María

El día de tu muerte, me llamaste por un nombre que no habías usado conmigo en más de veinte años, quizá desde que él se fue.

¿Me reconociste, entonces?

Ya nunca lo sabré.

Has vuelto a mí en sueños, últimamente. Eres un fantasma y yo el lugar de las visitaciones.

A veces me dan ganas de decirte, todo lo que no pude -- aunque tú y yo hablábamos mucho, tanto, todos los días: yo no quise tratarte como a una enferma- pero no como un reproche- Esto no es un reproche. Me avergüenza hacer reproches, porque cuando los hago, lastimo a los que quiero. No me lo dicen, pero lo veo en sus ojos y no sé cómo disculparme, no tengo cara para hacerlo. Esto que escribo ahora no lo es.

Contigo, aunque ya no estés, me une la relación más compleja que haya tenido con cualquier persona: más que con mis padres, o con mi abuelo o con cualquiera de mis amigos, mis confidentes o incluso mi(s) ex-pareja(s). Y te quise, y lo sabes. Te quise más de lo que tú me quisiste a mí. Esto no es un reclamo; es una declaración de hecho.

Crecí bajo la mesa de tu cocina, oyéndote hablar. Tus frases, tus giros del lenguaje, se hicieron los míos. Por eso se me retuerce el corazón cada vez que hago un reproche, o que inconscientemente, hago un desprecio (siempre me doy cuenta hasta que ya ocurrió): al oírme, me oigo como tú.

Y sin embargo sé, que no eras ese monstruo terrible que cualquiera pensaría -- y cómo no, ante la evidencia: los afectos con tasas, las diferencias entre un hijo y otro, entre nietos; la constante insatisfacción mientras se clama por la conformidad, la palabra "inútil" en tus labios-, porque también están los desconcertantes gestos de ternura, la generosidad impartida y recibida, el lugar a la mesa para el hambriento y a la par con el cariño resentido (sí, mamá. Nos enseñaste a amar con resentimiento y con tristeza...) la gracia y gentileza. Todo eso aprendí de ti en esos años formativos. Cuánto quisiste a una hermana a la que nunca comprendiste --¡y cómo te quiso mi tía Lucila! Más de lo que cualquiera hubiera podido, dadas las circunstancias- y a la que jamás perdonaste las pequeñeces de la infancia.

Mi madre -- tu nuera, que fue más tu hija que tu propia carne, hasta ese último minuto y lo supiste muy bien, aunque nunca se lo dijiste- solía hacer excusas por ti: ¿Cómo puedes esperar amor de quien nunca lo recibió?

Pero lo recibiste: mi abuelo te amaba. Lo sé porque lo vi. Y no te lo demostró sólo con objetos preciosos, con regalos generosos -- lo demostraba con ternura y con paciencia. Te quiso sin cegarse, pero te quiso tanto como nos amó a nosotros. Con la misma desmesura que tenía para su bolsillo o para su oído. Su corazón no era tacaño.

Recibiste amor de él y de tus hijos; de mi padre, que te quería aunque no sabía cómo demostrártelo y que se dolía (como nosotros, igual que nosotros) aún después de los sesenta, al oír una queja, una comparación. Me consuela que no fui él, que mi niñez y juventud no fueron las suyas. Mi padre te quiso, y posiblemente sólo esperaba de ti saberse querido. Tan así, que no le importó demostrárnoslo a nosotros, o bien, a mí. O tal vez es lo que aprendió de ti. Todo el amor para un solo retoño.

Somos huérfanos cuando mueren nuestros padres, viudos al morir nuestros cónyuges. ¿Qué somos cuando mueren nuestros hijos, mamá? Sé que nunca olvidaste a esa hija tuya muerta en la infancia: tu Lucy, tu único sueño, tu tesoro perdido. Tu corazón reseco en una parte, como hojarasca de invierno. Cuánto te dolió perderla, que antes de atreverte a reclamarle al cielo -- que es el único al que podemos agitar nuestro puño para exclamar nuestro dolor y nuestra pérdida, pero pocos lo hacemos- preferiste cerrarte. Cuánto deseé, no te imaginas, en esos años, poderte restaurar esa hija perdida. Si tu Lucy no hubiera muerto, ¿nos habrías amado sin rencor, sin amargura, sin resentimiento? ¿Si tus padres no hubieran muerto? ¿Si mi abuelo no hubiera muerto?

Esa es otra cosa que nunca sabré.

De tus enseñanzas, prácticas aunque duras, me quedó el poder resistir la presencia de la frialdad y el desencanto. Tragármelos como se traga el aceite de hígado de bacalao, o un diente de ajo en crudo. Aprendí a vivir con el silencio protocolario, el recelo no dicho y el miedo. También a convivir con la soledad. A aceptar con gracia el menosprecio. Y me hizo fuerte: mírame ahora. Si ahora vengo ante ti y me arrodillo como ante un altar o una lápida para hablarte, no es que sea débil. Mi cabeza no se dobla. He sobrevivido a la frustración propia y a la crítica ajena hecha con amor o con maldad. He aprendido a que si lloro y dejo que me duela, no me muero. Soy fuerte. He aprendido a ser un niño bueno para que todo el mundo me quiera -- y cuando no me quieren, me levanto y sigo mi camino.

Quizá no sabías, mamá, que me enseñabas a sobrevivir con la desesperanza como prenda. Desesperanza, nunca desesperación. Porque aprendí -- sí, mediante golpes, claro. Algunos más inesperados que otros que he visto venir desde lejos- a no esperar nada de nadie. Ni siquiera de los míos, a los que quiero y que sé que me quieren de algún modo. Aprendí a no esperar nada y tú me lo enseñaste sin saberlo. Pero no me desespero tampoco. Y eso también es lección de tu boca igual que caminar con postura (mi espalda siempre recta, mi cabeza alta) y cómo comportarme en una mesa.

Esto que ves, María, madre mía, es mi dolor por tu ausencia. Mi luto personal que vuelve en estos días de enero, de sol de invierno (el que no calienta, como tú decías). Mi carne viva, mi alma destrozada, mi corazón roto. No me mires con temor, ni con pudor. Porque esto que hay es lo que soy, igual que hay cosas buenas y luminosas -- mi risa estrepitosa, mi imaginación desbocada, mi cariño desaforado y desconcertante, mi necedad a ultranza, mi temerario ser aventurero-. Me duele tu muerte, como me dolerán otras mañana o pasado mañana -- estar tan lejos me hace percatarme. Cuando sucedan no estaré ahí, pero mamá, estoy donde debo estar. Donde quiero estar. Y te extraño al soñarte. Porque en mis sueños estás viva... pero no quisiera que lo estuvieras, porque sólo sería volver a perderte.

Mírame, madre, abuela, hija mía -- porque eso eras en los últimos días, como mi hija- con tu ira y tu fragilidad desde donde ahora estés, con tu amor maltrecho y tu humor esporádico: mírame, madre. Soy tu obra. Con pies de barro y manos torpes. Y una sonrisa que te busca aún pese a los rechazos y unos brazos para sostenerte. Todo lo que pasamos, lo pasamos juntos: cuando sentías miedo de morir y temblabas, cuando me acompañaste al cine, porque no había quién lo hiciera, cuando cocinabas en silencio y yo te observaba.

Ahora después de haberte ido, tengo los objetos exhumados que nunca me diste. ¿Para qué guardarlos tantos años? Son como los besos que no recibí, la comprensión que no podías dar porque yo no era como los demás y darla te era tan ajeno. Y son como las lecciones esgrimidas y aprendidas: no sabías lo que me enseñabas. Aprendí a no esperar nada, pero también aprendí que mis raíces las tengo en el alma y no en la tierra, que yo soy el que busca al destino que me espera y que el desencanto a veces es un precio.

Tengo el corazón roto y el alma rota. Ninguna de las dos cosas las hiciste tú, no te echo la culpa. No es culpa de nadie. Tal vez de esas trizas es de donde me reconforme. O seré algo nuevo. Tú que ahora tienes todas las respuestas, en la guarida divina por la que tanto pediste, y que sin duda mereces (que Dios te tenga en su gloria, pues), quizá podrás darme una respuesta. O tal vez no. Quizá me hables si apareces de nuevo en mis sueños.

No tengo capacidad para enojarme, no contigo, ni con nadie. No me quedan fuerzas para ello, ni para llorar. Se extinguieron tus luces y al apagarse ellas se abrieron mis senderos. Tengo que, me temo, dejarte ir. Pero no te vayas con la idea de que no te quiero, o de que te quiero con lástima o rencor.

En mi corazón de niño (¡ay, maldición! ¡Mi corazón siempre será el de un niño!) se ha posado una canción. No es lo que te cantaba cuando pequeño (yo sí me acuerdo), mirándote sentada ante el espejo mientras te peinabas. Esta es una canción que al oírla por primera vez, me recordó a ti. Y se convirtió en un retrato de ti. De tus ojos me caí, de tu corazón me caí, de bruces yo me fuí y el cielo se hizo de piedra. Y te mentiría si te dijera que no me dolió -- y me odio cuando miento-. Eras fría y dura y magistral como la luna mamá. Pero también eras la tierra y el abrigo. La eterna paradoja. La yuxtaposición.

La luna es un ama dura, madre. Así lo dijo Jimmy Webb y lo cantaron Judy Collins y Joan Baez y tantos otros más. Así lo canto hoy para tí.

Hoy es el aniversario de tu muerte. Y no es que no te piense cualquier otro día (te pienso todos los días, eres parte intrínseca de mi vida) pero hoy, así como la luna crece, también el recuerdo.

Insisto, no es un reproche -- me arrepiento de los reproches que he hecho sin razón ni motivo o por malos entendidos. No sabes cómo me remuerde la consciencia-. Es una declaración de los hechos. Tu forma de ser, ayudó a formarme. Lo que soy es lo que ves.

Un día alcanzaré catársis, no temas. Y te seguiré trayendo flores, y te seguiré (aún tan de lejos) queriendo.

Ven a verme cuando quieras. Yo aquí, ante el mar que ruge y murmura, siempre te espero.

ººº

The Moon is a Harsh Mistress

See her how she flies
Golden sails across the sky
Close enough to touch

But careful if you try
Though she looks as warm as gold

The moon's a harsh mistress
The moon can be so cold

Once the sun did shine
Lord, it felt so fine
The moon a phantom rose
Through the mountains and the pines

And then the darkness fell
The moon's a harsh mistress
It's so hard to love her well

I fell out of her eyes
I fell out of her heart

I fell down on my face
I tripped and missed my star

I fell and
I fell alone,

The moon's a harsh mistress
The sky is made of stone

The moon's a harsh mistress
She's hard to call your own.

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