sábado, 3 de febrero de 2007

Bolèro


Sin pudor alguno, debo reconocer que soy una criatura que se rige a base de antojos.

Y también de devociones, como consta en estas planas electrónicas, mas no puedo negar la existencia de esos brotes de deseo que me toman por sorpresa y me llevan a buscar lo que me apetece.

Esto puede ser cualquier cosa, ¿eh? Desde un dulce (aunque confieso: de unos tres años para acá me dan mucho asco los caramelos. De hecho, la sola noción de caramelo me provoca una náusea atroz) hasta un objeto determinado. Y no me detengo en mi afán por obtenerlo -- uno es perseverante, aún si tan sólo es para las cosas para las que no debería serlo.

Así pues, ayer me desperté con un antojo feroz (¿recuerdan la frase publicitaria?) por el Bolèro de Ravel. Posteriormente, un detalle de Monsieur David me hizo que se reforzara más mi deseo por oírlo de nuevo.

¿Por qué esa pieza en especial?

No tengo ni la más pálida idea. Pero el caso es, era tal mi urgencia, que no paré hasta conseguírmela y toda vez me la hube agenciado, estuve escuchándola una y otra y otra vez, en intervalos de 15 minutos (y 50 segundos) todo el santo día.

Es un raro antojo (como de embarazada, cosa que en cierto modo se relaciona directamente conmigo en estos momentos... aunque pronto me expongo al respecto) y lo estoy disfrutando. Sobre todo, porque me sorprende: no recordaba algún episodio significativo de mi vida que me hiciera tenerle particular afecto a la pieza... al menos no, hasta que brotó algo (ésta memoria mía que no me da paz).

Hace muchos, muchos años, mi padre y yo nos quedamos atorados en un embotellamiento de tráfico. No recuerdo exactamente dónde (quizás en el anillo periférico) y no sé por qué éramos los dos solos.

El momento es aún más raro en mi memoria, porque no aparece mi madre -- y si esto es (se siente) anterior al nacimiento de Mónica, entonces mi abuelo Miguel aún vive.

Pero en la imagen tan clara, aún con los colores difuminados por las décadas transcurridas, sólo somos mi padre y yo, en el Mercedes gris oxford-casi-negro (modelo '59), juntos en el asiento delantero con el tocacintas funcionando.

Debo haber tenido algo para leer -- nunca salía de casa sin por lo menos tres libros, casi siempre uno de ellos para colorear, ergo, era indispensable cargar con la caja de crayolas- pero lo que recuerdo, es escuchar el ritmo creciente, la música de viento.

Mi padre me explica, que es "El Bolero de Ravel" y los dos escuchamos la cinta. Cuando termina, le pido que la vuelva a poner. Escuchamos juntos la pieza varias veces mientras lento, el tráfico avanza.

La música me trae ahora la imagen perfectamente clara del que posiblemente sea el único recuerdo que tengo, de estar solo con mi padre. Esa tarde, recorremos todo el panorama de cintas que lleva de contrabando en la guantera del auto: incluso, oímos selecciones de El Hombre de la Mancha (ahora puedo oír El Sueño Imposible). Pero es volver de nuevo al Bolero, a su crescendo de címbalos y percusión. A la estremecedora grandeza que me revela en ese momento (que debe ser anterior a mis primeros siete años).

Me gusta, y mucho, la imagen de mi padre y yo, en medio del caos vial, unidos por la pieza.

Me inspira, al reaparecerse en el foro de mi memoria, una ternura dulce, que me conmueve; la ternura no es algo que asocie habitualmente con mi papá. Otros sentimientos buenos sí, pero esto es algo especial: un recorte guardado en mi continente privado, que resurge y me toca.

Por la noche, cuando salimos -- ahora con mi madre- para festejar lo que todavía no puedo decir hasta saber bien cómo, conecto el iPod, bendito iPod, al estéreo del auto (no el Mercedes, que desapareció de nuestras vidas sin dejar rastro alguno en 1990 y sé ahora por qué, aunque en su momento no) y dejo que el Bolero, con la Filarmónica de Londres, se deje oír.

Mi padre asiente, lleva el ritmo con los dedos sobre el volante. Lo miro de reojo un momento y me sonrío.

Él no se acuerda, pero basta con que yo recuerde por los dos.

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