jueves, 31 de agosto de 2006

Sutilezas de Tennessee Williams


Soy rendido admirador de Tennessee Williams.
Me parece que es uno de los más grandes dramaturgos del siglo XX y que su obra [que incluye textos inmortales como Un Tranvía llamado deseo, De repente en el verano (mi favorita), La Rosa tatuada, Dulce pájaro de juventud y La Gata en el tejado caliente, entre otras que hoy son clásicos] es de una vital importancia para capturar aspectos humanos y morales de la sociedad de su momento histórico, lográndolo de un modo que muy pocos autores teatrales pudieron, reproduciendo en sus escenas tanto la pasión como el patetismo.

Admiro sus diálogos brillantes y su manera de observar al mundo.
Sus personajes (Blanche, Stella, Maggie, Val Xavier, El Doctor Cucrowicz, Violetta Venable, Cathy, Laura Wingfield y su madre...) son todos fascinantes y humanos: derrumban la pared entre ellos y los espectadores y -- por un escalofriante y estremecedor y gozoso instante- ellos son nosotros.

Otro detalle que descubrí de él, a base de leerlo más minuciosamente, es que cada una de sus obras retrata sus propias e íntimas entretelas con sutileza y agudo humor... y algunas veces hace revelaciones que están ahí a simple vista pero que (por la época) tuvieron que maquillarse para esquivar al censor que habría sufrido una embolia si Williams hubiese hablado con más franqueza de la que le permitían.

Hay muchos ejemplos de esto, pero uno de mis favoritos está en labios de la inolvidable Amanda Wingfield en el segundo acto de El Zoológico de cristal:

"Why must you be so sad? When I was a young girl I was gay all the time!"

Naturalmente, Tennesssee.
Uno comprende.

El llanto de la tortuga


Cuando era niño, durante unas vacaciones de verano, mi abuelo Miguel me contó que las tortugas lloran al desovar, porque les duele, casi tanto como a una madre al dar a luz.
Luego agregó que una posible razón para el llanto, sea lo desconsiderado que es el hombre con el mar y sus habitantes y concluyó diciendo que matar crías de tortuga o comerse sus huevos era algo monstruoso.
Así consiguió que le prometiera que nunca haría tal cosa.

La verdad es que siempre me gustó mucho esa idea que acercaba a la tortuga (lo más parecido a un dinosaurio que yo hubiera visto) a nosotros, los humanos.
Tan me gustaba -- y gusta-, que incluso la incorporé a la trama de algo que escribo como un símil con personajes humanos.

Pero ahora resulta que este fin de semana, mi amiga Bettina (que dirige con brío el IFAW para América Latina) me reveló que por años estuve en un error.

¡Las tortugas no lloran!

Lo que hacen es retener y procesar la salinidad del mar en glándulas junto a sus ojos y expulsarlas en forma líquida, pero no son lágrimas. Es tan sólo un proceso biológico.

Pues vaya.
Me gustaba mucho más la noción de que la tortuga siente y se conduele del destino de sus crías y que le arde todo conforme expulsa tanto huevo de su cuerpo.

Así que cortesmente le doy las gracias a la madre naturaleza, pero en este caso, yo prefiero mi versión de los hechos.

miércoles, 30 de agosto de 2006

¡Ay, Mamacita!


Mi amigo Bobby Núñez, que vive en Los Ángeles y que es -- como dirían las abuelitas- un magnífico chico, dice que si es verdad que (como dicen alguna gentuza fanática) a Dios no le gustan los gays... ¿entonces cómo explicas la existencia de Mamita Querida?

Y es que, aceptémoslo: a veinticinco años de su estreno, esta obra maestra del humor involuntario, que convirtió a Faye Dunaway (muy a su pesar, hoy todavía hace berrinche cuando le mencionan la película, me consta) en sublime objeto de culto y burleta, sigue siendo una verdadera maravilla a la hora de reírse con los placeres culpables.


¿Quién que la haya visto no recuerda, no sin un cierto horror, la famosa escena de los ganchos de alambre? Faye Dunaway es Joan Crawford, con maquillaje Kabuki hecho a base de cold-cream, a grito pelado exclama: NO WIRE HANGERS EVER!!!! y luego le pone a la inane Christina (la actricita Mara Hobel, que se estremece como ante una razzia inminente que la dejará pelona y moreteada) la felpa de su vida con el gancho y un bote de Bon Ami.
Pero al mismo tiempo, es imposible no empezar a reírse... son carcajadas nerviosas, sí, pero carcajadas al fin y al cabo, mientras la Dunaway extrapola con singular abandono y pone los pelos de punta a cualquiera.


Nada más vean esto: "Uno, dos, tres: ¡Ka-BUUU-Ki!"
¿No es como para provocarle un trauma irreversible al más pintado? (Lo cierto es que a Miss Dunaway como que sí le afectó la tatema andar aplicando el método para hacer de La Crawford... nomás nunca se recuperó).
Ahora bien, la verdad sea dicha, yo no le veo absolutamente nada de malo a que Mamita Querida se haya convertido en cinta de culto. A título personalísimo, yo la disfruto bastante... es como una inmensa bolsa de papitas fritas (¡mmm! ¡qué ricas!) y tiene tanto material para recordar: los sets, la ropa, las actuaciones acartonadas de todo mundo comparado con el huracán Dunaway...


Por ejemplo, aquí está la famosa escena de la nalgada, cuando la tal Tina le falta al respeto a su santa madre y ésta le para el alto en seco de un sólo golpe. ¡Tómala!
Yo no sé por qué tanta alharaca, Christina darling. ¡Agarra la onda! ¡Eran los años cuarenta! ¡Así se educaba a los niños!
Y más a los escuincles retobados y majaderos que no sabían apreciar el sacrificio de sus madres que tenían que trabajar para mantenerlos, aún si tenían que dedicarse al triste y solitario oficio de ser rutilantes y neurasténicas estrellas de cine.

Por muchas razones, casi todas centradas en el casi surrealista guión (donde metió mucho la cuchara sacándose escenas de la manga su productor, el mercachifle Frank Yablans, cuyas nociones de buen gusto parecen aprendidas en un basurero y han hecho delirar de placer al mismísimo John Waters, que presta su sapiencia en material freak para el nuevo y espléndido DVD que conmemora las bodas de plata de este endriago hollywoodense con las masas que la abrazaron con fervor) y en la formidable enajenación de su protagonista -- yo soy de los que defienden a Frank Perry, su director. Después de todo, es el hombre que creó gemas injustamente olvidadas como Last Summer y El Nadador (con Burt Lancaster como un vetarro que se aferra a su elusiva -- e ilusoria- juventud, con resultados escalofriantes y conmovedores)- ésta es una mala película.

No importa lo bien hecha que esté (de hecho, lo está). Es una película mala, de mala entraña y cruel caricatura... y de tan mala ¡resulta una delicia!
No deja de sorprenderme el impacto que aún hoy tiene tanto la historia [presuntamente real, lo que hace presenciar estas escenas como algo parecido al voyeurismo en mi opinión] como en la cultura popular: ¿cuántas chavas no conocen ustedes que hayan usado, al menos una vez, con toda socarrona ironía el término "mamita querida"?

Por otra parte, a mí me dejó otro modesto legado.
Cada vez que pienso en el mal encarnado, la imagen que viene a mí puede ser
A) la de Maléfica en La Bella Durmiente
o
B) Faye Dunaway
No Faye como Joan, o en Chinatown o en Network (donde mete miedo, por lo inhumana).
Faye Dunaway como Faye Dunaway me mete un miedo pavoroso, hoy todavía.

Pero respecto a Mamita Querida... ah.
Esa es otra cosa, o bien, como dijera el buen Marqués (de Sade):
Pobre es el hombre cuyos placeres dependen del permiso de otro.

A las puertas del cielo (I)

Muere un torero y se presenta ante San Pedro.

"¿Causa de la muerte?"

"Este... una cogida."

"Delirantes concupiscentes, puerta 10"

"No, no, su señoría. Fue una cogida de toro."

San Pedro lo mira por un instante y dice

"Ah. Zoofilos kinki. Puerta 41, a la izquierda."

lunes, 28 de agosto de 2006

Retratos: Carolina



La primera vez que la vi, estábamos vestidos de gala en una fiesta, rodeados de un mundo gente [era un evento con 500 invitados, en el Sheraton], y no me acuerdo de qué hablamos pero algo curioso debe haber ocurrido entre nosotros, alguna chispa o corriente secreta, que acabamos yéndonos a comer unos días después de esa fiesta (hablo de Noviembre de 1997) y desde entonces no ha pasado una semana en que no nos veamos o, mínimo, nos llamemos o mandemos mensajes.

¿Esta es la intimidad? Yo supongo.
Con Carolina he sostenido toda clase de conversaciones; no nos tenemos secretos.
Lo mismo, nos hemos reído como locos a expensas de las metidas de pata ajenas, nos hemos burlado hasta agotarnos de la gente pesada como collar de papayas [frase anexada a mi lexicón por cortesía suya]; hemos bailado música disco y nos hemos asustado comentando las noticias por teléfono frente al televisor. Y es que una llamada con La Flaca puede durar horas y uno no lo advierte: esa es la gracia que tiene y lo que nos ha hecho volver siempre por más.

Hemos viajado juntos (una ida a Acapulco, en particular, que devino en mis piernas convertidas en carne viva por no broncearme ahí), hemos cenado juntos (casi siempre los viernes), hemos ido incontables veces al cine y nos hemos presentado amigos mutuamente.

Nos hemos vestido de fiesta y también nos hemos visto en fachas y con la cara lavada, o con el sueño todavía marcado.

También, en ocasión, hemos llorado juntos. No mucho, pero igual.

Ella misma dice que no tiene un tipo convencional, pero creo que lo más memorable que tiene son sus ojos vivaces. De hecho, creo que toda ella es vivaz y sensacional. Su risa es contagiosa y su voluntad no conoce límites -- se lo he dicho y no en una connotación negativa. Es la mujer más voluntariosa que he conocido... y también una de las más admirables.

A veces me da risa, pero cuando vamos por ahí, hay una estrofa de ese poema de Benedetti [que personalmente y aquí entre nos, nada más no soporto a Benedetti, aún si me gusta ésta], que se me viene a la mente:

si te quiero es porque sos
mi amor

mi cómplice
y todo
y en la calle
codo a codo
somos mucho más que dos.

Eso mismo es Carolina, mi cómplice y mi amiga.
Dice que cuando seamos viejos (aunque falta tanto, especialmente para ella, para que tal día llegue), bien podríamos casarnos para hacernos compañía.
Si seguimos riéndonos tanto como ahora, yo seré feliz de aceptar mi boda tardía.

Te tengo ley, Flaca. ¡Y tómalo como quieras!

Bajo el sol africano


"¡Ay sí," se burla mi amigo Ernesto Vargas al ver esta foto "miren cómo leo en Egipto, usando sombrero y hasta hago que me parezco a Truman Capote!"

Pero si a eso sumamos que el libro en cuestión es Muerte en el Nilo, de Agatha Christie y que la foto fue tomada en el templo de Karnak, la cosa es el epítome de lo kitsch...


...pero bueno. Es irresistible hacer esta clase de cosas.

Digo, ¿si no leía ese libro ahí, entonces dónde?

domingo, 27 de agosto de 2006

La Casa en la playa

Fue gracias al colega Iván Ríos Gascón que descubrí a Juan García Ponce, justo cuando éste ya había muerto (como Bolaño, otro que se me escapó y curiosamente, en el mismo año: 2003). Su entusiasmo ante éste escritor del que realmente sólo había recibido alguna referencia casual me hizo asomarme a su canon y así leí sus novelas breves y cuentos, pero no me había asomado a su obra de más largo aliento, hasta que el otro día, paseando con Eve Gil por una librería de segunda mano, me encontré con una primera edición de La Casa en la playa (Joaquín Mortiz, 1966), y la compré.

Eve es una entusiasta de la obra del desaparecido Premio Nacional y lo recomendó ampliamente [he aquí su excelente reseña que hace de su novella titulada
El Libro], por lo que supuse que sería interesante entrar en su prosa más extensa, sobre todo tomando en cuenta la coincidencia temática aparente en su título y mi propio trabajo. Literatura insular, pensé, y no estaba tan equivocado.

La acción se desarrolla en el sureste, la tierra natal de García Ponce (Mérida, 1932). Situada en la época contemporánea, resulta sumamente visual desde el principio; nos pinta a los personajes de carne y hueso con unas cuantas pinceladas: la narradora y protagonista es Elena, una joven abogada que ha viajado para veranear en la península, al lado de su amiga más íntima del bachillerato, Marta, casada con el hijo de una prominente familia yucateca.

El relato comienza in media res, por lo que García Ponce -- utilizando de manera magistral la voz femenina de Elena, que se siente perfectamente genuina todo el tiempo y jamás como una máscara del autor- parte de ahí, una escena aparentemente inocua para buscar su principio y además, sus consecuencias.

Unidas por una amistad estrecha y en ciertos matices ambigua, Marta y Elena son figuras paralelas que se reconocen, aún si en la casa de veraneo no son ya las que eran en la ciudad de México. Hay muchas tensiones cuidadosamente maquilladas: espectros de problemas económicos a futuro, insatisfacción, el alcoholismo aparente a todas luces de Eduardo, el marido de Marta, el tedio, el miedo a envejecer en una rutina armada y en espiral. La presencia de Elena provoca una ruptura de los ritos habituales, mismos que refleja en una nueva luz: es ante ella que el grupo de parejas que se asolea día con día, se descubre cautivo de una monotonía que a manera de monstruo los engulle.

Lo interesante aquí es que para Elena toda esta serie de convenciones matrimoniales y tediosas uniones le resultan exóticas, contrapuestas a su vida desinhibida en la ciudad. Así, funciona como una especie de espejo distorsionado para Marta y otras mujeres en la aislada comunidad de ricos y ociosos, donde actúa también como foco de una cierta sensación de ansiedad para los hombres, particularmente Eduardo y su amigo-casi-hermano, Rafael. Ellos dos son (en un juego de símiles que le gusta al autor y que aparece en algunas otras porciones de su obra) los döppelgangers [aquí se nota que García Ponce era irredento devoto de Musil y se verá más ampliamente en otros libros suyos, como señalan sus estudiosos] de las mujeres: dobles secretos, contrapartes, dualidad sexual.

Elena y él gradualmente se atraen y dan inicio a una relación que oscila entre la candidez y la ternura -- finalmente, es México, la clase media burguesa y son mediados de los sesenta- y el ardoroso deseo. No obstante, este encuentro (y el eventual coito) sólo servirá como heraldo de algo impostergable; hacia el final de las vacaciones de Elena -- y del libro- diversos acontecimientos y revelaciones se harán manifiestos, con sus consecuencias inevitables: Eduardo y Marta se verán obligados (aunque desapasionadamente) a abandonar su hermosa casa en la playa. El verano nunca volverá.

García Ponce (que conocía a la perfección el mundo que aquí retrató) crea una atmósfera casi Chekhoviana en algunos aspectos: como en El Jardín de los cerezos, los acontecimientos que marcan la pauta final, son ignorados lo más posible mientras los veraneantes se broncean, beben hasta emborracharse y las mujeres, madonnas-con-niños, se convierten en exquisitas figuras que anticipan, no sin horror, el paso del tiempo. La aparente libertad en esta comunidad abierta, es engañosa bajo la sutil amenaza de un abismo que podrá tragarlos a todos.

En Elena, García Ponce presenta lo que será el plano, la simiente, de sus eventuales heroínas, obsesiones, oscuros objetos del deseo. Conforme avanza la novela en dos direcciones (hacia el pasado y los días del futuro por venir, cada vez más inminentes), su voz se va despojando de los corsés que podrían ceñirla y revela su intimidad, su curiosidad, su pasión y también su repentina lejanía. Marta parece resignada a ser un ama de casa, esposa, madre y señora de sociedad. Acepta su rol con gracia, pero también en ella hay algo no perceptible a simple vista, que sólo su amiga puede ver.

La novela abre con la frase: Estábamos sentadas frente al mar. Y como tal se extiende el nexo entre ambas, ambiguo e intangible, pero a la vez inescapable y vital. Es tan críptico como revelador este principio: la novela es engañosamente simple (habrá quien la considere aburrida, yo no me contaría entre ellos) y su serenidad es casi hipnótica: esta es la vida y así es como la vivimos. Pero hay muchos más niveles en la vida de los personajes de esta novela, por insignificantes que parezcan: deseos, argucias, terrores íntimos.

Como un primer asomo en las direcciones que posteriormente exploraría, La Casa en la playa es un buen lugar para abrir la puerta al mundo creado por García Ponce, totalmente insular, con los elementos del eterno femenino, su mística y erotismo, aunados a un misterio sutil, la violencia y la desolación. Un mundo visto por primera vez, que sirve para identificar el vínculo entre la obra de García Ponce y la de George Bataille en cuanto al quiebre de las convenciones sociales desde el espacio erótico y de la angustia apenas contenida bajo los atuendos cuidadosamente seleccionados por sus personajes (y por nosotros, los lectores), para fingir que no deseamos.

Voy a seguir leyendo a García Ponce. Si esta es la casa en la playa, no puedo esperar a conocer todas las otras casas que construyó mediante palabras y personajes.

sábado, 26 de agosto de 2006

Reencarnación


Siempre he pensado que la unión de una actriz y un director para crear un filme, si cuenta con la química necesaria, puede resultar en un trabajo memorable: por ejemplo, ahí están auténticas joyitas como All about Eve (Joseph L. Mankiewicz/Bette Davis - 1950), ¿Quién le teme a Virginia Woolf? (Mike Nichols/Elizabeth Taylor – 1966), Jules et Jim (François Truffaut/Jeanne Moreau - 1962), Notorious (Alfred Hitchcock/Ingrid Bergman -1946), o más recientemente La Rosa Púrpura del Cairo (Woody Allen/Mia Farrow -1985) o la extraordinaria Bajo la arena (François Ozon/Charlotte Rampling – 2000), que demuestran una absoluta comunión entre ambos.

Uno de mis ejemplos favoritos de esta idea es Birth, el segundo filme de Jonathan Glazer, que se estrenó en español bajo el título de Reencarnación.



Protagonizada por una gloriosa Nicole Kidman a la cabeza un sólido elenco, la cinta toma un rumbo drásticamente distinto al previamente explorado por Glazer en su cinta debut, la sorprendente Bestia Salvaje (Sexy Beast), cinta que filmó en España y Londres, con presupuesto reducido y que no obstante logra una atmósfera alucinante y visualmente suntuosa, que gira en torno a un robo, y descubre anomalías existenciales bajo la piel de la realidad cotidiana.

En Reencarnación Glazer profundiza este órden de ideas y logra un film con la misma oscuridad intensa, pero se adentra con mayor precisión en la psicología y el desajuste en las emociones de sus personajes. Esto lo consigue mediante el uso magistral de elementos cinematográficos como son el guión, obra de Milo Addica (Monster's Ball) y Jean-Claude Carriére (que adaptó Belle de Jour para Buñuel), mismo que se rehúsa con toda la intención a ofrecer respuestas lógicas a algunas de las interrogantes que hábilmente plantea: esto en un espectador acostumbrado a los productos genéricos que habitualmente manufactura Hollywood, seguro causará desencanto y aburrición, pero a los que les gusta usar la imaginación y retar los formulismos convencionales, les resultará en una experiencia satisfactoria.


Igualmente, se apoya en el extraordinario trabajo como cinefotógrafo de Harris Savides (quien antes se ocupó de fotografiar Elefante para Gus Van Sant), concibiendo una mìse en scene donde el ojo de la cámara es de una elocuencia determinante, con encuadres en close-up, en que funge como una especie ojo cómplice del espectador.

La trama es similar a un cuento de hadas para adultos: siniestro, hermoso, devastador.Por diez años, Anna (Kidman) ha guardado luto a su esposo, Sean, que murió repentinamente en pleno Central Park, mientras hacía jogging una tarde de invierno.

Ahora, aparentemente recuperada se halla a punto de contraer nupcias con Joseph (Danny Huston). No obstante, su frágil felicidad se trastorna de modo irrevocable al aparecer un enigmático niño de diez años llamado Sean (Cameron Bright, excepcional en rango actoral considerando su edad) en el palaciego apartamento familiar en Central Park West donde habita con su madre, Eleanor (una radiante Lauren Bacall) y su hermana, Laura (Alison Elliott), quien se halla en las últimas etapas de su embarazo.

El niño le pide unos minutos en privado para manifestarle, sin más, que él es la reencarnación de su esposo, vuelto de la tumba, y no quiere que ella se case de nuevo. Para mayor sopresa y desconcierto de todos, el niño conoce los secretos más íntimos de la pareja, cosas que sólo el otro Sean podía saber. La familia de Anna, gente sofisticada, opulenta y liberal, reacciona con incredulidad y estupefacción, donde la joven viuda se halla confundida y, sí, incluso fascinada, ante la extraordinaria situación y lo que podría representar para ella: recuperar el amor perdido y nunca olvidado.



Glazer es un cineasta que corre riesgos, igual que su actriz principal.

Nicole Kidman tiene la admirable capacidad de alternar cine comercial con cinema experimental, y alterna cada uno con gracia y total elegancia: no desdeña a uno por el otro, pero a diferencia de otras estrellas, Kidman ella se lanza al vacío con personajes dificiles, turbios, extraños e inmersos en historias de fuerte contenido dramático que le exigen como actriz y sale airosa.

Pienso, muy personalmente, que la Kidman es de las pocas mujeres que logran el equilibrio entre ser estrella y una magnífica actriz madura, acaso el equivalente de la legendaria Ingrid Bergman para nuestra generación.

La muestra de esto se da en una escena clave compuesta por un primoroso plano secuencia; Anna y su prometido, tras confrontar al niño, acuden a la ópera a una función de Die Walkirie de Wagner. Ahí Glazer mantiene, durante dos minutos y treinta y nueve segundos la cámara fija en el rostro celestial de Nicole. En él, a manera de lienzo, se plasma una gama de emociones confusas en tropel, sin que articule palabra: miedo, desencanto, esperanza, dolor...

Ésta es definitivamente un símil de la prodigiosa escena de Liv Ullmann quebrándose imperceptiblemente en Persona (Bergman, 1966); un actuación sublime que desvela poco a poco la borrasca interna de una mujer en conflicto.

El resto del elenco, en particular una casi irreconocible Anne Heche, regia en un rol crucial y muy Lady Macbeth, contribuye a que la historia trascienda trampas de género que podrían coartarla. Esto no es un thriller cualquiera. De hecho, la película desafía toda clasificación: es una cinta extraordinaria, hecha con detalle, por lo que resulta sumamente hermosa.



Para contar su historia en imágenes, utilizando el talento histriónico de la Kidman, que se despoja de todo artificio (incluyendo su luminosa cabellera) para dar vida a Anna, podría decirse que Glazer monta una especie de ópera que se mueve con elegancia glacial, pero mantiene la atención del espectador con sutil guante de hierro.

La mirada de Glazer a un bellísimo Manhattan escarchado por el invierno, ligeramente tenebroso, es claramente una ofrenda a El Bebé de Rosemary (Polanski, 1968). La atmósfera del gótico moderno es palpable y espléndida, igual que la cautivante música original (por Alexandre Desplat, que también hizo la banda sonora de La joven del arete de perla); ambas conspiran para engendrar inquietud y compasión por partes iguales.

La simbiosis Kidman/Glazer es determinante para que la película funcione artísticamente, al grado de involucrar con intensidad al espectador. Con estos antecedentes, se puede entrar al film con la confianza de que se ve en pantalla algo fuera de lo común... por su calidad. Este sólo hecho hará que los snobs filmófagos de cinebasura la desprecien o, peor aun, la malinterpreten y tachen de “pretenciosa”.

Acaso hay que tener presente el hecho de que este film se basa en la premisa de que el público puede creer o no en la reencarnación, pero el tema no le es indiferente. La conservación de "algo" que sobrevive al hecho inevitable de la muerte está adherido en la mente de todo ser humano como especulación, fé o rechazo.


Así entonces, el inesperado clímax es tan insondable como su inicio: la última toma es icónica, un despliegue magistral de la maestría de director y actores, el asomo a las primorosas ruinas de una mujer ante un mar embravecido.

La película ostenta un gran número de virtudes y también algunos defectos, no todos perceptibles a simple vista; aún así, su mayor don es que ofrece al espectador la oportunidad de tener la última palabra ante la belleza de una cinta desconcertante pero espléndida, y sin que importe la decisión, la imagen de Nicole Kidman, bañada en lágrimas, permanece como parte indeleble y aún ejerce su extraña fascinación, por días después de haberla visto.

viernes, 25 de agosto de 2006

Sigue al Conejo Blanco


Un blog una vez soñé...

pero me faltó disciplina.

Ahora me propongo reincidir (o bien, no aprendo) pero lo mismo, aquí me precipito para que tome forma, con la promesa de serle fiel, de alimentarlo y cultivarlo, aún con los resultados inciertos de la página en blanco y tantas cosas que pueden captarse, reconstruirse, incluso hasta novelarse.

Tal vez me pueda dar a entender mejor utilizando el símil de Alicia/Dorotea, al borde de la Conejera/El sendero de baldosas amarillas.

Todo puede ocurrir, sólo sigue al Conejo Blanco.