lunes, 11 de febrero de 2008

Sylvia, por su propia mano.

En el otoño de 1990, hace casi veinte años (¡qué impacto darme cuenta de repente!) yo estaba frágil (no sé si es la palabra correcta), después de pasar todo el verano siendo "restaurado". Pero necesitaba trabajar, volver a confiar en la gente -- y aún ahora, a veces me cuesta- y sobre todo, volver a confiar en mí.

Querer vivir.

Ese año descubrí un libro: La Campana de Cristal (The Bell Jar) de Sylvia Plath. La leí en inglés, en una edición de bolsillo bastante maltratada, que aún conservo que estaba subrayada por su dueña ("Miriam Spickler Ann Arbor 1973"). El libro me habló. Me mostró mi experiencia desde otra orilla. Me enseñó que no era único y que cada día que vives después del hecho, es una proeza, es algo que no se puede explicar, pero cada día es llegar a otra orilla.

Y a otra. Y a otra más.

Supongo que Plath, suicida desde muy joven, llegó a la cantidad de días que necesitaba para crear su obra maestra. Los pasajes subrayados por la dueña anterior del libro (me pregunto a veces qué fue de ella) estaban plenos de significado -- eso lo fui descubriendo no a los dieciseis años, sino conforme volvía al libro.

Es una gran novela, pero más allá de eso, es el retrato de alguien que pudo trascender a su propia tiniebla para contar lo que vio. Y en ese momento me sentí contento de poder, sino contar, por lo menos compartir lo que yo había vivido, aún si era a través de un texto, escrito a millones de años luz de mi concepción.

Al paso del tiempo, fui haciendo un retrato leído de Sylvia. Descubrí sus otros libros, memoricé su poesía -- You do not do, you do not do, any more, black shoe...- y me sumergí (dolorosamente, algunas veces, otras con enorme fascinación) en sus diarios y la seguí leyendo, con un extraño cariño, una profunda empatía.

En uno de sus últimos poemas, titulado Lady Lazarus, Sylvia parecía hacer un oráculo de su destino inminente con el siguiente verso:

Dying is an art/Like everything else/I can do it exceptionally well.

(Morir es un arte, como todo lo demás, hago de ello algo excepcional.)

Estas breves líneas parecen encapsular su posición ante la muerte y también reflejan que Sylvia, nacida en Jamaica Plain, Massachusetts, el 27 de octubre de 1932, es sin duda una mujer muy importante en la literatura contemporánea no por el hecho de haberse suicidado justo cuando estaba creando su obra maestra, o por haber estado casada por siete años con Ted Hughes —el poeta británico más celebrado de su época. Tampoco por ser uno de los múltiples íconos (algunas veces malentendidos) del feminismo.

Sylvia ha trascendido porque, pese al sufrimiento que la agobiaba como una corona de espinas, tuvo la necesidad y la valentía de mirar hacia dentro de sí misma y expresar lo que veía en su trabajo, con una sinceridad demoledora y en ocasiones incluso escalofriante.

Nacida en el seno de una familia de clase media, hija de Otto Plath, un destacado entomólogo de origen alemán y Aurelia Schöber, un ama de casa muchos años más joven que su marido. Descendiente de austriacos y judíos, Sylvia estuvo consciente de esta dicotomía que figura de modo prominente en poemas como el emblemático Daddy, donde identifica al padre muerto como un elemento de la imaginería del Holocausto y con los mitos del vampirismo.

Sylvia fue una niña prodigio que quedó huérfana de padre a los 8 años (la coincidencia, abrumadora cuando la supe por primera vez, es un prisma que acaso me permite entenderla mejor desde mi orilla), y desde entonces comenzó a cultivar una obsesión por la muerte, elemento que resulta inextricable tanto en su vida como en sus escritos.

Su primer intento de suicidio ocurrió en 1953, y la llevó durante tres meses a un hospital psiquiátrico privado y es el material con el que más tarde escribiría su novela La campana de cristal, aparecida en enero de 1963 y la cual, para su horror, resultó “demasiado apegada a los hechos”.

En vida, Sylvia no publicó más libros que la novela --bajo el seudónimo Victoria Lucas-, el poemario titulado El coloso y un poema teatral para la BBC titulado Tres mujeres, además de decenas de poemas y cuentos que aparecieron en revistas literarias a ambos lados del Atlántico. Tras su muerte, el enormísimo (literalmente, era gigantesco) Ted supervisó la publicación de sus demás libros, entre ellos el formidable Ariel, que reúne los deslumbrantes poemas que ella escribió llena de ira, dolor y genialidad entre el otoño de 1962 (cuando Hughes la dejó de un día para otro para vivir un tórrido affaire —con muy mal final— con la escritora Assia Wevill) y la semana de su muerte, mismo que al aparecer en 1971 se convirtió en su libro clave: el que la acercó a millones de lectores alrededor del mundo.

En 1981, la antología Collected Poems recibió el Premio Pulitzer póstumo que recibió Ted, para disgusto de numerosos miembros de la comunidad cultural: el hombre que según ellos -- especialmente las más irredentas feministas- la había llevado al infierno, ahora cosechaba la gloria inmerecida. Según la leyenda que cuentan las feministas, Sylvia es, poco más o menos, una víctima inmolada por el mundo machista y un marido desconsiderado que la abandonó para tener sexo con otra, que para mayor humillación era alguien a quien había tratado socialmente, dejándola sin dinero, con dos hijos pequeños y con la “desventaja adicional” de ser una estadunidense en el exilio.

Otros la ven como Sylvia, la poeta maldita, enfermiza y algo loca (el hoy extinto Colin White exclamaba con horror "Oh, no no no! That neurotic American!"), demasiado atrevida para no dañarse a sí misma: predestinada a un final por su propia mano. Otros más la han tildado de monstruo: madre inconsciente, arpía chantajista y alucinada, capaz de matarse en la misma casa donde sus hijitos dormían; un estorbo que salpicó de inmundicia para siempre la brillante carrera de ese prodigio llamado Ted Hughes. Existen muchas otras versiones para verla; incluso la glamorosa versión cinematográfica en la que Gwyneth Paltrow hace un trabajo espléndido como Sylvia... por lo que es una lástima que Hollywood redujera su tragedia viva a mera Soap Opera.

No obstante, la historia ha probado que Sylvia no era necesariamente una víctima del exilio por el hecho de ser una americana en el extranjero, que tampoco era un monstruo ardoroso y que el matrimonio no fue solamente una pesadilla; en sus diarios la propia Sylvia lo afirma.

Aunque la mayoría de la gente considera sus escritos como “deprimentes”, para Anne Sexton, otra escritora estadunidense, amiga suya, y también poeta suicida, “quizá la mente creadora que explora sus angustias más profundas sea el único espejo que el arte pueda ofrecernos hoy, y es muy posible que la única liberación de un mundo que niega los valores del amor y la vida sea precisamente el mundo de la muerte”. Esto se advierte en pasajes de La campana de cristal, “[...] tenía que estar ilusionada como las otras chicas, pero no conseguía reaccionar. Me sentía quieta y vacía [...] como el ojo de un tornado, moviéndome sin ninguna fuerza, bajo una campana de cristal...”. Esto es una referencia a su primer viaje a Nueva York, como ganadora de un concurso literario de la revista Mademoiselle. Estas mismas sensaciones la arrastraron como una espiral hasta que intentó quitarse la vida por primera vez.

Con Ted, Sylvia procreó dos hijos: Frieda Rebecca (1960) y Nicholas Farrar (1962), a los que adoraba. Pero no todo era armonía: Ted era infiel por naturaleza y Sylvia era ferozmente leal. El único rival para su marido era la propia muerte y esto se deja ver en sus escritos; Sylvia luchó por representar varios papeles que a menudo resultaban contradictorios, o por lo menos conflictivos entre sí: era madre, esposa, amante, artista, diosa salvaje. Esperó silente y cuidados hasta que Ted publicó su primer libro para preparar el suyo y si bien él la estimulaba, ella no conocía límites para impulsarlo a él. Él era su mundo y cuando entabló una aventura con una mujer a la que ella había considerado amistosa (Assia y David Wevill subarrendaron su apartamento en Primrose Hill en 1961 cuando se marcharon a vivir a Devonshire y Sylvia estaba embarazada), ella se quebró y dejó fluir toda su rabia contenida, todo su fuego y lágrimas de sangre en poemas extraordinarios como un símbolo del arte como desesperación.

Ella era la mujer traicionada que trascendió su ira para plasmarlo en poesía sublime. (Algo que siempre me pareció irónico, es que muchas chicas que conocí después, diletantes truculentas que trataron de adornarse con ella de ejemplo, no podrán jamás comprender el fuego de su pira: ellas eran las otras, las traicioneras, las aprendices de fille fatale, meras golfonas, zorronas, que no podrían, no podrán ser jamás las Sylvias, las madres que parieron a sus hijos con dolor, igual que a su poesía.)

La mañana del 11 de febrero de 1963 (en medio del invierno más crudo en la historia del Reino Unido, que congelaba las tuberías y convertía el cielo en piedra), con 30 años de edad, Sylvia, que había rentado un apartamento en la antigua casa de W.B. Yeats, aisló su cocina del resto de la casa y tras despedirse de sus hijos, que aún dormían, metió la cabeza en el horno de gas. Para ella, fue la única manera que encontró para no dejar morir su voz.

En su elegía a Sylvia, Anne Sexton cita un fragmento de una carta de Kafka: “Un libro debiera ser como un sable ante el mar congelado que tenemos dentro”.

Sylvia, mariposa frenética bajo una campana de cristal en sus últimos días, fue una mujer que blandió ese sable, dejando marcas indelebles mediante sus palabras, como lo profetiza un verso de su poema Mad Girl’s Lovesong: “Cierro mis ojos y todo el mundo cae muerto/levanto mis párpados y todo nace de nuevo./Creo que en mi cabeza te inventé”.

Hoy traigo flores para Sylvia y murmuro sus palabras. Es mi tótem, su efigie me vigila y me acompaña mientras tecleo en las madrugadas, aunque no lo hago nunca con ira y fuego, sino más bien con dedos temblorosos: no soy poeta.

Pero como ella, vivo para escribir.
Pero yo quiero, yo quiero seguir viviendo.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Querido,

Aunque no estoy muy familiarizada (al menos no como me gustaría) con Sylvia Plath, yo también la he visto siempre como una figura muy compleja dentro de la literatura.

Tu texto me la pinta en unas cuantas pinceladas, siempre filtrada a través de tu sensibilidad, de tu óptica tan particular.

¡Y además, un recital de poesía impromtu! ¿Es su voz? Me pareció impactante, especialmente su voz y su dicción al leer "Daddy", que es su poema más famoso.

Un gran tributo y un gran texto, como siempre.

¿Y tú qué tal estás?

Besos.

Anónimo dijo...

¿Y a qué zorronas se refiere?

No sea hipócrita y hable claro.

Sebastiana dijo...

Hace un tiempo leí un par de poemas... it was so sad.

Lilián dijo...

Guau, Miguel, ya te dije: el texto es un verdadero homenaje a Sylvia, tan desgarrador, doloroso y genial como sus poemas y su obra.

Algo así no se queda en un blog. Debe pervivir.

Abrazo.

senses and nonsenses dijo...

sí que conoces al personaje, y qué manera de acercárnosla!!!
espero que no estés tan "deshecho" como ella. aún con mucha gente alrededor o sólo en finisterre hay que seguir.
y el final de tu post es pura poesía.

un cariñoso abrazo de ánimo.
besos.