viernes, 8 de diciembre de 2006

Respuesta pospuesta

La semana pasada (o antepasada), una pequeña de siete años, me miró con ojos enormes desde su sitio en la mesa y me preguntó, haciendo acopio de todo lo que debe ser el valor y el tacto para una personita de su edad, lo siguiente:

“Miguel,” me dijo “¿eres gay?”

En ese momento, movido por la ternura (sí, como todos los niños y niñas que son cercanos a mi querer, suscita en mí un brote de ternura ante su candidez, que dura más bien poco y hay que disfrutarla cuando se hace todavía aparente) y la hilaridad, le respondí: “¡Mi vida! ¿A estas alturas del poema no lo sabes?”

Fue poco después que sus padres me hicieron notar que efectivamente, no lo sabe… y lo que es más, mi respuesta, al menos para ella, no fue del todo clara: podría haber significado cualquier cosa.

En suma, la verdad es que no le respondí.

Eso me puso a pensar. ¿Porqué no dar una respuesta clara, directa y simple? ¿Porqué contestar a una pregunta legítima con otra pregunta? Después de todo, la nena tiene siete años y si bien en muchos aspectos es mucho más despierta que yo a esa edad, no tiene modo de saber ciertas cosas y la oportunidad de tener una respuesta es lo menos que podría esperar. O bien, recuerdo que, a los siete, cuando yo hice más o menos la misma pregunta a mi padre, “¿qué es homosexual?” después de leer la palabra en un periódico, en un contexto informativo, la respuesta de mi padre fue “un hombre que quiere ser mujer” (idea con la que estuve en la cabeza por años, aún sin comprender exactamente mi propia naturaleza).

Y, como es obvio, he seguido pensándolo. Si yo volviera a tener esa edad y hubiera conocido a alguien como yo soy ahora, de adulto, ¿qué respuesta esperaría o eventualmente apreciaría? ¿Una mentirijilla blanca? ¿Un cambio de tema? ¿Un silencio impactado? ¿Una pieza de desinformación bien intencionada, pero desinformación al fin?

En el entendido que los siete es una edad tierna, pero al mismo tiempo, es la edad en que más pronto se cimenta lo que eventualmente llegaremos a conocer como nuestro criterio, ahora mismo hago un acto de reflexión, no sólo para esa pequeña tan viva y tan adulta y al mismo tiempo tan dulce y cándida, sino para uno mismo.

El trayecto del aceptarse y comprenderse – que es más bien largo- siempre conlleva muchas estaciones y una vez que se ha llegado a la que se ha de ocupar, la idea de explicarse resulta hasta exótica, sin tener en cuenta que muy posiblemente uno (léase, yo) sea lo más exótico que el interrogante (en este caso mi pequeña amiguita u otros que sin necesidad de articular la pregunta la formulan igual, pero acaso restringidos por lo que llamamos tacto social se reprimen de cuestionar, no tanto como un abstracto total, sino más bien con el interés del cómo y el por qué) haya encarado. – Y en este caso es verdad, me sucede mucho que me corresponde ser la primera o única o más cercana persona homosexual que conocen o tratan.

Y por supuesto, hay otros factores que intervienen, uno de ellos, por ajeno que parezca, es el pudor: otro son las perspectivas políticas, o religiosas, inclusive. Naturalmente también está siempre presente, con sus zapatos de suela de goma que chirrían al andar, el factor miedo, casi siempre acompañado de su amiga paranoia. Yo no tengo ninguno de los dos (mi closet no tiene puertas) pero dadas las reacciones de ciertos grupos en contra de quienes admiten (admitimos) libremente su preferencia, es normal que existan. ¿Quién soy yo para criticar? Mi boca alguna vez rota es testimonio y no tengo a qué temer ya, que no hubiera visto ya.

La cosa es: hay mucho más en el ser homosexual (o gay, aunque esta última palabrita nunca me ha gustado mucho del todo) que el simplemente el sexo y cómo se hace o con quién. Existe toda una cultura con bases más antiguas incluso que el término y eso es algo que a la gente que nos odia realmente le parece atroz, aunque lo que más les estremece es la idea de que somos capaces de experimentar la más escalofriante de las emociones humanas: el amor.

No alcanzan a comprender cómo es posible que seamos capaces de amar. Amar y sentir atracción – a veces correspondida- por alguien de nuestro mismo género. “¡Maracas! ¡Degenerados!” gritan y exclaman, pero sólo es una forma de patentizar el hecho de que no comprenden que para gente como uno el amor exista.

Sí, señor. Sí, señora.

El amor como realmente existe: como un gran océano, como la montaña más elevada; amor en todas sus manifestaciones: como festín, eros y philos. El amor romántico y cortés, el amor ilusión, el amor soñado que nosotros también tenemos derecho a tener (como en los sueños de jovencita), el amor con todos sus atuendos: amor a nuestros padres y hermanos, o bien, manifiesto como la amistad y lealtad a nuestros amigos, la adoración a nuestros afectos; las joyas prestadas: esto es, el enamoramiento, la obsesión, el estremecimiento, el ansia. Y también el tontear, el fantasear, el flirt. Y los otros tonos y variantes: lujuria, pasión, tortura, euforia, éxtasis divino, abismo de dolor.

Amor en todos sus modelos (como un desfile de la casa Dior). Amor como necesidad y satisfactor, como una mano tendida en la oscuridad que no todo mundo va a tomar cuando los edificios se colapsen, pero tal vez haya alguien, alguien que extienda sus dedos para que rocen los tuyos. Alguien que te abrace de repente.

Amor como tal.

Quiero ser amado. He amado. Alguien me va a amar.

Ahora mismo, alguien me quiere y yo quiero a alguien (o bien son muchos alguienes que me quieren y a quienes yo quiero)

Y lo sentimos y es parte de nosotros, como de cualquiera.

No importa que haya quien nos odie o nos tema, eso no pueden quitárnoslo. Es parte de quienes somos, de cómo somos. Y por lo mismo, no nos diferenciamos gran cosa de la otra gente, la que se llama “normal”, igual trabajamos, pagamos deudas, vamos al baño y al cine y nos reímos y lloramos.

Entonces, regreso al principio, a lo que me remuerde y remueve (y conmueve): el no haber sido sincero con alguien inocente que quiere saber. Que se interesa por comprender algo desconocido en su entorno, para incorporarlo (uno se imagina) al mundo de lo que podrá entender, con el tiempo.

Así pues, sin mayor rodeo debo dar la respuesta que quedé a deber,

Sí, Patsy. Soy gay.
Y soy feliz.

Y te quiero.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Miguel: Qué tal? Estaba leyendo este texto y lo primero que pensé antes de llegar al final fue que la niña tiene suerte. Tiene suerte, o más suerte de la que tuvo mi generación, porque podrá crecer conviviendo con otras formas de vivir el amor, cosa que yo no tuve. Tiene suerte, porque podrá crecer viendo las cosas de forma mucho más cotidiana, menos secreta, menos extraña. Va a poder entender lo que tú decías: que el amor se siente igual, no importa a quién amemos o quién nos atraiga.

Y tiene suerte de que estés tú a su lado y la quieras, porque entonces nadie podrá hacerla pensar que alguien es raro, o condenable, simplemente por su forma de vivir.

Seguramente podrás hablar con ella y explicarle lo que necesite saber en este momento. Una amiga dice que los niños preguntan hasta donde necesitan saber, y cuando necesitan más información, preguntan nuevamente.

Patsy tiene suerte, repito. Qué bueno que estés tú tan cerca de ella.

Un abrazo grandote, desde el sur.
Patricia.

Anónimo dijo...

Sólo paso veloz para mencionar que Patricia ya dijo lo más importante.

Y finalmente, "el amor lo vence todo".

Saludos apresurados.

Faramir