La Casa en la playa
Fue gracias al colega Iván Ríos Gascón que descubrí a Juan García Ponce, justo cuando éste ya había muerto (como Bolaño, otro que se me escapó y curiosamente, en el mismo año: 2003). Su entusiasmo ante éste escritor del que realmente sólo había recibido alguna referencia casual me hizo asomarme a su canon y así leí sus novelas breves y cuentos, pero no me había asomado a su obra de más largo aliento, hasta que el otro día, paseando con Eve Gil por una librería de segunda mano, me encontré con una primera edición de La Casa en la playa (Joaquín Mortiz, 1966), y la compré.
Eve es una entusiasta de la obra del desaparecido Premio Nacional y lo recomendó ampliamente [he aquí su excelente reseña que hace de su novella titulada El Libro], por lo que supuse que sería interesante entrar en su prosa más extensa, sobre todo tomando en cuenta la coincidencia temática aparente en su título y mi propio trabajo. Literatura insular, pensé, y no estaba tan equivocado.
La acción se desarrolla en el sureste, la tierra natal de García Ponce (Mérida, 1932). Situada en la época contemporánea, resulta sumamente visual desde el principio; nos pinta a los personajes de carne y hueso con unas cuantas pinceladas: la narradora y protagonista es Elena, una joven abogada que ha viajado para veranear en la península, al lado de su amiga más íntima del bachillerato, Marta, casada con el hijo de una prominente familia yucateca.
El relato comienza in media res, por lo que García Ponce -- utilizando de manera magistral la voz femenina de Elena, que se siente perfectamente genuina todo el tiempo y jamás como una máscara del autor- parte de ahí, una escena aparentemente inocua para buscar su principio y además, sus consecuencias.
Unidas por una amistad estrecha y en ciertos matices ambigua, Marta y Elena son figuras paralelas que se reconocen, aún si en la casa de veraneo no son ya las que eran en la ciudad de México. Hay muchas tensiones cuidadosamente maquilladas: espectros de problemas económicos a futuro, insatisfacción, el alcoholismo aparente a todas luces de Eduardo, el marido de Marta, el tedio, el miedo a envejecer en una rutina armada y en espiral. La presencia de Elena provoca una ruptura de los ritos habituales, mismos que refleja en una nueva luz: es ante ella que el grupo de parejas que se asolea día con día, se descubre cautivo de una monotonía que a manera de monstruo los engulle.
Lo interesante aquí es que para Elena toda esta serie de convenciones matrimoniales y tediosas uniones le resultan exóticas, contrapuestas a su vida desinhibida en la ciudad. Así, funciona como una especie de espejo distorsionado para Marta y otras mujeres en la aislada comunidad de ricos y ociosos, donde actúa también como foco de una cierta sensación de ansiedad para los hombres, particularmente Eduardo y su amigo-casi-hermano, Rafael. Ellos dos son (en un juego de símiles que le gusta al autor y que aparece en algunas otras porciones de su obra) los döppelgangers [aquí se nota que García Ponce era irredento devoto de Musil y se verá más ampliamente en otros libros suyos, como señalan sus estudiosos] de las mujeres: dobles secretos, contrapartes, dualidad sexual.
Elena y él gradualmente se atraen y dan inicio a una relación que oscila entre la candidez y la ternura -- finalmente, es México, la clase media burguesa y son mediados de los sesenta- y el ardoroso deseo. No obstante, este encuentro (y el eventual coito) sólo servirá como heraldo de algo impostergable; hacia el final de las vacaciones de Elena -- y del libro- diversos acontecimientos y revelaciones se harán manifiestos, con sus consecuencias inevitables: Eduardo y Marta se verán obligados (aunque desapasionadamente) a abandonar su hermosa casa en la playa. El verano nunca volverá.
García Ponce (que conocía a la perfección el mundo que aquí retrató) crea una atmósfera casi Chekhoviana en algunos aspectos: como en El Jardín de los cerezos, los acontecimientos que marcan la pauta final, son ignorados lo más posible mientras los veraneantes se broncean, beben hasta emborracharse y las mujeres, madonnas-con-niños, se convierten en exquisitas figuras que anticipan, no sin horror, el paso del tiempo. La aparente libertad en esta comunidad abierta, es engañosa bajo la sutil amenaza de un abismo que podrá tragarlos a todos.
En Elena, García Ponce presenta lo que será el plano, la simiente, de sus eventuales heroínas, obsesiones, oscuros objetos del deseo. Conforme avanza la novela en dos direcciones (hacia el pasado y los días del futuro por venir, cada vez más inminentes), su voz se va despojando de los corsés que podrían ceñirla y revela su intimidad, su curiosidad, su pasión y también su repentina lejanía. Marta parece resignada a ser un ama de casa, esposa, madre y señora de sociedad. Acepta su rol con gracia, pero también en ella hay algo no perceptible a simple vista, que sólo su amiga puede ver.
Eve es una entusiasta de la obra del desaparecido Premio Nacional y lo recomendó ampliamente [he aquí su excelente reseña que hace de su novella titulada El Libro], por lo que supuse que sería interesante entrar en su prosa más extensa, sobre todo tomando en cuenta la coincidencia temática aparente en su título y mi propio trabajo. Literatura insular, pensé, y no estaba tan equivocado.
La acción se desarrolla en el sureste, la tierra natal de García Ponce (Mérida, 1932). Situada en la época contemporánea, resulta sumamente visual desde el principio; nos pinta a los personajes de carne y hueso con unas cuantas pinceladas: la narradora y protagonista es Elena, una joven abogada que ha viajado para veranear en la península, al lado de su amiga más íntima del bachillerato, Marta, casada con el hijo de una prominente familia yucateca.
El relato comienza in media res, por lo que García Ponce -- utilizando de manera magistral la voz femenina de Elena, que se siente perfectamente genuina todo el tiempo y jamás como una máscara del autor- parte de ahí, una escena aparentemente inocua para buscar su principio y además, sus consecuencias.
Unidas por una amistad estrecha y en ciertos matices ambigua, Marta y Elena son figuras paralelas que se reconocen, aún si en la casa de veraneo no son ya las que eran en la ciudad de México. Hay muchas tensiones cuidadosamente maquilladas: espectros de problemas económicos a futuro, insatisfacción, el alcoholismo aparente a todas luces de Eduardo, el marido de Marta, el tedio, el miedo a envejecer en una rutina armada y en espiral. La presencia de Elena provoca una ruptura de los ritos habituales, mismos que refleja en una nueva luz: es ante ella que el grupo de parejas que se asolea día con día, se descubre cautivo de una monotonía que a manera de monstruo los engulle.
Lo interesante aquí es que para Elena toda esta serie de convenciones matrimoniales y tediosas uniones le resultan exóticas, contrapuestas a su vida desinhibida en la ciudad. Así, funciona como una especie de espejo distorsionado para Marta y otras mujeres en la aislada comunidad de ricos y ociosos, donde actúa también como foco de una cierta sensación de ansiedad para los hombres, particularmente Eduardo y su amigo-casi-hermano, Rafael. Ellos dos son (en un juego de símiles que le gusta al autor y que aparece en algunas otras porciones de su obra) los döppelgangers [aquí se nota que García Ponce era irredento devoto de Musil y se verá más ampliamente en otros libros suyos, como señalan sus estudiosos] de las mujeres: dobles secretos, contrapartes, dualidad sexual.
Elena y él gradualmente se atraen y dan inicio a una relación que oscila entre la candidez y la ternura -- finalmente, es México, la clase media burguesa y son mediados de los sesenta- y el ardoroso deseo. No obstante, este encuentro (y el eventual coito) sólo servirá como heraldo de algo impostergable; hacia el final de las vacaciones de Elena -- y del libro- diversos acontecimientos y revelaciones se harán manifiestos, con sus consecuencias inevitables: Eduardo y Marta se verán obligados (aunque desapasionadamente) a abandonar su hermosa casa en la playa. El verano nunca volverá.
García Ponce (que conocía a la perfección el mundo que aquí retrató) crea una atmósfera casi Chekhoviana en algunos aspectos: como en El Jardín de los cerezos, los acontecimientos que marcan la pauta final, son ignorados lo más posible mientras los veraneantes se broncean, beben hasta emborracharse y las mujeres, madonnas-con-niños, se convierten en exquisitas figuras que anticipan, no sin horror, el paso del tiempo. La aparente libertad en esta comunidad abierta, es engañosa bajo la sutil amenaza de un abismo que podrá tragarlos a todos.
En Elena, García Ponce presenta lo que será el plano, la simiente, de sus eventuales heroínas, obsesiones, oscuros objetos del deseo. Conforme avanza la novela en dos direcciones (hacia el pasado y los días del futuro por venir, cada vez más inminentes), su voz se va despojando de los corsés que podrían ceñirla y revela su intimidad, su curiosidad, su pasión y también su repentina lejanía. Marta parece resignada a ser un ama de casa, esposa, madre y señora de sociedad. Acepta su rol con gracia, pero también en ella hay algo no perceptible a simple vista, que sólo su amiga puede ver.
La novela abre con la frase: Estábamos sentadas frente al mar. Y como tal se extiende el nexo entre ambas, ambiguo e intangible, pero a la vez inescapable y vital. Es tan críptico como revelador este principio: la novela es engañosamente simple (habrá quien la considere aburrida, yo no me contaría entre ellos) y su serenidad es casi hipnótica: esta es la vida y así es como la vivimos. Pero hay muchos más niveles en la vida de los personajes de esta novela, por insignificantes que parezcan: deseos, argucias, terrores íntimos.
Como un primer asomo en las direcciones que posteriormente exploraría, La Casa en la playa es un buen lugar para abrir la puerta al mundo creado por García Ponce, totalmente insular, con los elementos del eterno femenino, su mística y erotismo, aunados a un misterio sutil, la violencia y la desolación. Un mundo visto por primera vez, que sirve para identificar el vínculo entre la obra de García Ponce y la de George Bataille en cuanto al quiebre de las convenciones sociales desde el espacio erótico y de la angustia apenas contenida bajo los atuendos cuidadosamente seleccionados por sus personajes (y por nosotros, los lectores), para fingir que no deseamos.
Voy a seguir leyendo a García Ponce. Si esta es la casa en la playa, no puedo esperar a conocer todas las otras casas que construyó mediante palabras y personajes.
Comentarios
Lo que dices no me obliga a verla de nuez, pero sí a apreciar cosas que se me fueron o no valoré, pero es que uno tampoco tiene tantas horas de pantalla grande como vos.
-Jacobo
Bienvenido.
Lo que señalas es exactamente el punto que me hace maravillarme. Donde sería muy fácil incurrir en una discusión sin sentido, los dos descubrimos un punto medio para apreciar la misma obra de arte y lo que nos dice a cada uno.
Un abrazote y gracias por venir.
¡Que no sea la última!
M
Me encanta la idea de este espacio...me gusta sobre todo leerte, sobre lo que sea, siempre tienes un punto de vista interesante y para muestra el botón de tu 'disección' (dijera el entrañable Paco Peña) sobre Reencarnación de Glazer. No solo coincido contigo, sino hasta difiero con Jake jeje. Tal como apuntas, como que todo se conjunta para crear una peli que de entrada no es pretenciosa y sobre todo consigue algo que seguramente cualquier director quisiera: quedarse grabada en la mente del espectador. La Kidman está esplendorosa y la peli tiene ese pequeño gran plus que hasta el más inocente de los cinéfilos puede valorar: el close up al rostro de Nicole proyectando tanto en la secuencia que mencionas que uno no puede menos que emocionarse hasta la médula viéndola...wow!
Y por aquí andaré leyéndote, así que no olvides escribir.
Abrazo enorme =)
¡Qué placer tan grande, coincidir!
Espero que sigas viniendo y que te siga gustando cuanto ecuentres por acá.
Mil abrazos y no pierdas el ánimo.
M
El admirador (tuyo) soy yo.
Espero que nos sigamos encontrando por acá...
Con todo mi cariño,
M