viernes, 3 de octubre de 2008

Amigos invisibles

José Ramón Ruisánchez, alias Joserra, es mi amigo.
Aunque nunca me haya visto en su vida.
Aunque nunca nos hemos sentado a comer juntos unas sabrosas enchiladas de mole, o a tomar una birra.
De hecho, he considerado a Joserra mi cuate, desde hace ya muchos años, cuando vino a caer a mis manos, por meritito accidente, un ejemplar de su primera novela, Novelita de amor y poco piano, que a mediados de los 90 obtuvo el premio Juan Rulfo de primera novela. Me gustó lo que leí, me dije "¡qué vaciado!" y pensé que era una voz que prometía.

A lo largo de los años trascurridos, mientras yo formaba mi carrera como narrador al margen, seguí leyendo su obra cuando aparecía: Y por qué no tenemos otro perro, Remedios infalibles contra el hipo, Cómo dejé de ser vegetariana. Mientras más lo leía, mejor me caía y descubrí que nos gustaban muchas de las mismas cosas: los mismos narradores y la misma música (Los Smith, Tori Amos) y películas. Pescaba las alusiones y referencias en sus textos y me encantaba que a los narradores convencionales no les gustara por que era "demasiado excéntrico".

Joserra y yo no nos conocimos nunca -- aunque tenemos amigos comunes y muy cercanos- y cuando emigré, entre los libros que me traje, venía uno suyo. Hace poco, verbi gratia el Facebook, hicimos (¡por fin!) contacto, y hemos sostenido una "amistad virtual" bastante próspera y cordial, pero más allá de eso, él sigue siendo un escritor que me gusta y yo, su lector.

Hace unos días, antes de irme de viaje, recibí por correo su más reciente novela, Nada cruel (publicada por Era) y me dio mucha emoción. No sólo por que me la enviara Joserra, si no por el hecho de que hacía ya bastantito que no lo leía y se me había hecho mono -- es decir, extrañaba su estilo.

Me encontré, tras leerla, que ésta es, de todas sus novelas, posiblemente la que tenga una estructura más convencional en el aspecto narrativo, sin sacrificar en ningún momento la excentricidad que es característica en su manera de escribir. Es la más "novela" de todas y funciona muy, muy bien en varios niveles.

Santiago y Raúl son dos hermanos, que son rivales enconados de toda la vida. Santiago rompió la codependencia y huyó a hacer un doctorado a una universidad en ese paraíso ivy-leaguero que es el Atlantic Northeast, donde acaba por casarse con la dulce y sensible Ana, (Nan) y juntos se establecen a vivir el sueño académico, rodeados de amigos protectores -- Miguel, un escritor y catedrático y su esposa, Kay- y establecen un matrimonio basado en un constante 'banter', muy al estilo de Hepburn y Tracy o Nick y Nora Charles, pasados por buenas dosis de Doña Borola y Don Regino Burrón (o el Santos y la Tetona Mendoza, según se quiera), que se antoja vibrante, inteligente,vivo. Uno ha escuchado estas conversaciones antes. Se sienten fidedignas, auténticas.

Pero (como en toda narración, siempre hay un pero) hasta los matrimonios más felices pueden ser susceptibles a cualquier maquinación siniestra y de eso trata en parte esta historia. Debajo de esa jocosa presentación, subyace el profundo trauma de Santiago: su hermano Raúl es perverso y de mal corazón -- vivía en el reventón y destruía chicas sistemáticamente, llevando alguna incluso hasta a la muerte-, Santiago busca escapar de él, negarlo, cerrarle las ventanas a su vida. Poco imagina que la maldad se manifiesta de manera implacable, con diversas tentaciones y máscaras, y que el pasado -- aún poniendo kilómetros de distancia- para él es ineludible.

En esta novela, Joserra establece una atmósfera lograda, la sostiene y la remata con fiereza... casi con crueldad.

Esta es una novela madura, pese a sus vistosos atuendos y su incesante ping-pong verbal. Se sirve de ellos para atrapar al lector, atraerlo cerca, y cuando lo tiene en sus manos, abofetearlo con una dosis de realidad, de mezquindad humana, de amor y desamor. En suma, de las emociones, nada cruel.

Cuando terminé de leer el libro, me sentí inquieto, desconcertado. Como narrador, Joserra ha cruzado un umbral que no había atravesado antes y se aventura en territorios muy suyos, pero al mismo tiempo más universales -- si esta novela hubiera estado ambientada en los años 20 en Nueva York o París, sería una obra de Fitzgerald, me queda claro.

Como colega, me siento abrumado y estimulado y sorprendido. La promesa que era en 1997, ya se cumplió y rinde frutos.
Como amigo (amigo invisible, aunque tal vez algunos dirán que es muy aventurado de mi parte el sentirme su amigo, pero qué le voy a hacer, también me sentía amigo de Peter Straub antes de serlo, sólo de leerlo) me siento requeteorgulloso.