Pasa un Ángel
Conocí a Ángel González hace cosa de unos diez años, sentado a la mesa de Paco y Mari en México, y al momento, no tenía idea de quién era, sólo sabía que era un amigo de infancia del Jefe y que en esa casa era profundamente querido. No fue difícil entonces que yo también comenzara a tomarles cariño a él y a Susi, su esposa. Fue hasta despué (mucho después) que Benito me explico que había estado compartiendo mesa con un miembro de la Real Academia de la Lengua y ganador de un Premio Príncipe de Asturias.
No me impresionaron sus títulos, ni tampoco el cuerpo de su obra, tan prodigioso. Me impresionó -- y esto siempre lo supo él- su generosidad, su buena voluntad, su ternura para con quienes conformaban su entorno; su indeleble lealtad y amor hacia Paco, hacia sus hijos (que eran, en sus propias palabras, un poco sus hijos). Su empatía con el mundo, al que siempre estuvo abierto y escuchando. Porque siempre tenía el oído abierto, decía, porque en cada frase, puede haber un poema.
Ángel era una gran persona para compartir una noche: era incansable, aún cuando ya había dejado atrás los ochenta. De hecho, y aquí confieso, mi primera parranda en Gijón, la primera vez que vine a esta ciudad, cuando aún no la conocía, cuando todo para mí era nuevo y mágico y exótico y brillaba con una pátina de ansiedad y miedo y sorpresa y una inexplicable ternura, una especie de enamoramiento de colegiala; no la pasé con Lusin o Jack -- eso fue en Madrid, antes-, sino con Ángel y Susi y Benito e Imelda, en una terraza de Marqués de San Esteban, la primera noche que había llegado yo a Gijón en Semana Negra. Nos quedamos conversando hasta casi las cinco de la mañana, Ángel tan fresco como la mañana, whisky tras whisky, como si éstos se evaporasen, sin que se le nublara la vista en ningún momento. Ángel escuchaba, tomaba nota, se reía. Siempre había un abrazo implícito en su saludo, en un guiño. Y podía aguantar bebiendo más que cualquiera de nosotros, sin pestañear siquiera.
Cuando me mudé aquí, Ángel me sonrió y dijo que ya se lo esperaba. Que sabía que ésta era mi ciudad desde que me vio verla por primera vez. Me preguntó si estaba feliz, si era lo que buscaba, lo que necesitaba, lo que quería.
Le dije que sí, que era lo que esperaba encontrar, ni más ni menos. Él y Susi vinieron a conocer mi rincón cerca del cielo y Ángel vio un atardecer incendiarse en las nubes sentado en mi terraza, mientras fumaba y seguía con los ojos el camino de las nubes en la pira hecha por el sol al ocultarse. Me dijo que si yo era feliz, entonces que lo fuera siempre, que disfutara mi propia elación y que no me dejara vencer por nostalgias. Entre las frases que intercambiamos, surgió la de Consejos para un joven soltero y me dijo "en esa frase hay un poema." Se quedó pensativo un momento y luego sonrió "Ya veré si lo escribo un día de éstos."
La última vez que lo vi -- no sabía, nunca sabes cuándo es la última vez que verás a alguien- sólo lo abracé a las puertas del Hotel Don Manuel, al término de Semana Negra y nos prometimos que nos veríamos al siguiente verano. Al abrazarlo, sentí como si fuera hojarasca, tan frágil. Mis ojos se cruzaron con los de Susi y ella asintió, con resignación. Sé que ella ya estaba lista, pero también sé que no deja de dolerle. Ángel era su vida.
Y también fue parte de las nuestras. De las de todos los que lo leímos, y lo quisimos bien. Y deja un hueco, ya sea grande, inconmensurable o apenas perceptible, pero hueco al fin. Irremplazable.
Que tu tránsito sea limpio y sin obstáculos a tu paso. Y nos veremos alguna otra noche, para continuar charlando, amigo.
No me impresionaron sus títulos, ni tampoco el cuerpo de su obra, tan prodigioso. Me impresionó -- y esto siempre lo supo él- su generosidad, su buena voluntad, su ternura para con quienes conformaban su entorno; su indeleble lealtad y amor hacia Paco, hacia sus hijos (que eran, en sus propias palabras, un poco sus hijos). Su empatía con el mundo, al que siempre estuvo abierto y escuchando. Porque siempre tenía el oído abierto, decía, porque en cada frase, puede haber un poema.
Ángel era una gran persona para compartir una noche: era incansable, aún cuando ya había dejado atrás los ochenta. De hecho, y aquí confieso, mi primera parranda en Gijón, la primera vez que vine a esta ciudad, cuando aún no la conocía, cuando todo para mí era nuevo y mágico y exótico y brillaba con una pátina de ansiedad y miedo y sorpresa y una inexplicable ternura, una especie de enamoramiento de colegiala; no la pasé con Lusin o Jack -- eso fue en Madrid, antes-, sino con Ángel y Susi y Benito e Imelda, en una terraza de Marqués de San Esteban, la primera noche que había llegado yo a Gijón en Semana Negra. Nos quedamos conversando hasta casi las cinco de la mañana, Ángel tan fresco como la mañana, whisky tras whisky, como si éstos se evaporasen, sin que se le nublara la vista en ningún momento. Ángel escuchaba, tomaba nota, se reía. Siempre había un abrazo implícito en su saludo, en un guiño. Y podía aguantar bebiendo más que cualquiera de nosotros, sin pestañear siquiera.
Cuando me mudé aquí, Ángel me sonrió y dijo que ya se lo esperaba. Que sabía que ésta era mi ciudad desde que me vio verla por primera vez. Me preguntó si estaba feliz, si era lo que buscaba, lo que necesitaba, lo que quería.
Le dije que sí, que era lo que esperaba encontrar, ni más ni menos. Él y Susi vinieron a conocer mi rincón cerca del cielo y Ángel vio un atardecer incendiarse en las nubes sentado en mi terraza, mientras fumaba y seguía con los ojos el camino de las nubes en la pira hecha por el sol al ocultarse. Me dijo que si yo era feliz, entonces que lo fuera siempre, que disfutara mi propia elación y que no me dejara vencer por nostalgias. Entre las frases que intercambiamos, surgió la de Consejos para un joven soltero y me dijo "en esa frase hay un poema." Se quedó pensativo un momento y luego sonrió "Ya veré si lo escribo un día de éstos."
La última vez que lo vi -- no sabía, nunca sabes cuándo es la última vez que verás a alguien- sólo lo abracé a las puertas del Hotel Don Manuel, al término de Semana Negra y nos prometimos que nos veríamos al siguiente verano. Al abrazarlo, sentí como si fuera hojarasca, tan frágil. Mis ojos se cruzaron con los de Susi y ella asintió, con resignación. Sé que ella ya estaba lista, pero también sé que no deja de dolerle. Ángel era su vida.
Y también fue parte de las nuestras. De las de todos los que lo leímos, y lo quisimos bien. Y deja un hueco, ya sea grande, inconmensurable o apenas perceptible, pero hueco al fin. Irremplazable.
Que tu tránsito sea limpio y sin obstáculos a tu paso. Y nos veremos alguna otra noche, para continuar charlando, amigo.
(La fotografía de hoy, tomada en 2007, es cortesía de Mauricio-José Schwarz y Semana Negra)
Comentarios
LOS ENCUENTROS DEBEN DE SER ASI... IMPACTANTES Y CON HUELLA... SIEMPRE HAY QUE ANDAR CON LOS OJOS ABIERTOS PARA DESCUBRIR A ESTAS PERSONAS QUE SUELEN CRUZAR POR NUESTRO CAMINO... POR QUE COMO BIEN DECIA ANGEL... NO SOLO EN LAS FRASES... TAMBIEN EN LAS PERSONAS PUEDE HABER ESCONDIDO UN POEMA.
UN ABRAZO MI QUERIDO MIGUEL... CON TODO MI CORAZON.
Mauricio
Gran pérdida.
Saludos.