jueves, 11 de enero de 2007

En el ocaso, tu mano en la mía: Robin y Marian


Recién acabo de ver esta película de 1976, dirigida por Richard Lester [que es el responsable de dos de mis películas favoritas: A Hard Day's Night (1964) y la fabulosa Petulia (1968)] y estoy aún muy impactado, conmovido y extrañamente enternecido.

Nunca fui seguidor de las aventuras de Robin Hood -- era demasiado para niños, la clase de personaje que uno se suponía debía admirar para "ser hombrecito"- y tampoco soy fan de Sean Connery (aunque le reconozco sus méritos y su James Bond).

Pero...

...como todo aquél que bien me conoce sabe, uno de los grandes amores de mi vida es ése trozo de cielo llamado Audrey Hepburn, así que...

Para mi buena fortuna, el DVD vino a caer en mis manos verbigratia la gentil generosidad de mi amigo David (I'm not worthy, I'm not worthy) y pude asomarme a lo que fue el retorno a la pantalla de Audrey después de casi diez años de retiro, tras los rodajes casi simultáneos de Cómo robar un millón, Dos en la carretera y Espera hasta que oscurezca.

Sabía de la existencia de la cinta, pero mi interés por verla no se hizo vivo hasta ahora, que ya dejé atrás los treinta (ahí está ya, lo dije ¡y qué!) y que siento, es el momento de entender algunos de los temas inherentes en esta historia que, efectivamente, poco tiene que ver con los "hombres alegres" de Sherwood, y más con el crepúsculo de las pasiones y con la terrena fuerza del cariño a toda prueba.


Después de veinte años en las cruzadas, Robin (Connery) y el Pequeño Juan (Nicol Williamson, que siempre será Merlin para mí, así como posiblemente sea mi Hamlet favorito), regresan a Inglaterra, toda vez que Ricardo Corazón de León (Richard Harris, en sólo un cameo, pero muy logrado) acaba por deschavetarse -- en una perreta decide masacrar a numerosos niños y mujeres indefensos y todo por una piedra- y luego estira la pata.

Robin, definitivamente, ya no es lo que antes era... pero se resiste a creerlo del todo.
En su corazón, aún es el líder temerario y llameante que iluminaba los bosques y sobre quien tantas baladas se hicieran. Su vuelta a casa es vista con respeto y hasta una cierta añoranza por el Sheriff de Nottingham (el siempre magnífico y nunca bien ponderado Robert Shaw, que además, claro, es Red Grant para su Bond, muchos años después de De Rusia con amor), quien lejos de ser una caricatira perniciosa, es un hombre maduro que sí acepta las cartas que la vida le ha jugado y que se ha asentado en su otoño con cierto sosiego, pero sin olvidar o menospreciar a su antiguo némesis.

Otra historia es Lady Marian (después de todo, ya no podría llamársele Doncella), también conocida como la Madre Abadesa Jennet, encarnada con una sutileza y gracia madura inigualables, por Hepburn, quien, a los 45 años de edad de entonces, luce natural, sin artificios y radiante. (Es cierto, querido Mariano: hoy ya no las hacen así)

Resulta ser que, cuando Robin se fue, su desesperación y dolor fueron tales -- esto se lo revela ella sin grandes aspavientos ni melodramas mientras, por enésima vez, le cura las heridas- que, sin poder aguantar su ausencia y la incertidumbre ("Nunca escribiste," le reprocha dulcemente a lo que él dice "Es que no sé cómo"), se retiró a la orilla del río y por propia mano quiso morirse.

De no ser por un granjero, relata Audrey/Marian, mientras a mí se me estruja el corazón al oírla, que la llevó a la abadía, donde las monjas la curaron [la pegaron con cinta adhesiva, yo sé cómo es], habría muerto.

La nobleza de Marian reside en que, no obstante el daño causado en su alma y en su piel, decide darle una nueva oportunidad a Robin cuando él la salva a ella y a las escasas hermanas de su abadía, de ser encerradas, bajo las órdenes del Rey Juan "sin tierra" (Ian Holm, con una reina Isabel muy jovencita: nada menos que Victoria Abril, en pleno ídem de su existencia, cuando se la llamaba aún Victoria Mérida), quien en gresca con el Vaticano, había expulsado a la clerecía mayor de las islas británicas.

De ahí surge la aventura esperada por los aficionados -- hay excelentes set pieces rodadas en locación en Navarra-, que no decepciona: chocan las espadas y vuelan las flechas.

Pero lo fascinante es ver a Hepburn y Connery en su reencuentro: cómo es que tentativamente se aproximan el uno al otro: se tocan con manos cansadas y descubren la carne cargada de cuitas y la piel ajada por el sol y el tiempo. Pero se encuentran al fin y al cabo: se toman de la mano mientras en torno suyo crecen las sombras del bosque y se aproxima la ominosa inminencia de la masacre por edicto y capricho, aún pese a la honorabilidad del Sheriff, que uno no puede jamás poner en duda. -- Es ostensiblemente el villano, pero esto sucede porque es así, no porque albergue el mal en su mente o entraña, como sí lo hace el necio, agresivo e irracional Sir Ranulf (Kenneth Haigh).

Lester retrata con luz dorada y contrastes casi sepia al bosque de Sherwood y no pierde en ningún momento el ritmo: si bien esta cinta es mucho más lineal y hasta convencional en el aspecto narrativo que Petulia (que yo considero su mejor trabajo y del que otro día les hablaré), el guión de James Goldman [El León en Invierno] se fusiona muy bien con la atmósfera y cuenta la historia de un modo en que, si bien se ciñe a un género, lo desafía y lo rompe: aquí no hay resoluciones milagrosas, sino más bien una agridulce melancolía por lo que no fue y lo que al mismo tiempo tiene que ser, mientras se pone el sol en el horizonte de una leyenda.

El momento más conmovedor de la cinta, el que como la proverbial flecha, llega a atravesar mi renegrido y tortuoso corazón mientras observo, es a manos (naturalmente) de Marian, cuando se inclina ante Robin, toma su mano y le murmura tiernamente esto:

Yo te amo. Más de lo que sabes. Más que a los niños. Más que a la tierra que con mis manos labré. Te amo más que a mis oraciones de la mañana, que a la paz o algo qué comer. Te amo más que a la luz del sol, que a la carne o la alegría, que al día que vendrá. Te amo más que a Dios.

La frase me estremece, me derrumba, me llena de emoción.

Tal vez me estoy exponiendo demasiado (pero para esto existe este blog, para expresarme) y me hace volver una y otra vez a esos segundos, a la textura de su voz, a sus dedos extendidos, a su mirada triste pero a su vez llena de sus palabras. Y me estremezco de pensar no sólo en lo que Audrey/Marian dice, sino en cómo lo dice y en que eso que dice es una verdad como un templo y que afortunado Connery/Robin de oírla, donde otros nunca jamás, ni en el pasado ni en el ahora, ni en la ficción o realidad. Y lo que me estruja también, me remueve tanto, es que recuerdo al verla, que ya no está aquí, que ha dejado de existir.

Que lo está diciendo para la eternidad.

La cinta termina, con almas blancas como el cielo, zurcado por una flecha, en un tableaux, una naturaleza muerta. Como espectador, estoy satisfecho y gratificado por la precisión y eficiencia de la película y el equipo que la hizo. Como crítico, no le encuentro los "peros" que en su época otros ya le señalaron y que algunos más jóvenes quizá, podrán señalar ante su evidencia. Como persona, estoy conmovido y también entusiasmado, a la par que vagamente adolorido.

Audrey me acompaña mientras escribo. No faltará mucho para mi otoño, o tal vez sí, pero siempre tendré cuando éste llegue y sople viento frío y tal vez tenga hambre y el estómago vacío, el calor de sus palabras para que sean mi alimento y mi cobijo.

4 comentarios:

emejota dijo...

...a mí me derrumba la belleza de esa última flecha lanzada al aire por el arquero de Sherwood para elegir el lugar de su reposo final: "donde caiga la flecha".

A ese entusiasmo vagamente dolorido que nos sorprende le puso certeza Fernando Pessoa con este verso: "No es alegría ni dolor este dolor con el que me alegro"

Un abrazo

Nyman dijo...

Ya la veré, Canito. Me intrigaste con tu texto y no puedo negar que hasta me sembraste un creciente interés por la Hepburn.

Ahora soy yo el que está en deuda con la escritura que te aventaste. Me latió mucho.

Nyman

Miguel Cane dijo...

Querido Mariano:

Y sí. Es algo extrañísimo; un dolor que nos sabe dulce a la boca y también extrañamente amargo. Como encontrarle todas las espinas al rosal y al mismo tiempo adorar el color de las flores.

Es un júbilo doloroso. O un dolor jubiloso.

(y, qué raro, persistente)

Un abrazo para tí.

M

Miguel Cane dijo...

David,

Pues si puedes, vela.
Ve todo lo que puedas con Audrey: lo vale.

Es un amor perdurable que no te provocará arrepentimiento.

Ella se lo gana a pulso.

Mil abrazos.