Imágenes preciosas: Rosemary's Baby
Hace algún tiempo, les participé de uno de mis grandes amores, ¿recuerdan? (click aquí)
Sin embargo, hoy quisiera poder compartir con ustedes un poco más de ello.
¿A qué me refiero?
A una de las más magistrales secuencias dirigidas por Roman Polanski en El Bebé de Rosemary (1968), que ahora tengo el placer de presentarles a continuación:
Observen por favor, no sólo la presteza para mover la cámara, que nos convierte en los ojos de la vulnerable y dulce Rosemary Woodhouse (Mia Farrow, en una de esas actuaciones que trascienden al medio y entran directamente a la categoría de leyenda y esto apenas con veintidós años de edad).
Observen el cuidadoso trabajo en cada personaje: la turbación en Cassavetes como el traicionero Guy; la sutil malevolencia de la adorable Minnie (nadie como Ruth Gordon); la transubstanciación perfecta entre la novela de Levin y esta marca en el celuloide.
Momento climático que forma parte indeleble de la historia del cinema, del arte contemporáneo, de mi propia existencia.
Rosie conoce a su hijo, Andrew John Woodhouse, por primera vez una soleada mañanita de fines de junio de 1966 en el apartamento 7-A de la Casa Bramford (Calle 72 Oeste, Manhattan).
Polanski cuida cada textura, cada color. Sidney Blackmer brilla triunfante como Roman Castevet, encantador geriatra, solícito vecino y genio del mal.
Generaciones enteras sucumbimos ante el hechizo de lo mostrado: preciosas imágenes captadas por William Fraker, en un estudio de la Paramount. Todos nos estremecemos ante la cuidadosamente planeada embestida musical de Krysztof Komeda, todos temblamos como Mia, ante lo inevitable. Esto es cine, pero uno lo olvida: uno está ahí, uno es ella, atrapado sin salida, ante una situación monstruosa, inconcebible, inenarrable... y absolutamente real.
Ésta es una de mis escenas favoritas e indispensables, tomada de la que es, sin lugar a dudas, mi película preferida de toda la vida, mi primer amor, la llave que abrió la puerta. Paraíso perdido siempre recuperable.
Esto, es la magia del cinema en las salas oscuras del alma.
Y es un placer inmenso, sin tasa, poder compartirlo con ustedes tranquilamente, en silencio. Sólo con la luz de la pantalla entre las sombras.
Blessed be.
Sin embargo, hoy quisiera poder compartir con ustedes un poco más de ello.
¿A qué me refiero?
A una de las más magistrales secuencias dirigidas por Roman Polanski en El Bebé de Rosemary (1968), que ahora tengo el placer de presentarles a continuación:
Observen por favor, no sólo la presteza para mover la cámara, que nos convierte en los ojos de la vulnerable y dulce Rosemary Woodhouse (Mia Farrow, en una de esas actuaciones que trascienden al medio y entran directamente a la categoría de leyenda y esto apenas con veintidós años de edad).
Observen el cuidadoso trabajo en cada personaje: la turbación en Cassavetes como el traicionero Guy; la sutil malevolencia de la adorable Minnie (nadie como Ruth Gordon); la transubstanciación perfecta entre la novela de Levin y esta marca en el celuloide.
Momento climático que forma parte indeleble de la historia del cinema, del arte contemporáneo, de mi propia existencia.
Rosie conoce a su hijo, Andrew John Woodhouse, por primera vez una soleada mañanita de fines de junio de 1966 en el apartamento 7-A de la Casa Bramford (Calle 72 Oeste, Manhattan).
Polanski cuida cada textura, cada color. Sidney Blackmer brilla triunfante como Roman Castevet, encantador geriatra, solícito vecino y genio del mal.
Generaciones enteras sucumbimos ante el hechizo de lo mostrado: preciosas imágenes captadas por William Fraker, en un estudio de la Paramount. Todos nos estremecemos ante la cuidadosamente planeada embestida musical de Krysztof Komeda, todos temblamos como Mia, ante lo inevitable. Esto es cine, pero uno lo olvida: uno está ahí, uno es ella, atrapado sin salida, ante una situación monstruosa, inconcebible, inenarrable... y absolutamente real.
Ésta es una de mis escenas favoritas e indispensables, tomada de la que es, sin lugar a dudas, mi película preferida de toda la vida, mi primer amor, la llave que abrió la puerta. Paraíso perdido siempre recuperable.
Esto, es la magia del cinema en las salas oscuras del alma.
Y es un placer inmenso, sin tasa, poder compartirlo con ustedes tranquilamente, en silencio. Sólo con la luz de la pantalla entre las sombras.
Blessed be.
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