martes, 31 de octubre de 2006

Halloween: íntimo terror

Hoy que es víspera de todos los santos, les contaré sobre el primer instante de mi vida en que experimenté el terror.

Para darles una idea de cómo fue, hay que volver a la infancia; ese territorio que a veces pensamos es más maravilloso de lo que realmente fue, visto a través de la lupa de la nostalgia, que no sólo magnifica lo enternecedeor, sino también las experiencias brutales y viscerales como ésta.

Los ocho o nueve años es la edad en que descubrimos el terror en un concepto más adulto… y como es algo que pertenece a territorio vedado, pues más atractivo todavía.

Son los años 80, década célebre por el espectacular auge del mal gusto materialista e iconoclasta, que exigía siempre algo más nuevo, más deslumbrante: como dijera Manolito el de Mafalda: “¡Más, más, más!”… la década prodigiosa que ayudó a formar a chicos como yo.

Volviendo al relato: era noche de brujas de 1982.

De por sí, el país pasaba una época tenebrosa (el espectro de la crisis económica nos había aplastado) y el tan sobado ja-lo-guín, era un pretexto para la pachanga.

Es así, que mis padres fueron invitados a una fiesta de adultos y tuvieron a bien, inocentes, dejarme al cuidado de los hijos adolescentes del set de amigos que tenían (los mayores no tenían ni dieciséis años), punta de irresponsables incapaces de hacerse cargo de un niño de mi edad. Pensaron que con un refrigerio listo y una máquina Betamax conectada a la TV bastaría para que no dieran la lata.

“Ahí ven una película y se entretienen”.
Claro.
Quizá Bambi habría sido mejor.


No sé quien trajo de su casa un videocasette con Halloween de John Carpenter, que es, aún hoy una de las cosas más angustiantes que haya visto.

Era la época antes del DVD y los videoclubes en cadena.

Para ver una película para adultos (por suerte no encontraron una copia de Debbi Does Dallas que mis papás tenían bajo llave en un cajón) alguien debía tenerla en casa y prestarla.
Nuestra clandestina expedición nos llevó al ficticio suburbio residencial de Haddonfield, a conocer a Laura Strode (Jamie Lee Curtis, quien, sutil ironía, es hija de la difunta Janet Leigh), niñera virginal y ordinaria y a sus amigas Annie y Lynda, todas ellas núbiles niñeras de clase media y buena pierna.

La inocente Miss Strode ignora, por supuesto, que terminará la larga noche como si le hubieran hecho champucito con un tomajauk.


Aquí el Coco, más conocido por el apelativo de Michael Myers, es un peponazo con fantasmal máscara blanca y afilado cuchillo cebollero, que es anunciado por muy efectiva música compuesta por el propio Carpenter.

Todos los jóvenes que "me cuidaban" mientras veían la peli, seguro que la pasaron muy bien, supongo, porque gozaban cuando alguna núbil jovencita era convertida en pita fajita; aunque yo estaba paralizado frente a la pantalla.

Ese era un vecindario como el mío.
Una casa como la mía.
Las víctimas destripadas y torturadas eran como mis primas las grandes, que a veces me cuidaban.
Esto podría ocurrir de verdad.

Al final de la truculenta velada, yo estaba seguro de que Michael Myers estaba escondido en algún rincón de la casa y que en un descuido, iba a tasajearnos.
Lo peor vino cuando mis padres pusieron el proverbial grito en el cielo al encontrarse con que el engorro (léase, yo) se rehusaba a apagar la luz para dormir.


Así es como por primera vez experimentamos no el miedo, sino el terror.

Y lo más extraño es que nos gusta; volvemos una y otra vez a ese páramo sombrío a someternos al escalofrío, antes de volver a casa y seguir nuestras vidas a plena luz del día, haciendo un magnífico trabajo de ignorar las sombras que crecen en los rincones…

2 comentarios:

Anónimo dijo...

tienes un correo con sorpresa...

Miguel Cane dijo...

Kimba:

¡YA LO ENCONTRÉ!

Ahora, Feliz-Feliz.

Te lo comento en cuanto llegue a la vieja Iruña.

Cuenta regresiva...

... y un millón de abrazos.