Imágenes Preciosas: Las Dos Elenas (1965)




It is a heart,
This holocaust I walk in
O golden child,
The world will kill and eat
- Sylvia Plath

La primera Elena es sensacional y vivaz, muy in, totalmente “en onda”: lápiz de labios pálido, ojos a lo Cleopatra, usa medias rojas art déco (aunque algunos las llamen “de payaso”) y atuendos estilo Rudi Gernreich, salidos del Vogue. Miles Davies le alborota el hormonamen, decora su casa con antigüedades que rescata del olvido – o será, como dice su marido, una manera inconsciente que tienen ambos de defenderse de la futura vejez-, es inquieta (y para muchos, inquietante) y se embelesa por tópicos como la lucha de la integración racial; va a todas las fiestas y está encantada con las morales reveladas por Truffaut y Buñuel en Jules et Jim y El Ángel Exterminador; es en palabras de su creador, intensa, hermosa, vital.

La otra Elena es mujer madura en varios aspectos: retiene la belleza de su juventud y posee la serenidad y elegancia congénitas sólo en cierta clase de mujeres; perlas al cuello, aroma a Madame Rochas, colores discretos. Ama de casa virtuosa, cual geisha anticipa deseos, usos y costumbres de su esposo y transforma para él una casona al borde de la barranca que “como una herida” atraviesa las Lomas de Chapultepec, en santuario, aún si sueña con el trópico de su niñez en las noches de lluvia. Mira a su hija hacer performance a la hora de la cena los domingos, no sin un íntimo terror; es en palabras de su creador, regia, repleta de secretos.

Ambas mujeres son confecciones magistrales de Carlos Fuentes en su época como golden boy de las letras mexicanas y las reflexiones de la segunda sobre la primera, conforman el pasaje que abre Cantar de ciegos, su segunda colección de relatos – publicada una década después de Los días enmascarados, que fue su debut y siguiendo de cerca el fenómeno narrativo de La muerte de Artemio Cruz - y uno de los libros más significativos de su carrera: el párrafo inicial del primer cuento, precisamente Las dos Elenas, es acaso la alegoría de cómo se volvió la mirada estupefacta de las (por decirles de alguna manera) buenas conciencias de posguerra y posrevolución hacia el insólito advenimiento de los 60: imaginen a México encarnado en una señora muy propia, repentinamente confrontada con una chica á go-gó y entonces la metáfora se vuelve clara.

En cada engranaje del libro, Fuentes funge como un Virgilio del lenguaje y lleva a quien lee en un viaje por terrenos inexplorados – al menos entonces,- en la narrativa mexicana; ésta quizás aún atada por los convencionalismos habituales de la época. El relato hace una imitación de esto mismo en sus primeras líneas, que dichas por Elena, la madre, la muestran escandalizada – al menos superficialmente- por la conducta de su retoño, con quien al principio sólo parece tener en común el nombre.

Es de hecho Elena, la hija, quien cautiva al lector con su presencia que todo avasalla. Lo mismo ocurre en la adaptación cinematográfica del autor para ser dirigida por José Luis Ibáñez – que ya tenía prestigio en los escenarios, por montar teatro isabelino y obras contemporáneas- en el cortometraje producido por Manuel Barbachano; quizás por ser el primer guión de Fuentes, su cuento se transpone al celuloide casi verbatim: lo primero que vemos es a la hermosa Elena número uno, personificada en Julissa, entonces bienamada superstar juvenil, radiante de carisma y ansiosa de romper con los moldes impuestos a su generación por filmes doctrinadores de “buenas costumbres”.

Así revela la inquietud que yace detrás de la imagen de teen-queen creada por los medios: al principio, en un montaje de tomas amorosamente captadas por la lente de Gabriel Figueroa, la vemos maquillarse al tiempo que dice: “Moral es todo lo que da vida e inmoral lo que quita vida…”, surge viva y respirando de la página escrita; así va a fiestas, baila el Madison, acude al -- hoy extinto- Cine Club de la UNAM y se convierte en agent provocateur ante su padre totémico al describir la gloria significativa del ménage a trois, mientras se oye el enunciar de la Elena, número dos; rítmico, hipnótico, ligeramente desesperado, dirigiéndose al yerno: “No sé de dónde le salen esas ideas a Elena. Ella no fue educada de ese modo. Y usted tampoco, Víctor…”

Elena, la madre (interpretada con aire enigmático por la bella Beatriz Baz, que suple a la eximia Rita Macedo, madre en la vida real de la protagonista, puesto que al ser filme de concurso no podía llevar en su elenco actores reconocidos), establece así un nexo sutil con Víctor, el debutante Enrique Álvarez Félix, que bajo la dirección de Ibáñez busca romper la traba de su apostura para hallar sustancia bajo el estilo, algo que después perfeccionaría como su particular técnica de actuación.

Es en esta serie de escenas donde la esencia del cuento original se plasma en la cinta y se abre la ciudad ante el espectador: palpita la Zona Rosa como centro de un mundo en constante movimiento; el propio José Luis Cuevas, artífice del nombre de este enclave en la geografía metropolitana aparece –sin diálogos- en su estudio, como uno de los muchos predadores que asedian a la joven Elena, ambos en la elocuente presencia del propio Fuentes, creador incorporado a la obra: ¿Es entonces la joven esposa objeto del deseo por parte de éste glamoroso mundo de “intelectuales”, visto con resquemor por parte de la “momiza”? No. Hay que ver más de cerca. Mientras un séquito de adoradores (entre ellos José Donoso – sí, el novelista chileno-) la persigue con la intención de llevarla a la glamorosa esfera del adulterio ella asegura “Hoy la infidelidad es la regla burguesa como antes la comunión de los viernes.”

Así es, igual que en el relato, que mientras la noción de tener el perfecto complemento de otra persona en su matrimonio (idea tomada de Mujeres enamoradas de DH Lawrence y la película de Truffaut, cuyo tema musical, Le Tourbillon, interpretado por Jeanne Moreau, es clave en la banda sonora) en realidad nunca trasciende su imaginario desbordante, la joven Elena no advierte que bajo la superficie burguesa del hogar paterno al que van cada semana (“aunque sea por necesidad de contraste”), se extienden lazos ambiguos pero intensos, que asoman en el intercambio de diálogos entre suegra y yerno, sobre los deseos reprimidos en el olor de las tormentas en el Golfo. El desenlace inesperado no está lejos; desengaño de una sofisticada inocencia, que perdura aún al terminar la cinta y dar vuelta a la página.

Ganadora del segundo lugar en el primer concurso de Cine Experimental de 1965 (ya desaparecido), Las dos Elenas se exhibió como segmento de la antología Amor, amor, amor, y obtuvo buenas críticas para su equipo y actores, pero después desapareció por décadas; hasta ser recientemente recuperada por su actriz protagonista es que la cinta se vuelve a dejar ver y fluye con gracia y coherencia, desafiante al paso del tiempo.

Cuatro décadas más tarde, ni la ciudad ni los actores son los mismos. Julissa apunta “éramos muy jóvenes y queríamos algo diferente, ir en contra de lo obvio. La película lo logra: usa otro lenguaje, otras imágenes, algo que no existía entonces.” Los caifanes, mitológica cinta con los mismos protagonistas y autor, que vendría a ser la cúspide de este movimiento, estaba aún lejos en el horizonte y donde alcanzó fama internacional, en gran parte debe su éxito a este esfuerzo, que atesora – como Elena, la madre- su mística y permanece a manera de testimonio sobre un periodo que coinciden muchos en señalar como extinto, pero aún hay documentos literarios y fílmicos que adquieren nueva luz al ser redescubiertos como testamentos de esa era perdida, códices de un México tan inmediato como lejano, en el oximorón de días del futuro pasado, presente y por venir.

Comentarios

Me encanta ese final, esas son mis películas favoritas. Las sesenteras y poco nacionalistas. Nada que ver con el Figueroa del que hoy me ocupo. ¡Gracias, Cane!

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