Jackie, bañada en sangre
¿Quién tiró del gatillo? ¿Quién salpicó de sangre el hermoso traje que Jackie trajo de París?
Esas y otras son las preguntas que muchos se hacen, casi tanto como anhelan saber, en un momento dado, dónde está aparcado el Lincoln donde él se dobló hacia su esposa de una década (de sinsabores y reconciliaciones), y qué fue del traje rosa salpicado en el marrón de su sangre.
Janet, la madre no era tonta. Había conocido el hambre en varias formas y vio en sus hijas la posibilidad de trascender al medio, apartarlas de la upper-middle-class que fue su cruz y lanzarlas a las ligas mayores: Jacqueline fue su mejor creación, donde Lee, la menor, dio muestras de aptitud pero resultó volátil, inestable, demasiado humana para resplandecer y elevarse a la esfera de joven diosa como su hermana, elegida con conocimiento de causa por Joseph y Rose Kennedy para entrar al clan.
La chica que primero captó la atención del país al ir embarazada –como María rumbo a Belén– siguiendo a su marido por el sinuoso camino hacia la Casa Blanca en el otoño de 1960, compitiendo con el convencional y soso Richard Milhouse Nixon, cuya lacia aunque cordial Pat estaba a años luz de parecerse a la Princesa prometida que convirtió, sin saber lo que haría siquiera, a Washington DC por espacio de tres años en un Camelot y a su marido en lo más parecido que ha tenido Estados Unidos a un auténtico Rey.
Sin embargo, hay gente que hoy lleva flores al lugar y todas las televisoras repiten aspectos de la película Zapruder, tomada in situ durante esos segundos en que la duramadre de John –el buen, simpático Jack, que (irónicamente) gustaba de los habanos incluso después del fiasco aquel de Bahía de Cochinos y que soñaba con llegar a las estrellas, y no sólo las de la pantalla– vuela en pedacitos y mientras, rápidamente, él se desploma sobre Jackie, bañándola en sangre y masa encefálica.
Esos segundos en que ella, tan joven (34 años entonces) grita horrorizada –uno sólo puede imaginar su alarido, primitivo y alarmante– antes de tratar desesperadamente de salir del auto, extendiéndose sobre la cajuela, imagen que dio la vuelta al orbe, es una histórica y también un ejemplo de lo que es la paradoja de la gracia bajo presión: durante esos segundos de pánico su característico sombrerito pillbox –accesorio por excelencia en aquella época, inmortalizado por ella– en ningún momento se separó de su bien peinada cabeza.
Mrs. Kennedy mantuvo su estilo particular intacto, pese a la sangre sobre su ropa. Visto desde hoy, se trató de un movimiento simbólico muy importante dado por la mujer, que quizá pudo ver incluso más allá que Lyndon B. Johnson, a quien parecía a punto de traicionarlo la impaciencia mientras hacía su toma de protesta en el Air Force One, con Lady Bird a su lado, mientras la viuda veía todo con una dignidad casi de concreto.
No importa lo que se diga acusándola de superficial: nadie podrá tachar jamás a Jackie de haber sido estúpida.
La flama eterna sigue ardiendo en el cementerio de Arlington, donde John fue llevado a su última morada en uno de los más impresionantes despliegues de poder jamás vistos en forma de un funeral. Sólo las exequias de la Reina Victoria –el 2 de febrero de 1901– y las de Lady Diana Spencer (en septiembre de 1997) se hallan a la altura en los anales de la historia occidental.
Jackie cambió entonces su atuendo (el traje rosa no se lo quitó sino hasta llegar al 6500 de la Avenida Pennsylvania) por un traje negro, con un velo sobre su cabeza y tomando de la mano a sus pequeños –Caroline, entonces de seis años y John-John, de trágico futuro, pero en esa mañana, de tres recién cumplidos– permitió que la fotografiaran.
Su figura de sereno desconsuelo y decoro a toda prueba se reflejó (y uno no puede evitar pensar que ella lo sabía) como la proverbial bofetada con guante blanco sobre los sucesores de su familia.
Había terminado una época de oro en el país y se avecinaban los años más recrudecidos de la Guerra Fría.
La viuda –ahora sí– salió con majestad al frente del cortejo, escoltada por Bobby Kennedy, quien, al fungir como procurador de Justicia de la nación, era el orgullo del nepotismo de su difunto hermano mayor y que en pocos años lo seguiría primero en la ruta hacia las primarias por el Partido Demócrata y después al más allá.
La señora no llegaría a ocupar su discreto lugar bajo la flama eterna y junto a su primer marido (al que de veras amó, dicen) sino hasta finales de mayo de 1994, cuando el linfoma que en secreto había combatido por meses, por fin terminó de consumirla, aunque éste no pudo acabar con su legado del mismo modo en que con sus células.
Su segundo matrimonio con Aristóteles Onassis en 1968 tuvo todos los elementos de una tragedia griega moderna (incluyendo a una neurasténica hijastra que la abominaba; la inefable Christina) y terminó en 1975 a la muerte de él, convirtiéndola no sólo en una viuda célebre, sino también muy rica.
No obstante, es muy posible que durante esos años de languidecer ociosa en la Isla de Skorpios o después, cuando fue editora de libros y socialite, metamorfoseándose, como Greta Garbo, en una de las quimeras vivientes de Nueva York por años, volviera una y otra vez a ese breve instante en que sonaron dos tiros en el aire y su Jack se quebró ante ella.
Silenciosa acerca del instante para la posteridad, Jackie, bañada en sangre, pasó a la historia desde esta curva en una avenida poco transitada de Dallas, en un lugar que posiblemente muchos no recuerdan, pero que contribuyó a crear un mito que comenzó hace poco más de cuatro décadas y es parte de la mitología contemporánea de un país, que no conseguirá olvidarla, ni al asesinato que cambió la cara del mundo en que hoy vivimos.
Comentarios
Besos
Bella semblanza a pesar de ser un hecho sangriento.
Saludos
Arrivederci