El primer viaje en tren de Carlos
Carlos es mi amigo.
Tiene dos años y ayer se subió al tren por primera vez.
Tiene dos años y ayer se subió al tren por primera vez.
Lo llevamos su madre, Sonia Menéndez, y yo. Fue algo que se nos ocurrió de pronto: ella me llamó por teléfono a mediodía y me dijo, "tengo que ir a hacer unas compras, ¿me acompañas?" y le dije que sí.
Ergo, me convertí en el 'canguro' de facto del peque -- que, por cierto, fue la primera persona que me sonrió en una calle de Gijón, el primer día que pasé aquí como expat deluxe (¿les gusta la frase? La usaré para publicar mis memorias de este exilio, algún día. Era eso o "El punto sobre la i: Memorama Informal de un Inmigrante Ilegal Ilustrado")- y lo fui a recibir a las puertas del autobús escolar. Eva, la formidable maid que compartimos Sonia y yo (con ella funge de nana/doméstica de lunes-a-viernes y conmigo, como force majeure del hogar dos veces al mes) lo puso en su cochecito y me lo llevé por la calle, a la estación del tren.
Carlos bien podría haber gritado "¡Socorro! ¡Me raptan!" y no habría fallado a la verdad. Yo iba muy quitado de la pena con un hijo ajeno, empujándolo alegremente, mientras él me robaba algunas miradas de desconcierto; no creo que esté acostumbrado a que le rompan la rutina de llegar a casa-baño-Baby Einstein-merienda-más Baby Einstein-recibir a papá-ir a la cama, y mucho menos, a ver a un monolito de 1.80 y 90 kilos empujándolo por la calle, así sin más ni más, por muy familiar que yo le resulte. Y le resulto, porque ya sabe decir mi nombre y lo dice con toda claridad. "¿Donde voy, Miguel?"
"A ver a Mamá."
"¿Mamá? ¿Donde?"
"Vamos a tomar un tren, Carlos."
"¿Un ten?"
"Siiiií."
"¿¡Un TEEEEEEEEEEEEEEEEENNNN?!"
La expresión en el rostro de Carlos me llenó de ternura y de sorpresa. Fue hasta que nos encontramos con Sonia, que venía desde su trabajo, que supe que Carlos nunca, en su corta vida, se había subido a un tren.
"¡El ten, mamá! ¡El ten!" exclamaba, tratando de salirse del carrito en cuanto llegué con él a la estación, desde cuyo vestíbulo se alcanzan a ver los andenes. El entusiasmo total, absoluto, desbordante, de un niño de esa edad, es contagioso. Nos sentamos en el andén a esperar a que llegara nuestro tren para llevarnos a Oviedo, la vecina ciudad del sur (que personalmente a mí no me gusta mucho, si me preguntan) y Carlos no dejaba de estirar la cabeza de un lado hacia otro, tratando de anticipar la llegada del tren. Sonia trató de persuadirlo de que merendara ahí mismo, pero fue inútil. Lo que él quería era ver el tren. Hasta imitaba el sonido del mismo, tal como lo oyó por primera vez al ver Dumbo (misma película que lo impresionó feamente, que con la alucinación de los elefantes rosas y el hecho de que la pobre madre de dumbo fuera a parar al trullo injustamente acusada de ser una loca peligrosa, cuando en realidad sólo era una pobre elefanta acomplejada por las otras paquidermas vetarras y pretenciosas).
Junto a nosotros, en la banca, llegó a sentarse una señora ya muy mayor (lo que aquí en Asturias alguno llamaría, afectuosamente, una paisanina muy mayorina) que se encantó con nuestro chico. Le hacía carantoñas -- que el otro correspondía- y le decía: "¡Pero qué guapu! ¡Qué guapu ye!" (Ye, en Asturiano, quiere decir "es").
Carlos le respondió con un grito feliz: "¿Guaaaapuuu?"
"Sí, ye perguapu," dijo la viejita (perguapu, né muy guapo.)
"¡Guapo!" dijo Carlos, juntando las manitas frente a su boca. "¡Guapo e CABÓN!"
(Supongo que esta última no necesita traducción)
Por un momento temí que o a la Paisana o a Sonia les fuera a dar un accidente cerebrovascular masivo o algo similar, al ver que quedaban estupefactas y boquiabiertas. Tras un segundo de vacilación, Sonia explicó (pobre, no se le da echar mentiras) que Carlos había dicho "cagón", algo que su abuelo Ceferino a veces le dice. Pero yo sé que no dijo eso. Sonia y yo nos moríamos de risa después, al recordarlo. Carlos, en su inocencia absoluta, volvió su atención a la llegada del tren ("¡EL TEEEENNNN!!!!!") y la Paisanina, ciertamente mortificada pero a todas luces conteniendo su innegable deseo de exclamar "¡Ay, qué lenguaje!", se levantó y se alejó de nosotros muy despacito, como para que no se notara que estaba horrorizada.
El tren de Renfe llegó para llevarnos a Oviedo y nos subimos a él.
Carlos no dejaba de maravillarse con las molduras, los asientos, con el suelo (quiso examinarlo de cerca, el comando materno lo impidió), con las paredes y con los sonidos: el silbato del conductor, el andar sobre los rieles, el fffffffffffffffffff de la presión. Cada vez que hacíamos una parada, decía "¡Ya llegamo!" y quería bajar. Sonia tenía que apretar bien a su cachorro, pero estaba tan fascinada como yo con él.
Merendó en el camino, se portó bien. Y su recompensa al concluir la expedición de su madre en pos del par de botas perfectas, fue la solemne promesa de que pronto volverá a subirse al tren.
Espero que con toda su inocencia, devoción y ternura intactas.
Pero crecen tan rápido...
Ergo, me convertí en el 'canguro' de facto del peque -- que, por cierto, fue la primera persona que me sonrió en una calle de Gijón, el primer día que pasé aquí como expat deluxe (¿les gusta la frase? La usaré para publicar mis memorias de este exilio, algún día. Era eso o "El punto sobre la i: Memorama Informal de un Inmigrante Ilegal Ilustrado")- y lo fui a recibir a las puertas del autobús escolar. Eva, la formidable maid que compartimos Sonia y yo (con ella funge de nana/doméstica de lunes-a-viernes y conmigo, como force majeure del hogar dos veces al mes) lo puso en su cochecito y me lo llevé por la calle, a la estación del tren.
Carlos bien podría haber gritado "¡Socorro! ¡Me raptan!" y no habría fallado a la verdad. Yo iba muy quitado de la pena con un hijo ajeno, empujándolo alegremente, mientras él me robaba algunas miradas de desconcierto; no creo que esté acostumbrado a que le rompan la rutina de llegar a casa-baño-Baby Einstein-merienda-más Baby Einstein-recibir a papá-ir a la cama, y mucho menos, a ver a un monolito de 1.80 y 90 kilos empujándolo por la calle, así sin más ni más, por muy familiar que yo le resulte. Y le resulto, porque ya sabe decir mi nombre y lo dice con toda claridad. "¿Donde voy, Miguel?"
"A ver a Mamá."
"¿Mamá? ¿Donde?"
"Vamos a tomar un tren, Carlos."
"¿Un ten?"
"Siiiií."
"¿¡Un TEEEEEEEEEEEEEEEEENNNN?!"
La expresión en el rostro de Carlos me llenó de ternura y de sorpresa. Fue hasta que nos encontramos con Sonia, que venía desde su trabajo, que supe que Carlos nunca, en su corta vida, se había subido a un tren.
"¡El ten, mamá! ¡El ten!" exclamaba, tratando de salirse del carrito en cuanto llegué con él a la estación, desde cuyo vestíbulo se alcanzan a ver los andenes. El entusiasmo total, absoluto, desbordante, de un niño de esa edad, es contagioso. Nos sentamos en el andén a esperar a que llegara nuestro tren para llevarnos a Oviedo, la vecina ciudad del sur (que personalmente a mí no me gusta mucho, si me preguntan) y Carlos no dejaba de estirar la cabeza de un lado hacia otro, tratando de anticipar la llegada del tren. Sonia trató de persuadirlo de que merendara ahí mismo, pero fue inútil. Lo que él quería era ver el tren. Hasta imitaba el sonido del mismo, tal como lo oyó por primera vez al ver Dumbo (misma película que lo impresionó feamente, que con la alucinación de los elefantes rosas y el hecho de que la pobre madre de dumbo fuera a parar al trullo injustamente acusada de ser una loca peligrosa, cuando en realidad sólo era una pobre elefanta acomplejada por las otras paquidermas vetarras y pretenciosas).
Junto a nosotros, en la banca, llegó a sentarse una señora ya muy mayor (lo que aquí en Asturias alguno llamaría, afectuosamente, una paisanina muy mayorina) que se encantó con nuestro chico. Le hacía carantoñas -- que el otro correspondía- y le decía: "¡Pero qué guapu! ¡Qué guapu ye!" (Ye, en Asturiano, quiere decir "es").
Carlos le respondió con un grito feliz: "¿Guaaaapuuu?"
"Sí, ye perguapu," dijo la viejita (perguapu, né muy guapo.)
"¡Guapo!" dijo Carlos, juntando las manitas frente a su boca. "¡Guapo e CABÓN!"
(Supongo que esta última no necesita traducción)
Por un momento temí que o a la Paisana o a Sonia les fuera a dar un accidente cerebrovascular masivo o algo similar, al ver que quedaban estupefactas y boquiabiertas. Tras un segundo de vacilación, Sonia explicó (pobre, no se le da echar mentiras) que Carlos había dicho "cagón", algo que su abuelo Ceferino a veces le dice. Pero yo sé que no dijo eso. Sonia y yo nos moríamos de risa después, al recordarlo. Carlos, en su inocencia absoluta, volvió su atención a la llegada del tren ("¡EL TEEEENNNN!!!!!") y la Paisanina, ciertamente mortificada pero a todas luces conteniendo su innegable deseo de exclamar "¡Ay, qué lenguaje!", se levantó y se alejó de nosotros muy despacito, como para que no se notara que estaba horrorizada.
El tren de Renfe llegó para llevarnos a Oviedo y nos subimos a él.
Carlos no dejaba de maravillarse con las molduras, los asientos, con el suelo (quiso examinarlo de cerca, el comando materno lo impidió), con las paredes y con los sonidos: el silbato del conductor, el andar sobre los rieles, el fffffffffffffffffff de la presión. Cada vez que hacíamos una parada, decía "¡Ya llegamo!" y quería bajar. Sonia tenía que apretar bien a su cachorro, pero estaba tan fascinada como yo con él.
Merendó en el camino, se portó bien. Y su recompensa al concluir la expedición de su madre en pos del par de botas perfectas, fue la solemne promesa de que pronto volverá a subirse al tren.
Espero que con toda su inocencia, devoción y ternura intactas.
Pero crecen tan rápido...
Comentarios
Te contaré una:
Verás, yo tengo un primo de 5 años, muy serio él. Una noche, mi tía estaba histérica tratando de hacer que él y su hna. se durmieran. Los niños no dejaban de reir y de jugar, obviamente, hasta que su mamá los separó y la más pequeña se quedó dormida. Normalmente el castigo es que se sienten solos en el primer escalón de la escalera. Bueno pa no hacer el cuento largo, resulta que se levantó y con toda la seriedad del momento le dijo a su madre que "tenían que discutir su castigo", mi tía intrigada le dijo, a ver discutamos, pero nunca se espero lo siguiente:
"Mamá, nosotros no somos de esta época ni de tu época, somos de la época de los risones y nosotros nos reimos. Si esta es la hora de dormir, cuál va a ser la hora de reir?"
Qué le dices a eso?
Saludos Dear!
La noche en Puebla transcurre serena y un poco triste. Encuentro un poco de aliento al leer su blog porque me dice que la opción de vida que elegí -muy similar a la suya- me puede llevar a algún lado. Siga escribiendo, que aquí alguien lo seguirá leyendo.
Besitos dear.
Y buenisima la cancion! Que recuerdos.
Saluditos