Michael Cunningham: el hombre que mira dentro
Algunas veces la entrada de alguien que va a hacer una diferencia en tu vida, aún si sólo es del modo indirecto en que el arte nos transforma, de manera tan sutil que ni lo notamos, no es con fanfarrias ni con una sensación de importancia... lo que es más, cuando sucede ni cuenta nos damos de que la vida cambió, hasta mucho después.
Esto me ha ocurrido, en este sentido, con algunos escritores como Sylvia Plath y Roberto Bolaño [aunque a Sylvia la conocí yo solo, y al Detective Salvaje me lo presentó un amigo], y a quien en este caso me refiero: Michael Cunningham.
En el 2000, que parece fue hace tan poco tiempo (y sin embargo, se siente tan lejeno también), en una librería en Washington DC, estábamos matando una tarde antes de entrar al cine, cuando Michael King se me acercó con un libro y me preguntó si lo había leído.
-¿Cuál es?
- Éste.
-No lo conozco...
Michael compró el libro para mí y comencé a leerlo esa noche en casa, cuando volvimos del cine. Recuerdo que me senté en el sofá mientras él preparaba algo de cenar (le gusta cocinar y verlo en ello es sorprendente); a duras penas pude levantarme del sofá para sentarme a la mesa. Sólo quería volver a la casa de Laura Brown en un suburbio de Los Ángeles en 1949, volver a la casa de Virginia Woolf en 1923, volver al apartamento de Clarissa "Mrs. Dalloway" Vaughn en el Manhattan de esa mañana.
Quería volver a las palabras, a las escenas, a los personajes. Hacía años que una novela no me atrapaba de ese modo. ¿Quién es este hombre? ¿Cómo es que escribe ésto? [las mismas preguntas que me haría unos cuatro años después, al leer 2666, pero esa es una historia para ser contada otro día]... sentía que Cunningham podía ver dentro de mí, que había estado esculcando mis cajones más íntimos. Que sabía quién era yo y que había escrito esa pequeña, esbelta y peligrosísima novela, para mí.
No me fui a la cama hasta que acabé -- rara vez me pasa eso con un libro; por lo regular, si me gusta, procuro postergar el desenlace por varios días, no sólo clavándome en las texturasm sino fijándome también en los colores, en la forma de las letras, de las oraciones, de las frases. En los pasos de los personajes y sus voces.
Pero con ésta era como un festín inacabable, intoxicante. Cuando me metí en la cama, estaba llorando. Sé que Michael se acuerda, lo hemos hablado. Tuvo que consolarme como a un niño, mientras yo me deshacía en llanto ante estas tres mujeres tomadas de la mano. La misma reacción la tuve tiempo después, con la misma historia, al ver la versión fílmica, tan exquisita, que había hecho Stephen Daldry con Kidman, Moore y Streep.
Tanto me gustó esa versión, que la ví cuatro o cinco veces en el cine. Pero esa es una historia, igual, para otro día. Lo que puedo decir, es que en esas ocasiones, había un valor agregado: a la historia, estaba anexo el recuerdo del regalo y del amor con que se dio.
Mismo que se terminó, o bien, se recondujo.
Cuando tuve que volver a México, compré otro libro de Cunningham para acompañarme en el camino. Así me involucré con Un hogar en el fin del mundo, que es una novela anterior a Las Horas. La disfruté más pausadamente, entre lecturas de la otra novela. Encontré que me gustaba el manejo estructural y de lenguaje que hacía con una narración más intimista, casi autobiográfica. Fue una pauta y una ayuda, años después, para escribir lo mío. Conocer las teclas del piano, pero componer tu propia pieza.
En esa novela, encontré una de las frases que más me emocionan:
Quizá nunca nos recuperamos del todo de nuestros primeros amores; tal vez, en la extravagancia de nuestra juventud, obsequiamos nuestra devoción fácil y arbitrariamente, con la errónea noción de que siempre habrá más para dar.
Leer la frase me removió muchas cosas y me habló como si de un espejo se tratara, expuesto ante mí. ¿Quién es este hombre? ¿Cómo sabe lo que siento?
El más reciente libro de Cunningham, Specimen Days, lo compré (de todos los lugares del mundo) en Gijón, antes de hacerme a la aventura egipcia. Había leído algunas reseñas al respecto, pero no me había sentido tan irresistiblemente atraído a su trama, como lo hice con las otras. Sin embargo, ya en el Moon River me sorprendió encontrar tres textos interconectados de algún modo con Walt Whitman. El pasado, el presente y el futuro. Niños hermosos convertidos en máquinas. Mujeres temblorosas de miedo y de deseo. Nuevamente, ese manejo extraordinario de lenguaje.
Escenas de otras vidas, y sin embargo, extrañamente familiares.
Me gustaría poder descubrir, cómo ha hecho para asomarse dentro de mí, para descubrir mis secretos, poder convertirlos en la tela con la que trabaja para crear estos cuadros de palabras tan extraordinarios.
Pero tal vez nunca lo haga.
Pienso que disolver el misterio no tendría caso, cuando tengo la oportunidad de adentrarme en sus textos, caminar por los corredores de su galería. Disfrutar y aprender.
Comentarios
En el caso de Cunningham, le he entrado a las dos películas que se han hecho de sus obras y aunque The Hours no tiene madrecita, también disfruté la adaptación de The home...
Saludos Canito y felicidades por tu padre descripción de este gusto.
Pues por suerte, Cunningham ya se consigue en varias ediciones en español.
De hecho, hace algunos años, compré una edición de Un hogar en el fin del mundo, para ver la traducción de la frase que me gusta tanto... luego, pensé en regalárselo a alguien a quien le regalé algunos libros, pero antes de hacerlo se lo di a alguien que pensé lo iba a disfrutar más.
Cosas que suceden, ¿eh?
Te mando un abrazo y hablamos.
MC
Después leí la novela, que también me la tragué prácticamente, y todo me gustó más todavía por lo que en la película no está explícitamente, aunque tal vez sí se intuya.
Más recientemente vi la película Un hogar... con bastante prejuicio pensando que no me iba a gustar tanto, más que nada por su actor protagonista. Sin embargo me gustó mucho también, fue una sorpresa.
Lo que me llama la atención, Miguel, es cuánto se parece tu frase preferida de ese libro a la mía, pero de Las Horas:
Quizás no hay nada, nuna, equiparable al recuerdo de haber sido jóvenes juntos. Quizás es tan sencillo como eso. Richard fue la persona que Clarissa amó en su momento más optimista.
Me resulta parecida por lo que contiene, en cuanto a la sensación de anticipación, de promesa, que hay a cierta esa edad, cuando se está en "el momento más optimista".
Un abrazo,
P.