Anoche
"Anoche soñé que iba a Manderley otra vez.
En mi sueño me encontraba ante la verja del parque, pero durante algunos momentos no pude entrar. Estaba cerrada la puerta con candado y cadena.
Entonces, como todos los soñadores, manifesté un súbito poder sobrenatural y pasé como un espectro a través de las rejas. El sendero que lleva a la casa, se extendía ante mí, con sus curvas igual que siempre. Pero al acercarme, me percaté de un cambio que había ocurrido ahí.
La naturaleza poco a poco se había adueñado de la senda con dedos tenaces, hasta casi hacer desaparecer el camino hacia lo que había sido nuestra casa.
Finalmente, llegué a Manderley.
Manderley, llena de secretos, silenciosa. El tiempo no pudo arruinar la perfecta simetría de esas paredes. La luz de la luna puede jugar trucos con la imaginación y de pronto me pareció que había luz que iluminaba las ventanas. En ese momento nubes ocultaron la luna, firmes, como una mano oscura sobre un rostro humano.
Eso acabó con la ilusión. Lo que tenía ante mí era una ruina desolada, sin murmullos de un pasado en sus muros vigilantes.
Ya nunca podremos volver a Manderley..."
Este párrafo es el conjunto de frases que marcan el inicio de Rebecca, no sólo la icónica película de Alfred Hitchcock, a la que amo tiernamente, sino también de la clásica novela de Daphne DuMaurier, que leí por primera vez durante una convalescencia hace unos veinte años, desde mi cama de niño, dejándome llevar por la voz de la anónima narradora (sólo conocida como Mrs. DeWinter, la segunda esposa) a un mundo de enorme belleza y también de sombras tenebrosas.
Anoche soñé que volvía a Manderley otra vez.
Desperté inquieto, como quien lo hace en un lugar distinto, en una realidad trastocada, con la impotencia de no poder hacer algo para volverla "normal" de nuevo, con la vaga ansiedad de haber olvidado hacer algo, haber dejado alguna cosa teriblemente valiosa, importante, básica para la subsistencia, abandonada sin remedio en otro lugar.
Pasados algunos minutos, la noche fosforescente y el rumor del mar me recordaron dónde estoy, a qué vine.
Y entonces fue, mientras poco a poco volvía a dormirme, arrullado por la noche, que tuve la sensación, quizá un poquito menos persistente, de que, aún sin quererlo, de un modo inevitable yo tampoco podré (aunque lo haga, como en los sueños, con esa noción de poder alzar los pies del suelo, querer volar) nunca volver a Manderley.
Comentarios
La novela la leí dos o tres veces.
La película de Hitchcock no la vi nunca.
Y no importa la distorsión de los sueños o de la realidad... Manderlay siempre te estará esperando.
Cariños desde acá
Viviana
http://elamantedelvolcan.blogspot.com/search?q=rebecca
Besos