miércoles, 30 de mayo de 2007

El punto sobre la "i"


Mientras camino por la calle Ramón y Cajal, la veo.
Si hubiera mirado hacia otro punto, seguramente se me habría escapado, pero ahí está. Tendrá unos cuarenta años o más (o quizá menos, es difícil adivinar), gruesa de cuerpo, el rostro muy moreno aún en la timidez del sol. Sus rasgos la delatan: ella no es de aquí. Vendrá tal vez de Perú, o de Ecuador – me entero de que hay mucha gente ecuatoriana en la zona-. Viste pobremente. Lleva del brazo a una anciana que, evidentemente, es una de esas hijas de Gijón que ha extendido sus años como un manto sobre la ciudad. La mujer más joven camina con los ojos fijos en el suelo; supongo – quiero suponer que es para cuidarse de grietas en las lozas, de alguna mierda de perro o de algún charco, para que no resbale su acompañante. Eso es lo que quiero creer. Su gesto es adusto. No puedo encontrar su mirada. La pierdo en el cruce con la calle Feijoo. Parece tener los hombros muy cargados. La pierdo de vista mientras camino más rápido, y luego, la olvido.

Mientras salgo del super que tengo a las puertas del edificio donde vivo, la veo.
Llevo una bolsa llena de comida práctica para soltero: cereal, leche, latas de atún y de ensalada, queso, carnes frías, un filete de salmón (uno. La dependienta me miró con extrañeza y luego me lo vendió). Ella lleva un letrero que dice que no tiene trabajo y sí tiene familia. Pero aunque el letrero es en castellano, probablemente ella no lo habla. Tiene un rostro cansado y también extrañamente exento de edad. No sé hace cuanto tiempo habrá dejado su bosque en Otranto o Transilvana o ya de perdida, las afueras de Bucarest. Tampoco sé si va a comer como lo haré yo cuando suba a mi pièd-a-ciel. No lo pienso mientras subo, si lo pienso, no podría ver cómo el salmón se saltea en la sartén.

Mientras camino por el muro en la tarde, lo veo.
Salió algo de sol, el verano ya casi-casi está aquí. Mucha gente se deja ver por el paseo de concreto a la orilla de la playa. Él también. Tiene profundos ojos magrebíes y al menos un diente de oro. No sé qué edad tendrá, pero es mayor que yo. Tiene canas en las sienes rizadas y lleva de la mano a una pequeña, tan morena como él. Los miro mientras camino, los pulmones llenándoseme de sal y de mar. De hecho, me paso de mi salida para seguirlos un poquito más. Él mira a la niña, como si no hubiera nadie más en el paseo, en la playa, en la ciudad, en el mundo. Y la pequeña le corresponde igual, con esa enorme sonrisa que es el sino de una complicidad de la que nadie, ni yo, será parte nunca. Los veo cruzar hacia el Parque Isabel la Católica. La niña mira al padre mientras cruzan, su cabecita cubierta por una pañoleta amarilla. Sólo a él.

Mientras tomo algo en un bar de San Bernardo, lo veo.
Primero lo veo reflejado en el espejo detrás de la barra, luego se acerca. Su piel es perfectamente negra. No café. Negra. Así era en Senegal y así es aquí. Trae consigo lo último de lo último: Spiderman 3 y el Papito de Bosé. Lo que no pudiste o no quisiste comprar boleto para ver, te lo deja en un poco para que lo veas en casa. No pierde la sonrisa mientras se mueve entre las mesas y nadie le responde el gesto, sólo agitan la mano y dicen no gracias sin mirar. Lo veo pasarse al bar de enfrente, mientras yo prendo mi pipa y bebo mi gaseosa y finjo que no lo veo. Su sonrisa tan llana me llena de pudor.

Pero los veo.
Están en todas partes. Caminan por todos lados. Unos están tristes, otros sonríen. Unos están extenuados, otros aunque tengan poco, realmente tienen todo. Van, vienen. Algunos hacen contacto visual conmigo. Algunos me ven.

Y yo subo a este piso trece, destiendo mi camita, me quito mi camiseta y mis vaqueros. Cuelgo mi chaqueta azul y mis zapatos. Y me siento en la cama y miro la luna que me mira entre las nubes, que se ve tan solitaria asomándose así y pienso en que aún pese a mi conspicuo disfraz y el encanto completamente vacuo que me ha hecho flotar por años sin que nadie se percate de que en realidad todo es truco de prestidigitación y si se fijan, sabrán que no hay nada de magia debajo, yo sí tengo una cama calientita, una casa que llamo mía, una habitación con vistas, pan qué llevarme a la boca y algo con qué protegerme si sopla frío, en esta atalaya.

Pienso y pienso mientras amanece en otros países o mientras la noche se extiende en el mundo. En realidad ¿quién soy yo? Mi piel bien podría ser de otro color o mi lenguaje o mis creencias podrían ser otros.

Yo soy tan inmigrante, tan ilegal, (tan invisible) como ellos.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

En el tercer nivel de consciencia sufi el alma se ha liberado de sus ataduras (naps) al grado de que la preocupación por los demás no está en los terrenos del ego. Encuentro los destellos de esa iluminación (poco común por cierto, la mayoría de los seres humanos se instalan en los dos primeros niveles viciosamente) en tus palabras, Miguel, sencillas aunque lacerantes. Tienes mucho qué hacer.
Un beso

Dushka dijo...

Podras ser ilegal, pero nunca seras invisible.

Anónimo dijo...

Bellísimo. B7s

Anónimo dijo...

Perdona, Miguel, que no te lea más que por encima,pero tengo prisillas y sólo entraba para agradecerte la llamada del otro día. No imaginas lo bien que se recibió. Todo un regalo saber que habrá alguien con quien compartir este verano. Besitos, nos vemos pronto. mua!cuidate!