sábado, 31 de marzo de 2007

Cuenta regresiva


Hoy desperté tarde (y muy desvelado, luego les cuento por qué) y me di cuenta de algo que de pronto se me hizo tan real como todo lo que me rodea en la cama, en la habitación, como cada letra que aparece al paso del cursor parpadeante.

En menos de un mes, ya no estaré aquí.

Estaré en otra habitación, otra computadora, en otra ciudad, en otro país, en otro continente.

En otra vida.

Así me lo dijo hoy Mónica, de pronto, sonriente. "En un mes comienza tu nueva vida".

Y sentí muchas cosas, muchas que no había sentido -- no realmente- hasta ahora.

Miedo y sorpresa.

Una vaga, muy vaga e indolente, sensación de angustia.

Y también, la ilusión. La alegría.

Va a ser el comienzo de algo y también, en consecuencia, el posible final de muchas cosas. Va a haber lugares a los que, ahora sí, no voy a volver. Rostros que no volveré a ver. Cosas que ta vez iré olvidando. Seré el mismo (básicamente siento que lo soy, que sigo en el cuadro número 1 de este juego) y al mismo tiempo, me iré convirtiendo en alguien más que también va a ser yo. Sé que esto en una parte contradice lo que escribí el otro día, "somos lo que somos", y es cierto: en parte lo contradice, pero ¿qué somos si no una contradicción viva? -- esto es la evolución de circunstancias. Y aunque soy una persona que suele planear -- tan así que resulta en que muchas veces sea percibido como poco espontáneo- las cosas que quiere hacer o que va a hacer, o que pretende o sueña, también es verdad que mi vida la he vivido en cierto modo, como una sucesión de ocasiones que se han presentado y que he abordado en su momento: si hace tres años (¡apenas tres, aunque se sienten como tantos más!), no le hubiera yo dicho a Mari "sí, quiero", no habría descubierto la ciudad que me hizo sentir "sí, de aquí soy". No habría suscitado la decisión.

Del mismo modo en que antes se han abierto otras puertas y las he cruzado. No lo planée... al menos no eso. Lo demás, los planes, los proyectos, los deseos, todo viene en consecuencia.

Ahora, ya crucé el umbral. Quizá sea cierto que lo crucé desde Noviembre, cuando dije por primera vez allá, "quiero vivir aquí. Un tiempo. Lo que sea. Empezar en algún lado." Naturalmente, las reacciones de recepción (todas ellas) fueron en buena parte, la llave que dio vuelta al picaporte. Pensándolo más detenidamente, sí. Crucé la puerta ahí.

Estoy en cuenta regresiva. Hay cosas que ya no voy a hacer más aquí. Hay otras, que he arrojado como botellas al mar, esperando que tal vez puedan ocurrir antes de que suba a ese avión en acto de trasatlanticismo.

¿Qué me espera en Finisterre?

Fue la pregunta que hice el otro día, y la carta número 10 (La rueda de la fortuna) me dijo: "la armonía".

Recordarlo, subsana el miedo.

Ahora es cosa de contar (y no contar también) los días.

Carpe diem.

viernes, 30 de marzo de 2007

Los hilos del sol


La ciencia-ficción, me temo, no es exactamente mi fuerte. No soy hijo de la space opera, aunque Dios sabe que debo tenerle algún tipo de cariño, ya que finalmente, formé infinitesimal parte de una.

Pero ese no es el punto, sino pensar realmente, en que hacía mucho, pero mucho tiempo, que no veía una película de ciencia-ficción, que realmente lo fuera. No sci-fi, no cyber punk, vamos, ni siquiera space opera, como ya mencionaba arriba (léase: Star Wars y anexas). Pero hoy, quedé muy sorprendido.

Recién llegué de ver la nueva de Danny Boyle (que hace diez años de veras me atrapó con Trainspotting) y estoy, literalmente, fascinado por ella.

Aquí les presento el trailer internacional, aunque no le llega a la altura de lo que es:



En el 2050, el sol se está extinguiendo. Pronto vendrá la noche interminable que han profetizado desde William Blake (metafóricamente) hasta Asimov y Carl Sagan. Un grupo multinacional de astronautas (¡qué refrescante que sean seres humanos y que sólo haya un par de estadounidenses! -- no es nada contra ellos, pero ya hacía falta cambiar el cliché) viaja a la órbita solar en el Icarus II, para detonar una bomba que provocaría un nuevo "big bang" dentro del sol. La misión, naturalmente, es más laberíntica de lo que parece.

Sería un crimen contar algo más. Lo que puedo decir aquí, es que Boyle -- en mancuerna con Alex Garland- aborda el género con respeto -- qué digo respeto, ¡con verdadero amor!- como lo hizo antes con géneros tan disímbolos como la comedia absurdista y negra, (Trainspotting), el thriller de suspenso ((Tumba al ras de la tierra), la comedia romántica (A life less ordinary), la cinta de aventuras (La Playa, cuya única falla real, a mi modo de ver, es haberla convertido en un star vehicle para el hombre con la máscara de nena, er, Leonardo DiCrapio, despojándola de su esencia original), el cine de niños (la gran Millonarios) y el cinema de horror y angustia (como hizo de manera magistral en 28 Days Later).

Su trabajo con el reparto es notable (especialmente brillan Cillian Murphy, el japonés Hiroyuki Sanada, la actriz malaya Michelle Yeoh -- un rol distinto a lo usual- y en una breve participación, Troy Garity a quien lo bueno para esto le viene de cuna -- es nieto de Henry Fonda y único hijo de ese portento llamado Jane-)y su concepto visual es, como siempre, formidable y muy sui géneris.

Como muestra, aquí un clip de la cinta, que muestra a la tripulación contemplando por primera vez su lugar de destino.


Sunshine
me impactó y como dije antes, eso no ocurre con frecuencia con éste género. Me gustó que reconoce sus raíces, rinde homenajes donde debe y no le obstruyen el desarrollo; tiene un ritmo deslumbrante y mantiene un angustioso suspenso también, sin perder de vista lo que realmente es.

En palabras del entrañable Paco Peña, que fue mi acompañante en este periplo cósmico, éste podría ser el primer gran filme de ciencia-ficción del siglo XXI. Coincido con él, en el hecho de que su inmediatez no pierde a la audiencia y de que uno deja la sala conmovido y extrañamente esperanzado. Pero esto siempre sucede (al menos a mí me ocurre) con el cinema de Boyle -- excepto con La Playa-; una manera de ver el mundo, u otros mundos, desde su mirada tan particular.

Si pueden, véanla. Pero aviso: lleven gafas oscuras.

miércoles, 28 de marzo de 2007

Somos quienes somos

And you know you're
gonna lie to you in your own way
Tori Amos
Siren

La vida, ésta, la de todos los días, tiene extrañas (¡e inescrutables!) formas de ponernos en nuestro lugar o de demostrarnos ciertas verdades que muchas veces no aceptamos como parte de nuestra naturaleza. Siento que, en cierta manera, cuando somos niños, en nuestra tierna e irrecuperable infancia, representamos una especie de globo de cristal perfecto que en algún momento se astilla, o bien, se rompe y después, pasamos el resto de nuestra vida reconstruyéndolo, pieza por pieza, añico por añico, hasta que encontramos esa pieza fundamental que nos faltaba y vuelve a ser el mismo globo, aunque ahora está roto.

Quizá la metáfora no es muy afortunada, pero saben a lo que me refiero. Lo dijo Gwyneth Paltrow como la majestuosa y gélida Estella en Grandes Esperanzas [la de Cuarón, al que de plano sí que debo tenerle algo de idolatría, porque van tres veces en una semana que lo cito, después de habérmelo encontrado this close; soy un asqueroso grupi], en un inglés perfectamente claro y conciso y muy fácilmente traducible a cualquier lengua: We are who we are. People don't change.
Y la mayor parte de las veces es cierto: somos quienes somos y la gente (aunque nos gusta creer que sí) no cambia.

Y mucho menos, por nosotros.

¿Cuántas veces no oímos casos como éste?: Rosa está enamorada de Pedro. Pero él es alcohólico. No sólo tiene problemas con su manera de beber, sino que además -- como muchos que prefieren ser borrachales conocidos, en vez de alcohólicos anónimos-, no lo reconoce ni piensa hacerlo. Rosa, pese a que los indicios son innegables y también los comentarios de amigos y parentela, de todos modos decide casarse con él, augurando: "por mí, él va a cambiar. Va a dejar de beber. Yo lo voy a hacer cambiar."

Flash forward Cuatro Años: Rosa, traumatizada, ha abandonado a su marido, porque tras agarrar un pedal de órdago, aquél se la surtió por enésima vez. Evidentemente, la separación es en contra de su voluntad, pero no hay de otra: a todas luces se ve que Rosa será una bienintencionada ilusa siempre, donde Pedro tampoco piensa cambiar.

Hay cambios que son imposibles, aún pese a todas las buenas intenciones -- nunca me voy a olvidar del caso de Genoveva y Samuel. A sabiendas de que él no estaba muy definido todavía sobre su sexualidad, ella quiso casarse con él. Resultado: Samuel acabó muy mal, porque lo suyo era ser gay y siempre lo había sido, aunque le costó mucho aceptarlo. En realidad no hubo un cambio; siempre fue igual, siempre le gustaron los hombres y por más que aquella lo intentara, nunca pudo consumar el matrimonio. Podría decir que los dos acabaron muy mal, pero ni tanto: Genoveva hoy está casada con un importante representante del comité nacional Pro-Vida y tiene tres hijos (o cuatro, no sé bien) y aborrece a los maracas gandallas, mientras que Samuel no ha conseguido hallar estabilidad psíquica.

Lo dicho: Somos quienes somos.

Aunque a veces, nos ilusionamos. Pero del mismo modo en que los demás no cambian, lo cierto es que nosotros tampoco lo hacemos. No realmente. Evolucionamos, maduramos -- muchas veces a costa de un conocimiento casi siempre adquirido a través de dolor. La experiencia está ahí, sólo esperando para que aprendamos de ella.

Pero no queremos. Nos cerramos los ojos a propósito.

Tal es el caso de un amigo mío, Matías, quien estuvo casado un largo periodo con una chica que hace un año lo abandonó por otro. Así, de un día para otro. Obviamente, le hizo un daño del carajo (no es insulto, es definición) y él quedó ciertamente, muy dañado.

En el año transcurrido, Matías se ha encontrado distintas opiniones al respecto de su situación. No ha querido buscar ayuda profesional (esto es algo que personalmente yo haría -- de hecho, hice, en su momento) para completar su ciclo de duelo, y en vez de ello, se ha dedicado a trabajar de sol a sol y a "pensar en las cosas positivas" de su matrimonio, aduciendo que si se concentrara en los aspectos negativos de éste, "acabaría odiando" a su ex.

Esto me parece bien. Lo que no me parece sano, es que Matías aún idealice a su ex pareja. Lo hemos hablado. Se lo he dicho tan claro como lo pongo aquí: Somos quienes somos. La gente no cambia.

Del mismo modo en que Matías no cambiará su bondad y generosidad innatas, su ex pareja tampoco parecería cambiar. Al menos yo, me mantengo escéptico, por un cúmulo de razones que se hicieron evidentes tras la ruptura; Ella no me importa para nada, pero Matías sí me importa por ser mi amigo.

Quizás lo que él espera que le diga es: "te entiendo, para superar tu tristeza debes buscarla y acaso volver con ella"... pero si lo hiciera, aunque ojo aquí, lo entiendo y muy bien, no estaría ayudándolo.

Somos quienes somos.

Vaya si lo sabré.

Por más de un año, Matías ha sostenido una especie de curita de fantasía como paliativo para su dolor, todos lo hemos hecho. La diferencia, es saber dónde termina nuestra ilusión y comienza la realidad.

Conozco a Matías y sé que en un momento dado será capaz de (como sus héroes de la ficción cinematográfica) sacrificarse por alguien a quien dice que todavía quiere. Yo sé, que cuando la pobreza entra por la puerta, la calentura sale volando por la ventana -- lamento ser tan brusco, pero es verdad. Así se lo dije.

Yo voy a seguir siendo -- en la medida de lo posible- su amigo. A su ex no pienso volverla a ver. Cuando yo me vaya a vivir lejos, será más fácil. Y si Matías piensa irme a ver, como ha dicho, será bienvenido. Él. A su ex, y lo entiende (tendrá que entenderlo) no le tengo ningún nicho en mi vida.

¿Qué más puedo decir?

La gente no cambia.
Madura acaso, aprende de la experiencia. Pero no todo mundo hace lo mismo... como bien lo dijo Tori, en la misma película: y tú sabes que te mentirás a tí mismo, a tu manera.

martes, 27 de marzo de 2007

Un universo de playas


La siguiente es una de las partes que más me emociona -- incluso a los catorce años, cuando recién la descubrí, podía hacerme llorar- de una gran novela fantástica llamada The Princess Bride (o bien, La Princesa Prometida), de William Goldman, cuya célebre versión cinematográfica iluminó los últimos años de mi infancia (y curiosamente, y por alguna inexplicable razón no pertenece a mi acervo).

Con los años le fui encontrando mucha más magia de la evidente: descubrí cosas que iban mucho más allá de la fantasía de caballeros, espadas, gigantes y piratas, o de la historia del abuelo que narra esta aventura a su nieto. Encontré que Goldman había descubierto una manera de intercalar algunas frases maravillosas entre el humor y las hazañas.

Como lector, toda la novela me sigue gustando.
Como persona, hay una frase, aún si apenas discernible a primera vista, que se convirtió en una de las frases de mi vida, sin más que agregar.

"—¿Es que no entiendes nada de lo que está pasando?
Buttercup meneó la cabeza.
Westley también sacudió la cabeza y le dijo:
—Supongo que nunca has sido la más brillante.
—¿Me amas, Westley? ¿Es eso?
No podía dar crédito a sus oídos.
—¿Que si te amo? Dios mío, si tu amor fuera un grano de arena, el mío sería un universo de playas. Si tu amor fuera…
—Oye, la primera no la he entendido bien —lo interrumpió Buttercup.
Comenzaba a entusiasmarse—. Vamos a ver si me aclaro.
¿Estás diciendo que mi amor es del tamaño de un grano de arena y que el tuyo es esa otra cosa? Es que las imágenes me confunden tanto que... ¿Es tu universo de no sé qué más grande que mi arena? Ayúdame, Westley. Tengo la impresión de que estamos al borde de algo tremendamente importante.
—Durante todos estos años he permanecido en mi choza por ti. He aprendido idiomas por ti. He fortalecido mi cuerpo porque creí que podría halagarte un cuerpo fuerte. He vivido toda la vida rogando por que llegase el día en que te fijaras en mí. En estos años, cada vez que posaba en ti mis ojos, el corazón me latía desbocado en el pecho. No ha pasado ni una sola noche sin que me durmiera viendo tu rostro. No ha pasado ni una sola mañana sin que tu imagen aleteara tras mis párpados al despertar... ¿Has logrado entender algo de lo que acabo de decirte, Buttercup, o prefieres que siga?"

Imágenes preciosas: Sólo con tu pareja


Hace más de quince años que ví esta película por primera vez y se siente como si hubiera sido ayer.


1991 fue un año poco común en lo que a cosecha cinematográfica se refiere.

Fue el año en que Hannibal y Clarice nos invitaron a cenar, el año en que Thelma y Louise agarraron carretera, Lars Von Trier nos mostró su alucinante visión de Europa, ese verano todo mundo aprendió a decir “Hasta la vista baby” – hasta que la frase se volvió un cliché-, ese año Oliver Stone arrastró la conspiración de JFK a la luz y Robert DeNiro nos erizó la piel en Cabo de Miedo. También fue el año en que conocimos a un cuate llamado Tomás Tomás, a su hermosa vecina Clarisa Negrete y fuimos testigos, desternillándonos de risa, de su extravagante histeria de amor en Sólo con tu pareja.

La cinta marca el debut en largometraje de Alfonso Cuarón como director y de su hermano Carlos como guionista y asomándose a una cultura que había sido obviada en el cine mexicano de su momento – la clase media con aspiraciones, ang. yuppies-, nos la mostraron con dosis de humor, slapstick, sarcasmo e incluso, ternura.

Tomás Tomás (Daniel Giménez Cacho) es un personaje disfuncional como ningún otro, lo que resulta en que nos identifiquemos plenamente con él. Ostensiblemente, trabaja como creativo publicitario [“Chiles jalapeños caseros Gómez: p’a que soples cuando comes…”] y es un mujeriego compulsivo amén de un hipocondríaco empedernido (Ecos de mi antiguo jefe Lalo V., que era exactamente igual... o casi). Tomás vive como mezcla de náufrago y sibarita en medio del decadente esplendor decimonónico de un edificio en la colonia Roma y como a Mike, el héroe del poema de e.e. cummings, le gustan todas las chicas: rubias, morenas, flacas, gordas… todas, excepto las verdes.

Sus vecinos de junto son el doctor Mateo Mateos (el hoy desaparecido Luis de Icaza) y su esposa Teresa de Teresa (la estrella de cabaret Astrid Hadad), quienes fungen como una especie de coro griego para las aventuras y desventuras amorosas de nuestro antihéroe. Las cosas se complican cuando aparecen en su vida dos mujeres: la seductora Silvia Silva (la irresistible Dobrina Liubomirova) y la celestial Clarisa Negrete (una radiante Claudia Ramírez). Ambas le cambiarán la jugada a este neurasténico donjuán, cuando aparezca también el muy real espectro del SIDA, aún si lo hace como un merecido castigo a sus inveteradas maneras de maltratar a sus amiguitas.

He oído decir que si Sólo con tu pareja se hubiera filmado en los años 60, obviamente el tema del SIDA no habría aparecido y posiblemente habría sido substituido por otro problema sexual, quizá más jocoso (¿enfermedad venérea? ¿parásitos imposibles de combatir con Kuel?) y el protagonista hubiera sido el legendario Mauricio Garcés, con alguna tentación curvilínea como Amadee Chabot o Claudia Islas haciéndola de la enfermera ardorosa e Irma Lozano (nadie podía hacer señoritas virginales y deseadas como ella) en el papel de la joven sobrecargo del departamento de junto.

Por suerte, la sensibilidad de los 90 y las múltiples referencias que los hermanos Cuarón utilizan – se nota que son chavos que vieron películas de Robert Altman y leyeron a Salinger- hacen que el material trascienda su ligereza y le hable a toda una generación en su idioma, con imágenes (desde el Santo hasta Ultramán) y creando sus propias tomas icónicas – la secuencia de Claudia, hermosísima y majestuosa, haciendo ante un espejo con sus brazos y manos las señales de toda flight attendant para mostrar las salidas de emergencia mientras Tomás la espía desde el balcón, tal y como amorosamente la capta la lente de Emmanuel “El Chivo” Lubezki, quien ya desde entonces demostraba lo que sabía hacer, queda para la posteridad- para trascender de lo meramente pasable a convertirse en un pequeño clásico que hace al corazón pegar volteretas de puro gusto nada más aparecer.

Sin embargo y pese al éxito más allá de las fronteras de Cuarón, la película estuvo por años condenada al limbo del olvido: no hubo nunca un lanzamiento oficial en DVD y el VHS de Videovisa (emitido en 1993 o 94) era de calidad mediocre, en fullscreen y un sonido espantoso.

Por lo mismo, el que la Criterion Collection lance en los Estados Unidos el primer DVD oficial (y de lujo) de la película, es motivo de absoluto regocijo para todos los que conocemos y amamos (e incluso citamos) a esta joyita de la familia.

Criterion se distingue por la presentación esmerada de sus productos, cargándolos de extras y éste no es la excepción. Con una restauración supervisada por el propio Cuarón y devuelto a su glorioso formato widescreen, la película podrá ser vista opor primera vez como debe verse y así será redescubierta por sus fans y una nueva generación de cinéfilos que ya ubican a Cuarón, aún si su referente sólo es la opus charolastra Y tu mamá también – que personalmente no me gusta pero para nada y por lo mismo evito hablar de ella; soy genuino admirador de su autor y no alcanzo a comprender la irracional popularidad de ese faux-pas-, la película de Harry Potter (espléndida para ser una película de encargo) y en poquísimos casos, hay quienes recordamos con cariño su versión de Grandes Esperanzas (principalmente por el trabajo de Anne Bancroft y Gwyneth Paltrow, la banda sonora y la extraordinaria dirección de arte, toda en una secuencia de verdes muy sutil).

Asimismo, el disco incluye entrevistas con el reparto, con el director y el guionista y dos cortometrajes clave; Cuarteto para el fin del tiempo (1983) la primera obra como director de Alfonso y Noche de bodas (2000), dirigido por Carlos, un ensayo escrito por el historiador cinematográfico y crítico Ryan Long y un texto de Carlos acerca de Tomás Tomás, revelando su pasado y su futuro a raíz de lo visto en la historia.

Debo confesar que al volver a ese edificio en la colonia Roma, volví a enamorarme de esos personajes que, al menos por un momento, iluminaron mi pálida y temblorosa juventud, en una sala oscura del alma (el hoy desaparecido cine Latino). El clip que acompaña estas palabras no alcanza a mostrar lo excelente --considerando sus limitaciones- que es, pero lo mismo, espero que sirva para picar su curiosidad y los anime a asomarse a este primer vestigio de lo grande, grande, que sería Alfonso Cuarón, después.

lunes, 26 de marzo de 2007

Todos los días son como el domingo...




Share some grease tea with me... every day is silent and gray...

sábado, 24 de marzo de 2007

Rosas


Esto es lo que recuerdo.

No es muy claro (y me sorprende que no lo sea, pero no puedo recordarlo todo), pero sí se siente como algo que ocurrió, y que tengo muy presente.

Debió ser hace unos veinticinco años. No recuerdo a mi abuelo en ese momento, así que ya había muerto. No recuerdo a mi abuela, pero ella no estaba con nosotros todo el tiempo entonces todavía. En ese entonces aún era útil para cuidar a sus otros nietos (Pero esa es otra historia). Mónica era bebé, de eso sí me acuerdo. Y papá estaba de viaje.

Creo que eso es lo que da pie a la anécdota, que papá no estuviera. Si hubiera estado en casa, probablemente no habría ocurrido, o no la recordaría, no habría dejado huella en mí.

En esa época, a los casi ocho años, yo me iba a dormir a las nueve de la noche en días de escuela (y como algo excepcional, a las diez los viernes, sábados y días de vacaciones); ésta era una de las muchas reglas no escritas pero fielmente observadas en casa y que así fue hasta que tuve catorce o quince años, que comencé a desvelarme escribiendo, hasta llegar al punto de que ahora soy un vampiro.

Esto debio ocurrir en algún momento cercano a las nueve o así, recuerdo ya estar en pijama cuando sonó el timbre. No estaba acostumbrado a escuchar el timbre de la puerta sonar a esa hora -- en la noche los ruidos se magnifican.

Mi mamá atendió desde el patio y yo me asomé a la puerta con ella; no sería mucho lo que un chicuelo de mi edad y tamaño de entonces podría hacer, pero recuerdo que me puse alerta: desde ahí se vuelve un poco más claro, aún pese al paso de los años, todo lo siguiente.

El que llamaba con insistencia, era un muchacho que se identificó como el encargado de un puesto de flores --mismo que hoy ya no existe- colocado en contraesquina de la iglesia cercana a la casa. Le pidió a mi madre ayuda y desde la reja, pudimos ver que tenía sangre en la cara. "Me robaron," dijo "y me pegaron."

No sé qué habrá pasado por la mente de mi madre en ese momento: una mujer sola en casa con dos niños pequeños, pero ahí, un muchacho (y habrá sido un muchacho, a los ocho años, todos nos parecen tan mayores) sangrante y asustado.

Mamá lo dejó entrar, pero lo colocó en el comedor, de manera que no pudiera ver hacia el resto de la casa: me pidió que le trajera del baño Trombocid, agua oxigenada y unos apósitos (parecidos a los curitas, pero son como parches). Mi mamá le lavó las heridas de la cara y lo curó, mientras él contaba lo que le había ocurrido. Luego, mi madre llamó a un teléfono que él le dio y una pareja, que él presentó como su hermana y cuñado, vinieron por él.

Yo lo veía todo desde una silla del comedor. Sabía que mi madre estaba asustada (en su posición, me supongo que yo también lo estaría) y al mismo tiempo, sentía una profunda compasión por este personaje tan magullado, que había tocado a otras puertas de nuestra cuadra, sin recibir respuesta, según contó.

Al día siguiente, cuando volví del colegio, había un enorme ramo de rosas blancas en el centro de la mesa del comedor.

No volví a ver nunca al muchacho, y el puesto de flores eventualmente cerró, pero lo cierto es que durante tres o cuatro años, cada semana, había un ramo de rosas blancas en mi casa.

viernes, 23 de marzo de 2007

No quiero lo que no tengo


Hay veces que lo que debería decir en su momento, no lo digo por una serie de razones que posiblemente no vienen al caso, pero al final de cuentas, se queda la frase (acaso esperada), sin decir. Y me lo guardo.

Y ya.

Supongo que esto deriva de una de las enseñanzas que tuve de niño y de un viejo mantra que aún a veces hace eco: voy a ser un niño bueno para que todo mundo me quiera (Dios no permita que alguien me odie).

Y se refleja en que invariablemente, esas respuestas guardadas, son de dolor, de enojo, de decepción, incluso, rabia (mas no rabieta, que aún parecidas, no son iguales: una arde sin control, donde la segunda es un resabio mortificante de nuestra tierna e irrecuperable). Hay quienes las podrían llamar, vulgo, "mordidas de lengua". Y de hecho, aunque muchas veces son un acto de prudencia, de bondad de nuestra parte para con la persona (casi siempre alguien cercano, si fuera un extraño, no nos lo guardábamos: se lo soltaríamos duro y a la cabeza, o en todo caso, no nos importaría en lo absoluto lo que dijeran) que dice o hace algo, un lugar co´mún terriblemente banal, que tiene suficiente poder en su descuido para desconcertarnos -- por no decir que, plana y llanamente, nos jode.

Y nos lo guardamos por cariño, como dije. Por la bendita y querida prudencia, que es hermana siamesa de la paciencia, aunque algunas veces se ausentan ambas.

Pero a veces es imposible guardártela. O bien, se convierte en algo muy oneroso. Como cargar con un elefante en el bolsillo. Como echarle una cadena que no necesita, al corazón.

Lo peor, es que ahí, lo guardado se pudre. Se arrancia. Se convierte en resentimiento. Y poco hay más horrendo en esta vida, que el querer con resentimiento (acaso empatado en el cuadro de horror queda el querer con lástima).

Y no quiero hacer eso.

De hecho, no quiero lo que no tengo.

Es algo que fui aprendiendo al crecer y que se ha vuelto algo muy básico en lo que me atrevo a llamar, con esta desfachatez que me caracteriza, "mis principios".

Pero el no querer lo que no tengo, también se aplica al resentimiento y sus parientes: la culpa imbécil, la torpeza pronta y el corazón idiota. Bueno, éste último no pude evitarlo jamás: algún defecto de fábrica había que tener.

No quiero tener un corazón idiota, pero ese sí es mío. Lo que es mío, tarde o temprano vendrá a mí. Es yo (como dijo Felipito: "¿Porqué siempre a mí me toca ser yo?"). Je, je.

Pero soltar el resentimiento no sólo libera. Creo que también ayuda a limpiar y aligera la carga del idiota que menciono arribita.

Esto me trae en retorno al punto de partida: hay veces que debería decir cosas que no digo y me las guardo.

Y hacer eso, francamente, me enoja, más que herirme.

Por eso mismo, mejor lo digo ahora:

Me dolió. No me merecía eso. No lo vuelvas a hacer.


Gracias y disculpen.

No es un golpe grave y prometo que cuando se me baje el enojo, cuando termine de expulsar esta especie pedestre de decepción, este sentimiento, será como si no hubiera pasado nada.

En fin, it's my party, Lesley Gore dixit.

And I cry if I want to.

Buenas noches.

jueves, 22 de marzo de 2007

No me dejes en Siberia


Yo confieso:
No me gustan los boleros.

Sin embargo (contradicción, eterna contradicción) éste es la excepción.

En parte es por la interpretación, soi distant y a la vez ardorosa (pese a la temática de la letra) que hace Cecilia Toussaint, cuyas raíces e influencias están más firmemente puestas en el rock nacional, con un decidido toque blusero... pero también hay algo más que me cautiva de la canción, desde que la oí por primera vez, en un radio de transistores ajeno, en el verano del '90.

Es más bien poco lo que puedo decir que realmente recuerdo de esos días blancos y uniformes, de sol y hierba y deportes y natación y vigilancia y tanta gente mirándome con una mezcla de muchas cosas, entre ellas, miedo y sorpresa.


Pero sí, recuerdo esa voz, casi tan adolorida como debo haber estado yo --¿lo estaba? Ahora me parece tan lejano e inútil haber sentido esa clase de dolor, pero es parte del total, la suma de los factores en este caso sí que altera el producto.

La letra es, claro, de Jaime López (y se siente: he ahí el ingenio retruecanoso, el sentimiento mordaz aunque auténtico, la ciudad de México viva y respirando) y es curioso que tenga este aire de elegancia y decadencia que casi la empatan con un Lou Reed sesentero, en pleno VU, alimentado via intravenosa por aquellos boleros que en los cuarenta y cincuenta estaban tan de moda, provenientes de la pluma del tío Agustín (Lara), bajo -- uno supone- el influjo del polvito blanco llamado cocaína.

(Nota al margen: cuenta la leyenda que, cuando le dijeron a Lara que la coca era peligrosamente adictiva, él contestó: "No ha de ser cierto. Miren, yo la uso muy seguido ¡y no soy un drogadicto!")

Puedo recordar bien el efecto de esa letra aún ahora, porque después de oírla esporádicamente los últimos dieciséis años, no fue sino hasta relativamente poco y gracias a Bobby (un viejo, viejo, amigo y argonauta) que pude recuperar esos primeros acordes y la voz de la Toussaint: Mi corazón está a cincuenta grados bajo cero...

El mío, entonces jovencito y hecho girones, también lo estaba y en cierto sentido, ahora que me doblo la edad, sigue estándolo de alguna manera (aunque creo que no sigue roto del todo): pero no sé si es como mecanismo de defensa, o como secuela irresoluble, o estado natural. Y no es exactamente todo pero una parte sí... o será sólo una cuestión de la edad, que ni todos los ritos de primavera van a conseguir cambiar.

O será que ya no tengo tanto ardor para comunicar.

Lo que sí sé, es que la canción me habla en muchos niveles y de muchos momentos (no sólo de un cuarto de hospital) y que sin pudor alguno la disfruto enormemente.

Aquí se las dejo: escuchen y si tienen una pareja con quién bailar, háganlo.

A cambio de esto, yo prometo que no contaré el final.

miércoles, 21 de marzo de 2007

Otras parties...


Vengo llegando (bien sobrio, que conste en las actas) de la 49ª Entrega de los Arieles, en Bellas Artes.

No me pregunten cómo llegué ahí -- primera vez que lo invitan a uno, y justo cuando ya casi me voy-, pero el caso es que después de estar coqueteando con la idea sin mucha gana, por fin decidí que por qué demonios no, si uno también es parte de la comunidad cinematográfica de este país -- de un modo distante y modesto, pero igual, como lo dijo el director de mi periódico: "te pagan por eso, eres profesional. Entonces, también eres parte de ese grupo, ¡aunque no te guste!"

Y bueno. Contemplaba la invitación, desde que llegó hace unos días. ¿Voy?

Lo decidí de último minuto y en jeans, chaqueta (léase, saco) de tweed y una bufanda de seda, me lancé a la fiesta --¿qué? ¿Rentar otro esmoquin? ¡Ni loco! ¡Qué hueva!- con Carolina del brazo.

No me puedo quejar, si bien la ceremonia de premiación fue -- como todas lo son- tediosa, hubo sus buenas puntadas (Isela Vega -- o bien, lo que queda de- aventándose un discurso idiosincrático muy de su ronco pecho, sin que le importara para nada que le echaran la música encima para bajarla del escenario, Anita de la Reguera y Arcelia Ramírez disfrazadas de Stepford Wives y hablando como tales; Maribel Verdú tirándose al drama estilo Libertad Lamarque o Amparito Rivelles (¡Es un Ariel, criatura! ¡Ni que fuera la palma de oro de Cannes! ¡Un Xanax para la señorita, pronto!), pero realmente yo lo que quería era encontrar un WC, en medio de la multitud en cuanto salimos.

No soy propenso a tomarme fotos con celebridades.

Las trato tanto, que no me impresionan en lo más mínimo, y eso creo que les gusta, porque acaban todas tratándome con especial gentileza ya que no les brinco encima si coincidimos -- por ejemplo, Alfonso Cuarón sonriéndome y diciendo "vaya colita, ¿no?" mientras esperábamos turno para ordenar los dos en el bar. Se rió cuando ordenamos lo mismo: "Whisky, rocas, soda." Nos despedimos de mano.

O una de las actrices de Así del precipicio dándome un beso, al reconocerme. "Gracias por lo que escribiste" y yo, "de nada" (no me acordaba, no me acuerdo de lo que escribí sobre la película). Igual y me confundió con algún otro crítico por ahí -- estábamos casi todos y son una legión. Muy mamila (lo admito) pero al fin legión.

Tanta y tanta gente famosa, pero no me tomé una foto con nadie, aunque Carolina y Hanna (que también andaba por ahí) no perdieron oportunidad de emabarrársele como mantequilla a este pícaro y multipremiado gordito, con el que acabamos de tomarnos la copa, muy laberíntica.


En fin; parafraseando a Gertrude Stein: Una fiesta es una fiesta es una....
¿Me siento solo?
Busco una fiesta.
Pero cuando ya se acaba la fiesta, la gente sola busca otra fiesta.
Y ya.

martes, 20 de marzo de 2007

Serenidad


Pocas cosas me asustan más, ahora que ya estoy acercándome a lo que unos llaman "mediana edad" (¿A qué horas fue que ni cuenta me di?), que la aparición súbita de la religión a mi puerta y aunque suelo hacer pactos con Dios, como ustedes saben, me he considerado agnóstico desde hace muchos años, por no decir que realmente soy un católicolapsado, a consecuencia de mi atroz experiencia en manos de la ultraderecha católica más astringente en mi confusa edad puberta.

No obstante esto, admito que hay rituales que aún hoy son de mi agrado y que hay algunas piezas sueltas de la mística, que recuerdo con cariño. Entre ellas, la noción de la oración como manera de enlazarte de manera particular con lo que estimamos como nuestro omnipotente y plenipotenciario creador.

La primera oración que me enseñaron, al pie de mi cama, fue el "Ángel de la Guarda", misma que hace mucho tiempo no invoco, y sin embargo la recuerdo como algo muy confortante y efectivo, especialmente cuando el sueño se interrumpía por algún terror nocturno -- el famoso monstruo del closet, que después supe que sí existía, pero no en el closet- ; posteriormente aprendí el "Padre Nuestro" y por algún tiempo, me gustó bastante.

Hoy, cuando abro el ojo y me levanto, suelo decir (antes de supersticiosamente poner el pie derecho en el piso antes que nada) "gracias Dios" y en eso consiste mi "oración del día" (mi abuela María dixit), aunque ahora también he descubierto -- y más bien, desde hace algún tiempo,- que algo me atrae de la oración de los Alcohólicos Anónimos:

Señor, concédeme serenidad

para aceptar lo que no puedo cambiar,

valor para cambiar lo que sí puedo,

y sabiduría para distinguir la diferencia
.

Hace un tiempo, cortesía de Hugo Hiriart, supe que su autor no es ninguna Santa Mártir que tuvo que lidiar con algún desobligadote marido borrachales en época Romana, sino que se trata del teólogo estadounidense Reinhold Niebuhr (1892-1971). Esta breve oración fue compuesta un domingo de 1943, durante el furor de la Segunda Guerra Mundial (su autor era teólogo de izquierda, socialista en su juventud, antifascista y antiestalinista enconado). Según supe, a él nunca le molestó que una versión abreviada de su oración fuera empleada por Doble A en sus reuniones, en las que se invoca a manera de mantra coral, ni que se ignorara no sólo que él era el autor, sino hasta que la Oración tenía un autor. Actitud que, considero, lo honra.

Me gusta la oración por su sencillez y su simpleza. También porque carece de esos horrendos atavismos de sumisión y autoflagelo que me hicieron abominar la religión organizada desde que era un chicuelo. Me gusta porque apela a un atributo, la serenidad, que también me gustaría tener en mi vida, igual que lo son el ánimo, valor y gracia.

Creo que la serenidad es algo que se va adquiriendo con los años. No fui un niño sereno, ni mucho menos, un adolescente sereno. Sin embargo, ahora que estoy acercándome a la mitad de mi treintena, estoy descubriendo una serenidad implícita que se ha comenzado a extender. Y ciertamente es algo que sentía necesario, para aceptar muchas cosas; cosas en mis familiares y seres queridos (las cosas que no puedo cambiar); igual que acontecimientos que me rodean y sobre los que no tengo control -- desde una renovada declaración de guerra por parte de un señor que alguna vez conocí, hasta la inexplicable presencia de las tropas en Irak a estas alturas.

Serenidad para aceptar mis pérdidas y para disfrutar mis alegrías, de una manera más sosegada. Creo que eso es lo que quiero, aunque no es como un precioso par de zapatos, que puedo probarme y/o comprarme por capricho.

Creo que la serenidad llega de la mano de la experiencia.

Y acaso no está de más, pedirla (con humildad, no estamos exigiendo nada) por las noches, antes de dormir.

lunes, 19 de marzo de 2007

200


Y con éste, Alias Cane llega a los 200.

La verdad, es que me sorprende. Cuando desempolvé, resucité y transformé este blog, no me imaginé que sería algo tan constante en mi vida, que me descubriría pensando en temas, a veces por horas o asombrándome al encontrarlos de pronto, ante la pantalla en blanco.

200 se dice fácil, pero no creo que haya algo a lo que haya sido tan devoto enmucho, mucho tiempo y aprecio la disciplina. Y lo disfruto, tanto como espero lo haga quien lee.

En parte, esto es por ustedes y sin ustedes, no tendría mucho sentido, así que gracias.

A todos y cada uno (a); lectores, amigos -- y no tan--, lurkers y voces.
La inspiración viene de todas partes, pero sin alguien que lea, ¿qué caso tendría abrir mis pulmones al vacío y gritar?

Este blog es tan de ustedes, como mío.

¡Celebremos!

domingo, 18 de marzo de 2007

Imágenes preciosas: Harold & Maude


Hay parejas que de un modo u otro, se las ingenian para quedarse dentro de nuestra memoria y nuestro corazón, después que los espíamos un poco a través de la pantalla. Así es como hemos querido a Rick y a Ilsa, a Holly Golightly y Paul Varjak, a Abbott y Costello, a Fräulein Maria y el Capitán Von Trapp, a Thelma y Louise y, al menos en mi caso, a Harold (Bud Cort) y Maude (Ruth Gordon).



No recuerdo (cosa rara, será un system overload) a qué edad vi por primera vez esta película de Hal Ashby (que también hizo otra de mis favoritas: Shampoo), pero recuerdo que me llamó la atención visualmente, aún si no entendía su contenido.

Hace unos días, la volví a ver, ahora como adulto, y comprendí a la perfección la sutileza de lo que estaba tratando de hacerme entender.

Harold es un pobrecito niño rico que, a los 20 años de edad, sólo quiere exasperar a su excéntrica y millonaria madre, muy afecta a las peluquitas, con sus elaboradas escenificaciones de posibles suicidios. Esto es rutinario, hasta que en una iglesia de San Francisco, a la que acude a (morbosamente) presenciar un funeral, conoce a Maude, una mujer de 79 años, que lo contagia de una infecciosa y extraña pasión por la vida.


No sé qué tan correcto sea revelar más de esta historia: lo que sí sé, es que es me llegó muy hondo y me dejó una profunda satisfacción. En parte esto se debe, por supuesto, a la música de Cat Stevens, que se amolda perfectamente a la atmósfera y las escenas y a la formidable interpretación de la Gordon, que estremece y sacude las entretelas al más pintado.

Harold & Maude es de esas raras películas que, aunque ha envejecido un poco (treinta y seis años no pasan en balde), mantiene vigente el encanto y el motivo de su existencia. Hoy, Hollywood ni de chiste nos podría ofrecer un producto semejante (¡Increíble, esto es un filme de la Paramount!) en una era de basura autocomplaciente y mierda plastificada. Por eso me alegra que exista. De este modo, puedo recordar diálogos como el que abre esta escena, que lamentablemente no aparece en el clip de video, pero que comienza con Harold preguntándole a su nueva amiga:

Do you pray?

I communicate!

With God?

With LIFE!

sábado, 17 de marzo de 2007

Mundo en miniatura


Aquí pueden ustedes verme jugar con mi sobrino Cristóbal.

Él nació en julio de 1999 y es un niño sumamente amado, y muy deseado por sus padres, Alejandro y Diana.



La sonrisa de Cris es especial, porque es la más auténtica que me he encontrado. No porque los otros niños las inventen, o las muestren de manera artificiosa. La sonrisa de Cristóbal, como todo él, es especial porque brota de un mundo en miniatura donde no existen las tribulaciones del mundo como nosotros lo conocemos. Su mundo es suyo y son pocos los que han entrado a él, por bolición suya.

Me honra estar entre ellos, cuando lo veo y me regala su sonrisa y un abrazo. Y entonces, abre la puerta de su small world, y yo entro en él.

viernes, 16 de marzo de 2007

Te quiero


Son dos palabras que a veces pueden sonar como una sola, según la rapidez con que las digas. Te quiero. Tequiero.

A veces son las palabras que más trabajo te cuesta decir, o que saltan de tu boca sin pedirte permiso. Todo depende. Porque además, y esto lo saben bien, no todos los te quiero significan lo mismo y no todos se pueden decir del mismo modo a las mismas personas. Creo que a la persona a la que más se lo digo es a mi madre. Muchas veces incluso sin darme cuenta. O bien, nos hemos montado una rutina como de cabaret:

Entro a la cocina. Mi madre ocupada.
Yo: - Te quiero mamá.
Ella: - Muchas gracias, qué amable.
Pausa.
Yo: -¿Mamá, me quieres?
Ella: -¡Dios me libre!
Yo: -¡Soy tu hijo! ¡Te lo exijo!
Ella (a duras penas conteniendo la risa): -¿Quién dijo tal cuete? ¡Si te trajo el Pato Lucas!(o el lechero, o el barrendero, o lo que sea, varía con el tiempo)
Yo: -¡No me importa! ¡Te acusaré con los derechos de los niños! (esto les dará una idea del tiempo que llevamos haciéndolo)
Ella: -Te quiero, hijo.
Yo: -¿De aquí a la luna?
Ella: -¿Por qué la exageración?
Y termina el show conmigo abrazándola. Claro que ahora no parezco un koala pescado a un árbol, sino un cachalote aplastante.

No sé cuántas veces he dicho esas palabras. Muchas. A veces con más sentimiento que otras y ciertamente con más frecuencia de las que me ha tocado oírlas. Hay gente a la que le cuesta muchísimo decir "te quiero", aunque lo sienta. Y eso es algo que aprendes a respetar, con el tiempo. Tampoco necesitas que te lo digan todo el tiempo: tú lo sabes, lo intuyes, lo entiendes. Es algo tuyo y lo que es tuyo, siempre vendrá a tí.

Lo que no he dicho mas que una o dos veces, es la oración compuesta por otras dos palabras. Esa oración la tengo reservada para decirla cuando de verdad la sienta. Y hace tiempo que no ocurre. Tampoco tengo prisa. Para mí el reloj corre de manera diferente. Acaso con pausas, ¿quién lo sabe?

Lo cierto, es que nunca me privo del poder decir te quiero. Y siempre lo digo porque lo siento. Nunca le he dicho a nadie a quien no quiera, que es así. Alguna vez, conocí a una señora tal, que se hizo amiga de unos amigos y con quien tuve trato un tiempo. Ella era muy perceptiva y me decía: "tú no me soportas". Yo traté de ser condescendiente (cosa que me da mucho asco cuando tengo que hacerlo, pero prefiero eso a ser innecesariamente cruel o crítico con alguien que no tuvo las mismas ventajas que yo. Un poco lo que aprendí del primer párrafo de El Gran Gatsby), pero ella insistió: "Tú me toleras, pero no me quieres."
Hoy, algunos años después y con distancia, me doy cuenta de que tenía razón y que un instinto me decía con veracidad que no era alguien de fiar, ni tampoco alguien que valiera la pena querer. Le hizo daño a gente a la que sí quiero y, a su manera, quiso (o mal quiso) a gente con la que perdí el contacto. Así es esto y como la rueda de la fortuna. Tampoco es tan importante.

Hasta eso, mi olfato no me ha fallado. La gente a la que quiero de verdad (y que sabe que la quiero), la quiero con todo lo que tengo y es espontáneo. A veces el cariño se nutre con el trato, sí, pero ese mismo trato no se daría si no hubiera ese "algo" que te dice: esta persona sí. De aquí eres. ¿Qué sabemos de esos misterios de nuestros afectos? ¡Nada! Sólo existen. Son.

Hoy, si pueden, o les da la gana, hagan un experimento muy simple. Lleguen a donde esté alguien: un amigo, su padre o su madre, su pareja, su hijo, su hermano o hermana, y díganle: te quiero. Así de simple. Nada complicado.

Decirlo no hace que se nos escueza la lengua... y nos recuerda lo feliz que nos hace.

Si no quieren hacerlo, tampoco es manda. Yo, justo ahora, ya lo hice.

jueves, 15 de marzo de 2007

Labor


Hoy rompí aguas.

Pasé todo el día en el hospital, dando a luz.
Más de ocho horas de estar sentado, pujando, corrigiendo, dando orden.

Mi hijita está ahora en la incubadora y pasará ahí unas tres semanas (en las que se harán ajustes más bien cosméticos).

Pronto, más noticias.

Preparen su ropa bonita. Ya vienen todas las fiestas...


PD: Cuando vuelva a firmar un contrato, voy a poner una sola cláusula. Me ajusto a los requerimientos de diseño de la casa editorial, pero respecto al texto, nadie le cambia ni una puta coma, sin haberme llamado antes [prácticamente tuve que reescribir ciertas partes completas, ¡con un carajo!]

Otro parto así no me lo aviento...

miércoles, 14 de marzo de 2007

Dos horas en el cielo


Todos tenemos lo que se llama nuestra película favorita.

De hecho, pueden ser muchas las que nos gustan, pero existe UNA que es la que cuando la vemos, nos pone dos horas (o más o menos, según su duración) en el cielo. Cuando, inevitablemente, nos preguntan acerca de los motivos de querencia, casi siempre resulta imposible poder explicar por qué significa tanto para nosotros. La amamos tiernamente, la podemos ver muchas veces sin cansarnos, es un referencial a un momento específico en tiempo-espacio.

En mi caso, ustedes ya saben de cuál se trata.



Quisiera poder decirles claramente cuál es la razón por la cuál El Bebé de Rosemary, de Roman Polanski (1968) es mi película favorita. Pero no se me ocurre un modo de explicarlo claramente, sin ser subjetivo. Y supongo que a todos les pasa al hablar de su película tótem en su iconografía personal, sea ésta la que sea.

O quizá no sea tan difícil.

El caso es que, para mí, la sola aparición de Mia y Cassavetes (y esa inolvidable Ruth Gordon como Minnie "soy la bruja maldita pero vas a adorarme" Castevet) provoca en mí una profunda emoción, una casi ternura -- donde supongo que la cinta debería perturbarme, aunque en realidad eso nunca ocurrió- por ese Manhattan que ya no existe, por la fragilidad de Rosie, por cada escena que conozco y anticipo.

Es amor, podría decirse, y varía de persona a persona. Es posible que a veces coincida, donde otras no nos expliquemos cómo es posible que tal o cual sea la película de alguien a quien queremos, que consideramos cercan@. Pero igual, cada uno es su propio altar y el rito de sus adoraciones es personal y único, irrepetible.


Hoy escribo sobre las dos horas en el cielo, porque hace unas horas, me llamó Alicia (Hikuri) Boy para decirme -- me imagino que, mientras daba saltitos- que en una tumultuosa tienda de DVDs a la que había entrado a matar tiempo, había encontrado su santo grial, misma que, aunque no había vuelto a ver en 15 años, no pasaba día en que no la recordara de un modo u otro. "¡Estoy feliz!" dijo y me llenó de una inesperada ternura al oírla.

Pensé en su propio ritual para verla, correr casi sin aliento para meterla en el reproductor y volver a esas escenas que se sienten casi parte de nuestra vida.

O acaso lo son.


Creo que conozco casi todas las películas favoritas de mis amigos cercanos.

Sé que Carolina es adicta no-tan-secreta a Los Puentes de Madison y le encanta verla con una caja de kleenex a un lado.

Sé que Paco Peña puede hacer (lo he visto) una espléndida disección de Blade Runner y también sé que MyCool King -- bueno y generoso- puede citar con un encanto voraz escenas enteras de All About Eve (o bien: Eva al desnudo), con toda la ironía del guión intacta. Ese es un ejemplo de que tu película favorita puede ser también práctica en tu vida diaria. Sé que Jules es devota de La Reine Margot (jamás olvidaré cuando vi ese poster por primera vez, Isabelle Adjani horrorizada, bañada en sangre) y que aunque Violetta Verdú asegura que su favorita es Luna Amarga (¡de Polanski!), sé que secretamente le tiene un nicho escondido a una cinta casi desconocida de Mastroianni llamada De eso no se habla.


Sé que a David le fascina profundamente Monsieur Hire, de Leconte. Que, aunque la acuse de cursi sin remedio, Mónica mi hermana no resiste ver una y otra vez La Princesita (de Cuarón) y que Hanna ha visto Casablanca más veces de las que uno considera posible. Que Marcela llora cada vez que ve Rompiendo las olas, siempre exactamente en la misma escena, y que Mariano tiene especial querencia por Los 400 Golpes.


Hay películas que de ninguna manera entran en mi canon, sin embargo, no me sorprende que hermanen a generaciones enteras: padres e hijos, hermanos y hermanas.

Star Wars es de esas y sé que, aunque algunos de mis amigos (Jack, por ejemplo) no la mencionarían de inmediato como "su favorita", la tienen siempre presente por dentro, en ese lugar donde atesoramos ciertas cosas que sentimos intrínsecamente nuestras, sin importar su universalidad: ese momento que es el parteaguas en la experiencia inclusive de la vida (ya dejen ustedes el cinema) y donde nada vuelve a ser visto en la misma luz. Acaso un poco como canto de inocencia, y pérdida de la misma. O una vuelta a tiempos más cándidos y cercanos a creer en la magia. Pero no se suelta tan fácil y hay mil ocho películas que uno menciona antes, aún sin que ese pequeño antiguo monolito (quizá en forma de la Estrella de la Muerte) colgando de su cuello y sobre su pecho sea olvidado jamás del todo.


Hay otras cintas que son placeres más adquiridos, menos populares, acaso incluso menos clásicas (uno se inclina a pensar). Tal es el caso de filmes que se meten al corazón y no necesariamente lo hacen de una manera espectacular, pero se quedan ahí sin hacer ruidito.

Tengo amigos a los que no conozco aún lo suficiente (no sé si los llegaré a conocer lo suficiente del todo), como para atreverme a decir que conozco o comparto el conocimiento de su película favorita. Pero creo que puedo intuirla.

Creo que un caso así es Mario, cuyo camino se cruzó con el mío mediante la blogósfera. Me inclino a creer (y esto a priori, que conste) que su favorita (y si no lo fuere, ¿quizá en el Top 10?) es Magnolia. No sé por qué. Quizás sea que identifico la cinta con su tren de pensamiento al leerlo, más que por cualquier razón más específica.


He conocido a mucha gente que ya no está en mi vida, algunos muy amados, otros no, pero que me ha dejado como rastro, su película favorita (Roberto, el ex de Nina y Educando Arizona, Mòir y The Turning Point/El momento de la verdad, mi abuelo y Mrs. Miniver, la temible Señorita Montaño y El Nombre de la Rosa, Andrés y Stand by me...), a manera de sutil marca, de no-me-olvides.

A veces, cuando las encuentro, o las veo (si las tengo y créanme que mi colección de películas es extensa, pueden verla catalogada alfabéticamente, abriendo otra ventana aquí) me sirve para recordar momentos, a veces rostros e incluso, sentir algo, aunque sea sólo por la (infatigable, aunque ya cascada) memoria.

Pueden ser dos horas o más en el cielo.
Ahora, ¿quieren contarme cuáles son las suyas?


martes, 13 de marzo de 2007

Tres minutos de tu tiempo


Es lo que toma resolver esta Encuesta.

Muchas gracias y perdón por las molestias que ésto ocasione.
(je, je)

Los resultados servirán para mejorar, en lo posible, los contenidos de ésta página, al cumplirse 8 meses de su aparición.

Abrazos y gracias.

lunes, 12 de marzo de 2007

La increíble y triste historia de David (Brenda) y la ciencia desalmada


Estoy emputado.

No hay otra manera de poder decirlo. Estoy cabreado, furioso, indignado, impotente y horrorizado.

Tal vez luego se me pase, pero por mientras, es algo que no subcede.

Recién hoy me enteré de la historia de David Reimer. Vino a colación porque estaba leyendo algunos artículos sobre teoría queer (quería escribir algo al respecto), pero cuando encontré la referencia al caso, no pude soltarlo.

Tal vez mi reacción sea demasiado fuerte, pero no puedo permanecer indiferente, aún si no hay nada qué hacer al respecto.

David Reimer nació en Canadá en 1965, bajo el nombre de Bruce Reimer, unos minutos después de su hermano gemelo, Brian. A los seis meses de edad, ambos manifestaron una infección en su prepucio que además les impedía orinar. Según el médico familiar, ésto se podía remediar con la circuncisión. Sin embargo, ésta salió mal y el bebé quedó virtualmente sin pene. Fue entonces que los padres acudieron al hospital de la universidad de Johns Hopkins en Maryland, para hablar con el célebre (y controversial) psicólogo y sexólogo neozelandés John Money, quien aprovechó -- no existe otra palabra para describirlo- el caso del pequeño, para probar una de sus bizarras teorías: que la identidad sexual de los niños se conforma por el entorno social y la crianza, sin que exista realmente una influencia determinada por los genes.

De este modo, se reasignó el sexo del niño antes que éste cumpliera los dos años de edad y se le crió como una niña llamada Brenda.

Money se mantuvo siempre pendiente del desarrollo físiológico y psicológico del experimento, aún si para Brenda -- como lo contaría más tarde al periodista John Colapinto, de la revista Rolling Stone- era muy difícil ajustarse a su identidad designada. Simplemente, no se sentía como niña, aún si le ponían vestidos y le compraban muñecas. Sus padres se esforzaron por criarlo como jovencita, pero la información genética estaba ahí y era contundente. El comportamiento de Brenda era evidentemente masculino y esto también le causaba problemas, no sólo a nivel comunidad, sino con su gemelo (el cual, por instrucción de Money, era el "control" subconsciente del experimento). A los 13 años, Brenda -- que recibía tratamiento de estrogeno para desarrollar busto, así como otras hormonas- cayó en profunda depresión y cuando amenazó con suicidarse en 1980 si sus padres la llevaban a Baltimore una vez más a ver a Money, a quien instintivamente abominaba, éstos le revelaron la verdad.

El resultado de esto fue adverso en su mayor parte: Brenda renunció de inmediato a su identidad femenina y exigió se le regresara a su género de nacimiento. Como ésta reasignación no se había propiciado por características naturales (transgénero o hermafroditismo), sino por un accidente, las ramificaciones eran mucho más complicadas. Al mismo tiempo, la reacción de Brian al saber que su hermana no era tal, sino que se trataba de su gemelo, fue tan fuerte que terminó por desarrollar un trastorno esquizofrénico (y este es uno de los aspectos más alarmantes y desconsoladores del caso). Así fue como, desafiando a John Money y sus teorías y experimentos, Brenda trató de recuperar su vida, convirtiéndose en David Reimer.


El caso es mucho más complicado de lo que podría escribir yo en este blog.

Lo único que puedo decir, es que el desenlace es trágico y profundamente doloroso y que al leer al respecto más a fondo la historia con algunos aspectos más detallados [En castellano aquí y en inglés aquí], no puedo evitar sentir asco y rabia y desazón y una honda tristeza.

Es decir, puedo comprender, e incluso creer, que David Reimer fue amado por sus padres y que éstos querían lo mejor para él, y en modo similar, para su gemelo. Pero aún así, hay cosas que trascienden mi entendimiento.

Siempre he pensado que somos lo que somos porque así nacimos y por lo mismo, merecemos, debemos ser amados por quienes somos. Porque así es como sabemos amar y relacionarnos con el mundo. Nuestra identidad sexual no nos define, pero es una parte integral de quienes somos.

Aún así, hay quienes no lo comprenden, o peor, tratan de transformarlo o descubrir los mecanismos de lo que simplemente es, en el nombre de la ciencia.

Siento rabia. No puedo evitarlo.

No hay nada que pueda hacer, yo sólo soy un lector, un espectador, como ahora ustedes. Pero eso no significa que ante el hecho de las nociones científicas de Money (fallecido en su camita de hospital, por causas naturales el 7 de julio de 2006, rodeado de su familia) no pueda sentir que algunas veces, no es sólo el sueño de la razón, sino también su extrapolada ambición, lo que crea monstruos.

Y lo peor es... ¿qué hago ahora con esta rabia que siento, aún si es de segunda mano?

Supongo que como dijera Mother Mary, via Lennon & McCartney, dejarlo ser.

Carajo.

domingo, 11 de marzo de 2007

Ayer


The city sun sets over me

sábado, 10 de marzo de 2007

Ruidos que dan miedo en la noche


Hacía mucho tiempo que no me ocurría esto que ahora describo.

Termina la película (en este caso, Zodiaco, la nueva de David Fincher) y en la sala de proyecciones se ha hecho un silencio tenso, casi ominoso (de hecho, la atmósfera de toda la cinta lo es, pero no es precisamente eso el tema que me atañe) y entonces, en la oscuridad, se oye una especie de suspiro de ultratumba, una voz que tararea y es una canción que empieza a sonar, primero casi dulce y melancólica... y de pronto...

... de pronto la rompe el gemir, el aullido de una guitarra eléctrica y mi piel estalla en un escalofrío, un espasmo me sacude y me quedo paralizado en mi asiento, tembloroso, amedrentado.

Hacía mucho tiempo que no me ocurría.

De hecho, creo que la última vez que esto me ocurrió, fue con otra película de Fincher, hace más de diez años: me refiero a Se7en; al final, una vez que nos enteramos brutalmente de lo que pasó con Gwyneth Paltrow, se apaga la pantalla y entra con toda fuerza David Bowie (cuya voz, admito, siempre me ha dado miedo) con la bestial The Heart's Filthy Lesson.

Esta vez, la canción es un tema de 1968, del trobadour escocés Donovan [Leitch], que se titula The Hurdy Gurdy Man y en cuya grabación participaron como músicos de estudio Jimmy Page, John Paul Jones, John Bonham y el futuro cineasta Alan Parker.

La canción, de tema típico de su era, parece dulce e inofensiva (casi podría pasar por una nana o una ronda infantil), sin embargo, hay algo brutal en el efecto de escucharla al final de la experiencia (a casi tres horas, créanme, Zodiac es toda una experiencia); algo sutilmente monstruoso en su letra.

Histories of ages past
Unenlightened shadows cast

Down through all eternity
The crying of humanity.

'Tis then when the Hurdy Gurdy Man
Comes singing songs of love,
Then when the Hurdy Gurdy Man
Comes singing songs of love...


Volví a casa, aún perturbado, no sólo por las imágenes, sino por el efecto que la canción había tenido en mí.

Lo primero que hice, fue colocar la canción en el iPod y escucharla varias veces. La escalofriante sensación se hizo aparente de nuevo, cada vez, amplificándose en la oscuridad.

¿Qué es lo que realmente me provoca temor? Trato de recordar pero nada sale en claro. Sé que hay una canción de Donovan que en mi infancia, me provocaba una inexplicable desazón, pero se trata de Mellow Yellow, de hecho, podría decir que Hurdy-Gurdy Man no la había escuchado antes en mi vida, hasta que entré a esa sala de proyecciones.

Por la noche, puedo admitirlo, tuve pesadillas.

En parte, éstas se las debo a un cuadro del espléndido Georges De La Tour, que apareció cuando buscaba yo imágenes de un auténtico hurdy-gurdy y de alguien que lo tocara.


El cuadro, que data del siglo XVII, es hermoso (observen el cuidado con las sombras) y a la vez, horripilante; sin embargo, resulta imposible apartar los ojos de él, casi tanto como los oídos de la pieza de Donovan (que pueden escuchar en el soundtrack de este blog, también).

Hay algo siniestro y hermoso, una belleza horrenda, en ambas piezas. Ahora, forman parte de mí también, aunque no sé cómo evitar el miedo...

...escuchen la canción en un cuarto a oscuras. Díganme lo que se siente.

viernes, 9 de marzo de 2007

Tú, Robot



Andando de ocioso, buscando una de las raíces de mis fobias (a los robots, vaya usted a saber por qué), me encuentro que el término "robot" viene del checo "robota", que significa "autómata". La primera vez que aparece utilizado como tal, es en una obra de teatro escrita por Karel Capek, en la cual estos autómatas se rebelaban contra sus creadores, allá por 1920.

Ese mismo año, apareció en cine el primer autómata animado: el Golem, en la cinta de Boese y Weneger, interpretado por Paul Weneger. En 1925 la alemana pro-nazi Thea Von Harbou escribe su novela futurista titulada Metrópolis, en la que aparece la robota María, y de ahí se establece el concepto moderno del robot, visualizado por el futuro ex marido de la Von Harbou, el legendario Fritz Lang en su película homónima.

En los años 40 el buen Isaac Asimov teoriza que los robots pueden ser amistosos, a través de sus famosas tres leyes de la robótica, la cuales fueron adoptadas inmediatamente por los autores de ciencia ficción. Cabe destacar que en los últimos tiempos, estas leyes resultaron obsoletas (p. ej: Ash, el oficial de ciencia en Alien, el Octavo Pasajero).

Independientemente de todo esto, es importante hacer notar la presencia de estos seres a lo largo de toda la historia de la cinematografía: desde la poco más o menos rupestre María, hasta sofisticados androides, cyborgs, gynoides (o fembots) y/o replicantes, que también son autómatas.

Hoy veamos algunos muy célebres y otros no tanto, que de un modo u otro, han influido en nuestra cultura popular:

1.- María (Metrópolis)
Interpretada por Brigitte Helm, este personaje es la pionera del robot como actualmente lo conocemos: primeramente, María es una luchadora social que es suplantada por los opresores de las masas con la enigmática robota (aquí llamada Der Weibliche-Maschinen). La cinta sigue tan poderosa hoy, como el día de su estreno, hace 80 años.

2.- C3PO y R2D2 (Star Wars)
El neurasténico robot y su compinche mal llamado “Arturito”, son como Laurel & Hardy versión George Lucas. Locamente populares, han servido como el primer acercamiento que han tenido generaciones de chamacos a la ciencia de la cibernética. Algunos sostienen la "aberrante" idea de que ThreePio es gay... si camina como pato y habla como pato...

3.- Robotina (Los Supersónicos)
Aunque a título personal a mí desde niño me da mucho miedo, esta vivaz y sensacional robota es definitivamente el núcleo del hogar de Super y Ultra Sónico, y sin ella, esta caricatura sesentera no hubiera sido igual: ¿acaso habrá un corazón afectuoso detrás de esa compulsiva obsesión por limpiar? Mejor será no averiguarlo...

4.- Bender (Futurama)
Esta es la otra cara de la medalla: donde Robotina parece andar con sobredosis de Prozac, éste guarro cibernético es angurriento, lépero, borracho y autodestructivo (hagan de cuenta, el difunto John Belushi pero con circuitos). Sin embargo, se ha convertido en todo un icono de culto, gracias a su sano sarcasmo, muy útil en la vida real ante tanto dramarama.

5.- Joanna Eberhart (The Stepford Wives)
La historia de una gentil ama de casa que descubre con creciente horror que los maridos de sus amigas – y el suyo propio- están en complot para asesinarlas y sustituirlas por robotas de amplios atributos y muy complacientes, se convirtió en todo un clásico de culto en los 70 y la celestial Katharine Ross (El Graduado), hizo una magnífica creación de su rol. Nicole Kidman participó (ostensiblemente avergonzada) en un horripilante remake hace pocos años. Siempre habrá una mujer que será identificada como una esposa de Stepford...

6.-Jamie Sommers (La Mujer Biónica)
Ustedes recuerdan la información clasificada como super-secreta: Esta güerota al caer de una avioneta se hizo pinole y la reconstruyeron como sofisticado cyborg. Para que no estuviera solita, Jamie (interpretada por Lindsay Wagner), mucho más bonita y carismática que “El Hombre Nuclear”, tuvo su mascota biónica: Max, un robot que era ¡bien perrón!

7.- Rachael (Blade Runner)
¡Qué chic! Haciéndola de la glacial replicante – que no sabe que lo es-, e inspirada en Ingrid Bergman y Joan Crawford, Sean Young apantalló a varios (incluyendo a Harrison Ford) en la formidable cinta de Ridley Scott. Su interpretación es muy lograda y elegante, cambiando el concepto que se tenía de las máquinas humanoides, ya que ésta resulta capaz de amar.
Como nota al margen: Deckard es humano.

8.- HAL y SAL 9000 (2001: Odisea del Espacio, 2010: El año que hacemos contacto)
Estas computadoras forman parte de la saga concebida por Arthur C. Clarke. Si bien no son propiamente robots, sí se puede decir que son el epítome de la inteligencia artificial, siendo la primera (en 2001 de Stanley Kubrick) capaz de matar y la segunda (en 2010 de Peter Hyams), de soñar [su frase Will I dream? me estremece aún ahora]. Las voces les fueron prestadas por Douglas Rain y Candice Bergen, respectivamente.

9.- Robby (Perdidos en el Espacio y Planeta Prohibido)
¡Peligro, Will Robinson, peligro! ¿Quién no lo recuerda? Apareció por primera vez como achichincle de un científico loco en Forbidden Planet (ópera espacial de 1956 con la curvilínea Ann Francis) y después formó parte de la serie de TV, en que siempre sacaba a balcón las villanías del tremendo Doctor Smith, que lo llamaba “¡Inútil pila de chatarra!”

10.- David Swinton (Inteligencia Artificial)
Una especie de Pinocho futurista, David es un adorable chicuelo que cree que es un niño de verdad, hasta que descubre que es tan sólo un androide. Sus aventuras y desventuras al lado de Gigolo Joe (Jude Law) conforman un oscuro filme dentro del canon de Spielberg, tomado de “Los superjuguetes duran todo el verano” relato clásico de Brian Aldiss.

11.- Astroboy (Anime japonés)
Mucho antes de I.A., existió esta serie de animación nipona, protagonizada por un robot heroico que además, era un niñito de nobles sentimientos. Aunque era algo brutal para las sensibilidades mexicanas, la serie tuvo bastante éxito y hasta la fecha, el personaje es muy reconocido.

12.- Mazinger Z (Anime japonés)
Otro regalo de la casa del sol naciente, que hizo la ilusión de muchos, que aún la recuerdan con dulce nostalgia (estoy seguro de ello, je je): Koji Kabuto y sus amigos luchaban contra el Conde Destatemado... er... decapitado y otros superfreaks como el Barón Ashler (que era a todas luces maraca y gandalla), a bordo de colosales robots que hacían picadillo la urbe de Tokio. Habitualmente era ayudado por dos robots: Afrodita A (tenía busto y la operaba su novia, la curvilínea Sayaka) y “El Oyoyoy”, una bazofia robótica que servía para hacer reír con su simpleza. Claro, por ser tan bestialmente violenta, la serie fue retirada de la TV, aunque se convirtió en una suerte de mito para la chamacada nacional en los 80.

No sé de verdad, porqué siempre me han provocado cierto temor los robots.
Me inquietan. No confío en ellos.

¿Será que yo soy uno y no me he percatado? Tanta memoria que no se satura...

Hay algo sospechoso, y no precisamente en Dinamarca.

Bueno, ya. Bye, Chau.

Dejen sus comentarios donde ya saben... y si ven a un replicante, pregúntenle si sueña con ovejas eléctricas (yo sueño con Unicornios).

jueves, 8 de marzo de 2007

Biblia de Neón


¿Es The Arcade Fire la mejor banda de rock actualmente?

Suelto la pregunta como botella al mar, aunque ya sé la respuesta: si no es la mejor, es una de las más importantes.

Esto lo confirmo al pasar toda la tarde escuchando su nuevo álbum, Neon Bible [el nombre, evidentemente, es una referencia a la novela de John Kennedy Toole, que posteriormente escribiría La conjura de los necios], que consigue algo no simple: hacerme bailar de repente y también detenerme a escuchar.

Siempre escribo con música de fondo, pero esta ocasión ha sido especial: no pude evitar detenerme en algunas piezas, a admirar su belleza, como me sucedió en la galería de los Uffizi, ante Venus.


Conocí a este grupo gracias al sincopado Lusin -- el pequeño y musical león con gafas- que me sugirió fuertemente los oyera, mediante una carta. Algún tiempo después, escuché Rebellion (Lies), quizá la mejor canción del monumental disco Funeral. Cuando la oí por primera vez, pregunté ¿Qué es esto? ¿Roxy Music? y el generoso neuromantic que estaba compartiendo el botín conmigo, tuvo a bien no reírse de mi chabacana ignorancia y mi lumpenéz hacia el pop (¿Qué puedo decir? ¡Soy idiota y me entero tarde de lo bueno!).

Lo bueno es que puse remedio a mi incultura tan pronto hube vuelto de Egipto.
El encuentro con este ensamble mixto de orates tan talentosos comandado por Winston Butler y su carnal William, en complicidad con Règine Chassagne (léase: Mrs. Win Butler), Owen Pallett, Sarah Neufeld, Tim Kingsbury y el pelirrojo Richard Reed Parry, fue un poco como volver a aquellos años en que realmente yo vivía para las canciones que se oían en la radio: pronto me hice de su discografía completa (rarezas, el primer EP publicado de manera independiente y claro, Funeral).

La aparición de Neon Bible no la anticipaba, fue una sorpresa cortesía de Michael (MyCool) King -- al igual que el hermoso set de libros de Alan Moore que misteriosamente llegaron a mi puerta hace un tiempo, ¿recuerdan?- junto con una carta larga y espléndida (de esas cartas que uno no puede sino atesorar en el alma) que leí y releí, mientras me sumergía en la música de las once piezas que componen este segundo álbum de estudio.


Desde el primer número, Black Mirror, mismo que se reproduce en el Soundtrack de Alias Cane; se hace manifiesta la presencia y el estilo de Arcade Fire, sólo que reloaded. Los temas tienen esas letras ingeniosas y abrasivas, la magnífica orquestación multinstrumental ayuda a que esta fiesta de sentidos y ritmos, salte desde las nieves canadienses para arrastrar mi oído con su cadencia.


¡Qué júbilo, qué joya, qué gozada!

Supongo que si entre ustedes hay fans del supergroup, ya estarán procurándose el CD tan pronto como puedan (no hay que perderse Intervention, Black Wave/Bad Vibration y el hipnótico tema titular), y no se van a arrepentir.

En este extraño invierno que casi troca a su fin, escuchar los versículos de la Biblia de Neón es como sonrojar a la nieve.


miércoles, 7 de marzo de 2007

Divino diván


Hace poco, acompañé a Carolina (51 kilos del más puro estilo en pantalones ajustados), que había sido invitada a la cena de cumpleaños de un pintor más o menos famoso (y bastante amigo de la publicidad, por lo que no mencionaré su nombre) en esta ciudad.

Para mí, tales ocasiones son definitivamente motivo de júbilo: me encantan los cumpleaños [incluyendo el mío] y también me encanta cenar (se nota), así que yo estaba entusiasmado por partida doble.

Ahora bien, lo que pasa es que siempre en esta clase de fiestas – como dijera Fitzgerald en el Gran Gatsby- entre más grande el guateque, mayor es la privacía (entiéndase, en las reuniones petit comité no hay ninguna clase de intimidad). Así pues, sobre advertencia no hay engaño, me puse guapo (como si semejante cosa fuera posible) y junto con mi amigocha me lancé hacia los extraños rumbos de San Ángel -- ¿qué les puedo decir? El sur de esta metrópoli no es mi fuerte- para entrarle a la chorcha.
Pero de haber sabido…

Lo malo de algunas de estas fiestas grandes es que, en ese afán de ser muy chic y a la vez muy espontáneos, los anfitriones deciden montar una sola mesa – en esta ocasión éramos como 100 personas, todos sentados, imagínense- para poder distribuir a la gente al azar, con la idea de “mezclar” para divertir.

Personalmente me parece muy linda la idea de ser espontáneo y encontrarme cara a cara o codo a codo con extraños (ya me conocen) pero ¿qué creen? ¡No siempre funciona!

Por suerte en este caso no fue algo desastroso – no me tocó nadie que comiera y/o bebiera más de la cuenta y luego, repentinamente, tras oír algún lépero pero buenísimo chiste, comenzara a toser, ponerse morado como cebolla y finalmente espectacularmente vomitar, arruinándome, dejen ustedes el apetito, mis zapatos nuevos que, por cierto, no fueron nada baratos - pero sí bastante bizarro.

Donde la flaca fue a dar a un extremo de la mesa y le tocó departir con dos sujetos, no muy evidentemente de mi persuasión (léase: homosexuales) que tenían muy buen lejos, pero que – según me relató cuando nos íbamos- nomás en eso se quedaban: uno era abogado y otro obstetra, los dos conmovedoramente aburridos, a mí me tocó conocer a una chica muy mona, de ojos verdes, que se presentó como Federica. No había terminado yo de decir “ay, pues mucho gusto…” cuando ésta procedió a someterme a sutil y a la vez enérgico cuestionario. Por un momento no supe qué onda.
Refinada y de la más alta alcurnia (como Clementina, es decir, el Pájaro Loco... para los que pescan la oscura referencia) la chica fijó su mirada en la mía y escuchaba mis al principio balbuceantes respuestas.
Luego, acto seguido, caí en cuenta de algo. ¡Con razón me sentía yo como objeto de entrevista del desaparecido doctor Kinsey! Lo que esta joven hacía era ¡psicoanalizarme de incógnito!

Me paralicé.

Verán, yo no tengo nada en contra del psicoanálisis. Por el contrario, junto con el cinematógrafo, el Internet y el horno microondas, lo considero uno de los más grandes inventos de la humanidad. Pero lo que no me gusta, es que lo ejerzan conmigo pretendiendo que no me de cuenta.

Digo, yo ya estuve en terapia, y hasta de choque, thank you very much. Y tuve buenos terapeutas, de los que guardo un buen recuerdo y a quienes estoy realmente agradecido. Sin embargo, no encontraba yo razón alguna para volver a las glorias lacanianas, sin que me dijeran "con permiso, te voy a levantar la tatema para examinarte la cabeza antes del segundo tiempo".

Tampoco puedo culpar a la chica (que a la sazón sí era psicoterapeuta). Supongo que en mayor o menor medida todos solemos caer en la indulgencia de pretender que podemos analizar los pensamientos del otro (¿lo otro?) aún si no somos capaces de ponernos en sus zapatos. De poder establecer algún tipo de opinión, por bienintencionada que ésta sea, sobre la conducta ajena y elaborar nuestros propios criterios al respecto.

No puedo decir que no lo pasé bien ni tampoco que no me fuera útil, pero al cabo de una hora y media, yo ya estaba ansioso por cambiar de compañera de mesa y buscar a alguien que no estuviera checando cada una de mis frases y de mis movimientos.

No sé ustedes, pero yo sin que de por medio haya un divino diván, nada más no alcanzo catársis.

martes, 6 de marzo de 2007

Generación 2666


Hay libros que, literalmente, cambian vidas.

Y esta transformación, esta transubstanciación, sucede sin que te lo esperes, sin que te lo imagines. Puedes estar, como dijera Auden, paseando al azar, matando tiempo entre las mesas de novedades, estar (y ahora es Doris Lessing quien viene a mi mente) completamente eximido del estado de alerta, cuando estalla la bomba.

O quizá no; el estallido y la captura no suceden en la librería (aunque ya ha comenzado el secuestro, cuando coges el libro y miras la solapa o la contraportada, o si tienes mucha suerte y no está envuelto en papel celofán, lees las primeras frases, los epígrafes o la dedicatoria y comienzas a perderte, mientras te acercas a pagar). Ocurren en la comodidad e intimidad de tu casa; o mientras vas por la calle, despojas de sus ataduras al libro y tratas de asomarte a su interior.

Así sucede a veces. Lo cierto, es que resulta inevitable; especialmente con ciertos libros.

Con 2666, de Roberto Bolaño [y ojo, si vuelvo a oír otro chiste pendejo acerca de Chespirito soy capaz de empezar a abollar culos y coccis a patadas] fue así, es así.

Se trata de esos libros que, como una mujer hermosa o una criatura de fealdad indescriptible, son inescapables a la mirada; y cómo no, si sus dimensiones así lo indican: es un volumen (en pasta blanda) de 1100 páginas, con una cubierta inquietante y a la vez tan plana, que puede describirse en tres frases -- aún si no es posible encapsular lo que representa esa imagen tan extraña que la ilustra.


El libro (y su autor) llegaron a mí de un modo azaroso, casi como de novela de Paul Auster. Era el otoño de 2004, cuando mi amistad principalmente e-epistolar con Juan Carlos aún era muy joven, que éste me dejó, a manera de críptica post data, el numeral que da título a la obra. Al principio, no entendí absolutamente para nada a qué se refería, hasta un par de días después, cuando fui a El Péndulo y ahí, en la mesa de novedades, prácticamente el libro me gritó a la cara.

2666.

Fue como si de repente algo hiciera click y todo hiciera sentido; tomé el ejemplar como quien se está robando la última galleta del jarro y corrí a la caja, justo antes de que alguien más -- que lo quería- pudiera tomarlo. Pagué, desfalcándome por el resto de la quincena (sí, el libro es un placer adquirido y como tal, es algo más costoso que lo habitual) y salí con la curiosidad que otorga un misterio revelado de pronto.

Admito que tal vez de no haber sido por mi amigo y su éxtasis, yo no habría sabido qué ocurría [aunque es posible que igual, posteriormente me hubiera acercado al libro, como dije, sus dimensiones lo hacen muy llamativo] mientras comenzaba a leer, y es por lo mismo que la --igualmente contagiada de emoción- primera reseña periodística que escribí (en diciembre de ese año, para el suplemento editado por Irene Selser en Milenio, bajo el título 2666: Misterios Gozosos y Dolorosos) está dedicada a él, igual que el presente texto. O bien, lo parafraseo: "No fue una revelación, sino una verdadera epifanía" (Lo sé, lo sé, espolio, espolio).

Sin embargo, y más allá del trasfondo emotivo que para mí tuvo/tiene/tendrá esa primera lectura del libro, no dejo de encontrar en él un trabajo que efectivamente, cambió mi vida literaria, de un modo que pocos libros habían logrado anteriormente (acaso la novelita neoyorquina de Levin en mi infancia o A Sangre Fría en mis años de púber). Ésta era una narración monumental y ambiciosa, un templo de sangre y mierda y oro y música y ruido y horror y dulzura y desierto y bosques, que se abría ante mí, como lo hiciera ante una enorme falange de lectores, que nos descubrimos maravillados, de hinojos ante las pruebas ontológicas de la existencia de una voz que (cuando la descubrimos), ya nos había dejado.


Me habría gustado conocer a Bolaño.

O tal vez no.

Casi mejor que no, ahora que lo pienso.
Conozco (de hecho, colaboro) con quienes lo conocieron hace siglos, en algunas redacciones de periódicos mexicanos que ya no existen o que han mutado hasta ser irreconocibles. Me han hablado de ese personaje tan extraño, capaz de la mayor generosidad o retruécano, que en 1980 u 81, o así, hizo llorar en público a Carmen Boullosa -- en compañía de sus infrarealistas- y cuyos gustos y filias iban por los derroteros más insospechados.

Puedo afirmar, sin empacho, que como escritor, no había encontrado lo que puedo llamar "mi generación". Por mucho tiempo me alarmó no encontrar otros escritores de mi edad y que, los habidos, se hallasen atados a la colita del llamado Crack.

Para empezar, debo decir sin temor a ofender, que, fuera de la obra de Nacho Padilla y Pedro Ángel Palou, a quienes admiro como narradores y aprecio como bonhommes, no tolero al resto de los firmantes del manifiesto crack (que diez años después ya está más tieso que la mismísima onda, que avivó la llama narativa en los sesenta y no ha tenido paralelo, aunque digan lo contrario). Eloy Urroz no me gusta por su densidad y a Jorge Volpi, literalmente (y sé que no soy el único), lo abomino cordialmente; mi dedo se extiende para señalar que el emperador camina sin ropas. Quizá hacerlo sea un signo innegable de mi zafiedad, lo mismo que es también consecuencia de su pedantería ostentosa y como su obra, pesada cual collar de papayas.

Le profeso cariño a la obra de Eve Gil (a la que además tengo gran afecto personal), Vicente Herrasti y Álvaro Enrigue (que logró extricarse de modo tajante pero eficaz y muy polite, de sus coétaneos) y José Ramón Ruisánchez me divertía algo, pero no pertenezco tampoco, siento, a su generación... aunque puede ser que Eve y yo tengamos más en común, gracias a lo que da título a esta idea.

El descubrir 2666 y posteriormente, Los detectives salvajes [lo sé, lo sé, comencé al revés] fue como decir de aquí soy. Encontrar la voz que le hablaba a mi generación; que había trascendido a su microrevolución setentera/ochentera anti-Paz en México, para hallar en Barcelona, un retrato distorsionado de lo que había dejado atrás: un lirismo narrativo muy descriptivo, cercano al nihilismo, como al melodrama gótico más emparentado Cumbres Borrascosas y Drácula, o incluso, tomado de la mano con Kafka y Flannery O'Connor (hay pasajes de Los detectives... que de inmediato me regresaron a Un hombre bueno es difícil de encontrar). La atmósfera angustiosa y de pérdida desolada de 2666 se manifiesta tan llena de posibilidades para el lector (o bien, el autor que también es lector), que resulta inevitable la identificación, el hechizo, la ronda en torno a una fogata donde se consume y achicharra la convención novelística que nos ceñía como latinoamericanos e hispanohablantes o al boom y el menester del realismo mágico, o a las poses cosmopolitas pero hoy avejentadas y con notable y feo lifting de aquél grande que era Fuentes. De sus cenizas como Fénix, chisporrotea lo que llama en su ficción, realvisceralismo, así de golpe, como un mazaso en el cráneo: huella imborrable.

Acaso Bolaño está más cerca de Cortázar -- esa fina ambiguedad entre lo bestial y horripilante y lo sosegadamente ordinario- que de Vargas Llosa o de otros autores españoles, como Javier Marías o del propio noble portugués Saramago (que no, ni era pintora ni tampoco era señora, me consta). Es en sí, una voz original y reveladora; no necesariamente un insurgente, sino un creador de historias, un hilvanador de perlas ennegrecidas o ensangrentadas.

Sé que Rodrigo Fresán tal vez piensa como yo (sus Vidas de Santos son fehaciente testimonio) donde otras voces como Vila Matas o Javier Calvo se inclinan a seguir la misma Flauta para dejar Hamelin.

Sería harto pretencioso (exquisita y afectadamente Volpiano) de mi parte, decir que hago lo mismo. No, no, señor. Yo no soy nadie. Apenas acabo de salir del huevo, aún tengo trozos de cascarón pegados a la pelusa. Pero quizá un día pueda decir que puedo. Lo cierto es que es por Bolaño, que me redescubro y recupero realmente la fe en mi narrativa; la prueba de esto fue que de inmediato, apenas escribir esa reseña y arrastrarme por el desierto de Santa Teresa, me sentí lleno de vigor, armado, libre.

Hay dos novelas y un puñado de cuentos (o bien, una novela y otra-en-proceso) que vibraron como con defibrilación. Leerlo me hizo sentir vivo (y no sólo a mí: lo he visto tocar a otros muchos, amigos del corazón y aún conocidos hostiles): es increíble que muerto sea la voz de una generación que no conoció y a la que, de vivir, ciertamente y con esa modestia underground tan suya, hubiera señalado como no suya.

Pero, y esto es una verdad como ese templo que describí y que es esa novela (y Los detectives, naturalmente), los Archimboldianos somos legión.

Y me siento muy honrado de ser uno de ellos.

Gracias por abrir las rejas a este jardin de delicias terrenas y horrores arcanos.