dorada y contrastes casi sepia al bosque de Sherwood y no pierde en ningún momento el ritmo: si bien esta cinta es mucho más lineal y hasta convencional en el aspecto narrativo que Petulia (que yo considero su mejor trabajo y del que otro día les hablaré), el guión de James Goldman [El León en Invierno] se fusiona muy bien con la atmósfera y cuenta la historia de un modo en que, si bien se ciñe a un género, lo desafía y lo rompe: aquí no hay resoluciones milagrosas, sino más bien una agridulce melancolía por lo que no fue y lo que al mismo tiempo tiene que ser, mientras se pone el sol en el horizonte de una leyenda.

El momento más conmovedor de la cinta, el que como la proverbial flecha, llega a atravesar mi renegrido y tortuoso corazón mientras observo, es a manos (naturalmente) de Marian, cuando se inclina ante Robin, toma su mano y le murmura tiernamente esto:

Yo te amo. Más de lo que sabes. Más que a los niños. Más que a la tierra que con mis manos labré. Te amo más que a mis oraciones de la mañana, que a la paz o algo qué comer. Te amo más que a la luz del sol, que a la carne o la alegría, que al día que vendrá. Te amo más que a Dios.

La frase me estremece, me derrumba, me llena de emoción.

Tal vez me estoy exponiendo demasiado (pero para esto existe este blog, para expresarme) y me hace volver una y otra vez a esos segundos, a la textura de su voz, a sus dedos extendidos, a su mirada triste pero a su vez llena de sus palabras. Y me estremezco de pensar no sólo en lo que Audrey/Marian dice, sino en cómo lo dice y en que eso que dice es una verdad como un templo y que afortunado Connery/Robin de oírla, donde otros nunca jamás, ni en el pasado ni en el ahora, ni en la ficción o realidad. Y lo que me estruja también, me remueve tanto, es que recuerdo al verla, que ya no está aquí, que ha dejado de existir.

Que lo está diciendo para la eternidad.

La cinta termina, con almas blancas como el cielo, zurcado por una flecha, en un tableaux, una naturaleza muerta. Como espectador, estoy satisfecho y gratificado por la precisión y eficiencia de la película y el equipo que la hizo. Como crítico, no le encuentro los "peros" que en su época otros ya le señalaron y que algunos más jóvenes quizá, podrán señalar ante su evidencia. Como persona, estoy conmovido y también entusiasmado, a la par que vagamente adolorido.

Audrey me acompaña mientras escribo. No faltará mucho para mi otoño, o tal vez sí, pero siempre tendré cuando éste llegue y sople viento frío y tal vez tenga hambre y el estómago vacío, el calor de sus palabras para que sean mi alimento y mi cobijo.