Ay, qué lenguaje
De pequeño yo no decía malas palabras.
Sólo una vez antes de esto, había dicho algo considerado "una grosería" y fue más bien como un acto de imitación; esto había sido por acompañar a "El Pecas", mote con el que es conocido el menor de los hermanos de mi madre, a la sazón unos doce años mayor que yo, en un paseo en bicicleta.
Al pasar rápido como saeta frente a un niño de aspecto oriental, "El Pecas", que tendría unos quince años, le espetó, rápido como metralleta: "¡Chino-Chino-Japonés! ¡Come caca y no me des!"... este colorido epíteto es de uso muy común en México, pero yo jamás había dicho la palabra "caca" -- a mí me educaron para decirlo de otra manera, con una onomatopeya que todos conocen- y por lo mismo, cuando delante de mis padres repetí la frase completa y de corridito, la reacción fue de hilaridad más que otra cosa... aunque al "Pecas" sí le toco una buena regañada por andar "diciendo leperadas delante del niño"... aunque nada se compara a lo que unos cuatro o cinco años después vendría a ocurrir, cuando descubrí a una de mis grandes heroínas y aprendí mi primera palabrota con uso técnico.
En 1981, como les decía, yo tenía siete años y no podía entrar al cine a ver películas para adultos... mucho menos aquellas que eran de estreno más o menos reciente. O que tuvieran "violencia gráfica". Ya saben, uno a esa edad es tan... impresionable.
Un día, mis padres tuvieron que salir a una boda y como mis abuelos iban con ellos, quien fue comisionada para cuidarme fue una de mis primas "las grandes", cuyo nombre, para proteger su anonimato -- ahora que es una responsable adulta, madre y esposa- ha sido cambiado y a quien me referiré en este espacio como "Paloma".
Paloma era unos diez u once años mayor que yo, por lo que era una auténtica adulta y el que ella se ocupara de "echarme un ojito" era más una gozada que otra cosa: por lo regular ella y su novio (hoy marido, al que llamaremos "Jaime", aunque ese no sea su nombre, pero su identidad se vería comprometida si ven la balconeada que le voy a dar a su pálida y temblorosa juventud aquí y el respeto de sus pacientes es basico, así que por eso el cambio de patronímico) me compraban toda clase de chucherías, me llevaban a merendar a Sanborns -- para quienes no están familiarizados con el concepto, se trata de una cadena de cafeterías que existen en México a nivel nacional, donde también se expenden libros (pueden preguntar ahí por algún ejemplar de Todas las Fiestas... si es que aún hay disponibles), juguetes, DVDs, gominolas, etcétera, etcétera- y me consentían bastante.
En esta ocasión, Paloma le dijo a mis padres que mientras ellos iban a esta boda repipi, que ella y Jaime me iban a llevar al cine y a dar una vuelta. Todos estuvieron de acuerdo... claro que Jaime, un muchacho sensato y confiable, omitió el detalle de mencionar qué película íbamos a ir a ver.
Resulta ser que Jaime tenía un tío que era taquillero o vigilante o encargado, del Cine Versalles -- que hoy ya no existe, por cierto-, donde se exhibían películas que eran de estreno reciente (aunque no era de primera corrida) y casi siempre, para adultos, aunque no pornográficas, que conste. Eso estaba delegado a las "Salas de Arte" que se encontraban un poco más abajo, sobre paseo de la Reforma.
Ese sábado (debe haber sido antes de mayo, porque Mónica aún no nacía), me metieron de contrabando Paloma y Jaime, a ver Alien: el Octavo Pasajero.
Me compraron mis palomitas, mi copa Holanda (rico helado, mermelada de fresa, crema batida, nueces picadas, chocolate... ay, ay... así ha de saber la nostalgia), una bolsita de Freskas -- una especie de chocolatina en esferas con relleno esponjoso sabores fresa, piña (¡Dios mío, qué asco!) y Limón (Mmmm... rico)- y mi cocacola y nos sentamos en la parte alta de la sala.
Claro, nada tonto, Jaime me acomodó en la fila delante de ellos, para poder sentarse detrás de mí y así poder aprovechar el tiempo de proyección de un modo más romántico con la Paloma, mientras yo me embebía con lo que en la pantalla se proyectaba, leyendo rapidito para que no se me fueran a ir los subtítulos.
Nunca fui fan de la Space Opera -- tengo amigos que lo son, y muy devotos, cosa que respeto y admiro y que inclusive me genera una cierta ternura... pero yo siempre tuve problemas para agarrarle la onda; me causaba una como angustia y complejo de inferioridad el no entender ni jota del lingo y mitología de Star Güars (y hasta la fecha)- pero con la película de Ridley Scott me pasa algo extraordinario.
No importa cuántas veces la haya visto desde entonces (yo creo que habrán sido unas diez o doce a lo largo de este cuarto de siglo transcurrido), siempre ejerce una extraña fascinación sobre mí.
Será esto acaso por la luminosa presencia de Sigourney Weaver (Santa Sigourney) como Ellen Ripley, con ese aire de gracia absoluta aún en las circunstancias más brutales... ¡sí! ¡Se puede ser una heroína aterrada y armada, sin perder un ápice de gracia! [Después el conmovedoramente pendejo James Cameron la convertiría en una semi machorra en la secuela, Aliens, pero esa casi siempre me resulta indigesta... para mí la canónica es sólo esta y párenle de contar]
El caso es que la película no sólo me absorbió (y me hizo arrojar mi copa Holanda con la escena del alien saliéndosele del pecho a ese gran hombre llamado John Hurt) sino que también comenzó a absorber a Jaime.
De pronto, la dulce y sensible Paloma, que me había expuesto a la experiencia más claustrofóbica -- aún si estaba situada en el mismísimo cooossssmoooossssssss- a la que yo me había enfrentado en mi corta edad, ya no le parecía tan seductora e irresistible. Cuando acordé, Jaime estaba inclinado sobre su asiento y lo oía perfectamente a mis espaldas:
"¡Mira! ¡Mira nada más eso!"
"¡Mira qué efecto....!"
"¡Mira, Paloma, mira! ¡Te digo que mires y nomás no miras!"
Oh, pero yo miraba.
Y oía.
Cuando la película comenzó a acercarse a su clímax, cuando la tripulación del Nostromo ha sido casi totalmente arrasada por esa máquina de matar diseñada por H.R. Giger, yo prácticamente chorreaba baba... ya había olvidado mi shock-horror ante las imágenes convulsivas y perturbadoras (la secuencia en la que descubrimos que un miembro de la tripulación es sintético también me impactó... recuerden, yo le tengo una fobia atroz a los robots), para ser parte de la lucha de Ripley por sobrevivir.
Fue durante una escena clave, a esas alturas de la película, que oí a Jaime decir:
"Y mírala. Ahora se va a regresar por el pinche gato."
Si bien en Europa éste no es un término peyorativo, En México la palabrita es un despectivo brutal y categórico, aunque puede tener diversos significados dependiendo del contexto (de hecho, es un vocablo sumamente complejo): Pinche puede significar cualquier cosa, desde "Estúpido", "Imbécil", hasta "Mísero", "Ínfimo" o cosas peores. Y sin embargo, es también un adjetivo calificativo de uso muy común en el vernacular: "esta pinche gente", "qué trato más pinche", "nos caló la pinche lluvia", "Fulano de tal se vio muy pinche", "Pinche güey", etcétera.
Pero yo jamás lo había oído.
Y los niños a esa edad, somos esponjas...
... y yo era una esponjita de lo peor...
Sin que yo manifestara mayor trauma por haber presenciado de principio a fin una hiperviolenta película de clasifiación "C", fui devuelto a la casa de mis padres, donde Paloma vio que me bañara, me pusiera la pijama, tomara mi leche (¡Sí! ¡Todos tenemos un pasado! ¿Y qué?) y me fuera a la camita. Al día siguiente la volvería a ver porque había una reunión precisamente en casa de sus padres -- familiares de mi rama paterna-.
Dormí como un bendito y no soñé ni con alienígenas asesinos ni con robots clandestinos. Eso lo sé, porque si los hubiera soñado, seguro se habrían estampado para siempre en mi sórdida vendimia (la memoria). Mas fueron otras cosas las que se me grabaron.
Durante la comida familiar de domingo, seguí siendo el niño sensación que siempre era, por dócil, bien educado, correcto, afable y de notable vocabulario, obtenido principalmente de los libros que leía, bajo la supervisión de mi abuelo y tocayo.
Todo fue muy bien, hasta que a los postres, me volví hacia nuestra anfitriona, la madre de Paloma y le pregunté, con absoluta dulzura:
"Tiyita... ¿por dónde anda metido tu pinche gato?"
Se hizo un silencio y todas las miradas adultas se volvieron a mi diminuta y enclenque persona.
"¿Qué dijiste?"
"Que dónde anda tu pinche gato."
Una de las tías abuelas exclamó la frase que da título a esta entrega con aire de escándalo ["¡Ay, qué lenguaje!"] y mi santa madre, rauda como relámpago me tomó de los hombros, haciendo que mi cabeza (ya desde entonces demasiado grande para mi cuerpo) se balanceara como esos muñequitos cabezones que están tan de moda y que a mí me traen recuerdos poco gentiles. "¿De dónde sacaste esa palabra?"
"¿Cuál?"
"Esa que acabas de decir."
"¿Gato, mami?"
"No. La... la otra."
"¡Ah! ¡Pinche!"
Lo dije con una frescura tan singular, que mi madre comprendió que la repetía yo sin la malicia y el sano sarcasmo que pocos años después aprendería a manejar con pasmosa maestría -- tan así, que aún ahora, si despliego mi lengua con presteza, puedo insultar espectacularmente a alguno y ni cuenta se da... bueno, ya saben, uno tiene que aprender a sobrevivir con lo que puede- y por lo mismo, no me reventó un soplamocos (que aquí entre nos, habría sido merecido).
Entonces, procedí a hacer algo que todos inevitablemente hemos hecho a esa edad: chivar a Jaime.
"¿Cómo? ¿Jaime lo dijo?" Esto por parte de sus futuros suegros, a los que estoy seguro no les hizo gracia que el "buen muchacho" dijera palabrotas delante del "niño".
"Sí, ayer que me llevaron al cine a ver Alien el octavo pasajero..."
Paloma, que había presenciado todo discretamente desde la puerta de la cocina, me miró con horror, como a aquél que señala a un culpable en juzgado lleno, en tanto que mi pobre madre me miraba al borde del desmayo, al no saber qué era peor: que su hijito como botarate anduviera repitiendo leperadas alegremente o que, en manos de dos adolescentes tarambanas, hubiera ido a ver esa película a escondidas, efectivamente cometiendo un delito al violar la ley.
Así fue como aprendí que con una palabrita, puedes hacer de todo, desde derrumbarle el copete a una señora decente y bien educada (como la Tía Josefita -- que huelga decir ni era mi tía, ni se llamaba Josefita, y ya se murió además, pero hay que respetar su anonimato de todos modos-) hasta ganar esos valiosos cinco segundos de ventaja para echar a correr y escabullírtele al matón de la escuela secundaria.
Mi lexicón se enriquecería en términos variopintos y de naturaleza evidentemente soez, cuando me sumergí en el teatro escrito por Emilio Carballido; algunas de sus farsas se sostenían cuidadosamente cimentadas en las palabrotas y los insultos utilizados con ingenio... pero esa es una historia que les contaré otro (pinche) día.
Pero mientras, ustedes cuéntenme, ¿cuál es su grosería preferida? ¿Encuentran su uso liberador de estrés? ¿Les divierte colorear su léxico?
Cuéntenme, cuéntenme.
Ay, qué lenguaje...
El que ahora ocasionalmente sea indulgente con algún término cerril en mi léxico, obedece a una natural relajación en las normas sociales de mi generación, y si bien no hablo como un carretonero, procuro utilizar esta clase de lenguaje de manera tanto descriptiva como creativa y siempre como una definición, no necesariamente como un insulto, aunque como ya lo dijo Baudelaire, pocas cosas entusiasman más del mal gusto que el aristocrático placer de ofender.
Sin embargo la primera vez que utilicé este tipo de palabras, fue de un modo totalmente ingenuo. ¿Qué iba a saber yo?
Sin embargo la primera vez que utilicé este tipo de palabras, fue de un modo totalmente ingenuo. ¿Qué iba a saber yo?
I
En 1981, yo tenía siete años y era un niño muy bien portado... con un lenguaje impoluto.Sólo una vez antes de esto, había dicho algo considerado "una grosería" y fue más bien como un acto de imitación; esto había sido por acompañar a "El Pecas", mote con el que es conocido el menor de los hermanos de mi madre, a la sazón unos doce años mayor que yo, en un paseo en bicicleta.
Al pasar rápido como saeta frente a un niño de aspecto oriental, "El Pecas", que tendría unos quince años, le espetó, rápido como metralleta: "¡Chino-Chino-Japonés! ¡Come caca y no me des!"... este colorido epíteto es de uso muy común en México, pero yo jamás había dicho la palabra "caca" -- a mí me educaron para decirlo de otra manera, con una onomatopeya que todos conocen- y por lo mismo, cuando delante de mis padres repetí la frase completa y de corridito, la reacción fue de hilaridad más que otra cosa... aunque al "Pecas" sí le toco una buena regañada por andar "diciendo leperadas delante del niño"... aunque nada se compara a lo que unos cuatro o cinco años después vendría a ocurrir, cuando descubrí a una de mis grandes heroínas y aprendí mi primera palabrota con uso técnico.
II
En 1981, como les decía, yo tenía siete años y no podía entrar al cine a ver películas para adultos... mucho menos aquellas que eran de estreno más o menos reciente. O que tuvieran "violencia gráfica". Ya saben, uno a esa edad es tan... impresionable.
Un día, mis padres tuvieron que salir a una boda y como mis abuelos iban con ellos, quien fue comisionada para cuidarme fue una de mis primas "las grandes", cuyo nombre, para proteger su anonimato -- ahora que es una responsable adulta, madre y esposa- ha sido cambiado y a quien me referiré en este espacio como "Paloma".
Paloma era unos diez u once años mayor que yo, por lo que era una auténtica adulta y el que ella se ocupara de "echarme un ojito" era más una gozada que otra cosa: por lo regular ella y su novio (hoy marido, al que llamaremos "Jaime", aunque ese no sea su nombre, pero su identidad se vería comprometida si ven la balconeada que le voy a dar a su pálida y temblorosa juventud aquí y el respeto de sus pacientes es basico, así que por eso el cambio de patronímico) me compraban toda clase de chucherías, me llevaban a merendar a Sanborns -- para quienes no están familiarizados con el concepto, se trata de una cadena de cafeterías que existen en México a nivel nacional, donde también se expenden libros (pueden preguntar ahí por algún ejemplar de Todas las Fiestas... si es que aún hay disponibles), juguetes, DVDs, gominolas, etcétera, etcétera- y me consentían bastante.
En esta ocasión, Paloma le dijo a mis padres que mientras ellos iban a esta boda repipi, que ella y Jaime me iban a llevar al cine y a dar una vuelta. Todos estuvieron de acuerdo... claro que Jaime, un muchacho sensato y confiable, omitió el detalle de mencionar qué película íbamos a ir a ver.
Resulta ser que Jaime tenía un tío que era taquillero o vigilante o encargado, del Cine Versalles -- que hoy ya no existe, por cierto-, donde se exhibían películas que eran de estreno reciente (aunque no era de primera corrida) y casi siempre, para adultos, aunque no pornográficas, que conste. Eso estaba delegado a las "Salas de Arte" que se encontraban un poco más abajo, sobre paseo de la Reforma.
Ese sábado (debe haber sido antes de mayo, porque Mónica aún no nacía), me metieron de contrabando Paloma y Jaime, a ver Alien: el Octavo Pasajero.
Me compraron mis palomitas, mi copa Holanda (rico helado, mermelada de fresa, crema batida, nueces picadas, chocolate... ay, ay... así ha de saber la nostalgia), una bolsita de Freskas -- una especie de chocolatina en esferas con relleno esponjoso sabores fresa, piña (¡Dios mío, qué asco!) y Limón (Mmmm... rico)- y mi cocacola y nos sentamos en la parte alta de la sala.
Claro, nada tonto, Jaime me acomodó en la fila delante de ellos, para poder sentarse detrás de mí y así poder aprovechar el tiempo de proyección de un modo más romántico con la Paloma, mientras yo me embebía con lo que en la pantalla se proyectaba, leyendo rapidito para que no se me fueran a ir los subtítulos.
Nunca fui fan de la Space Opera -- tengo amigos que lo son, y muy devotos, cosa que respeto y admiro y que inclusive me genera una cierta ternura... pero yo siempre tuve problemas para agarrarle la onda; me causaba una como angustia y complejo de inferioridad el no entender ni jota del lingo y mitología de Star Güars (y hasta la fecha)- pero con la película de Ridley Scott me pasa algo extraordinario.
No importa cuántas veces la haya visto desde entonces (yo creo que habrán sido unas diez o doce a lo largo de este cuarto de siglo transcurrido), siempre ejerce una extraña fascinación sobre mí.
Será esto acaso por la luminosa presencia de Sigourney Weaver (Santa Sigourney) como Ellen Ripley, con ese aire de gracia absoluta aún en las circunstancias más brutales... ¡sí! ¡Se puede ser una heroína aterrada y armada, sin perder un ápice de gracia! [Después el conmovedoramente pendejo James Cameron la convertiría en una semi machorra en la secuela, Aliens, pero esa casi siempre me resulta indigesta... para mí la canónica es sólo esta y párenle de contar]
El caso es que la película no sólo me absorbió (y me hizo arrojar mi copa Holanda con la escena del alien saliéndosele del pecho a ese gran hombre llamado John Hurt) sino que también comenzó a absorber a Jaime.
De pronto, la dulce y sensible Paloma, que me había expuesto a la experiencia más claustrofóbica -- aún si estaba situada en el mismísimo cooossssmoooossssssss- a la que yo me había enfrentado en mi corta edad, ya no le parecía tan seductora e irresistible. Cuando acordé, Jaime estaba inclinado sobre su asiento y lo oía perfectamente a mis espaldas:
"¡Mira! ¡Mira nada más eso!"
"¡Mira qué efecto....!"
"¡Mira, Paloma, mira! ¡Te digo que mires y nomás no miras!"
Oh, pero yo miraba.
Y oía.
Cuando la película comenzó a acercarse a su clímax, cuando la tripulación del Nostromo ha sido casi totalmente arrasada por esa máquina de matar diseñada por H.R. Giger, yo prácticamente chorreaba baba... ya había olvidado mi shock-horror ante las imágenes convulsivas y perturbadoras (la secuencia en la que descubrimos que un miembro de la tripulación es sintético también me impactó... recuerden, yo le tengo una fobia atroz a los robots), para ser parte de la lucha de Ripley por sobrevivir.
Fue durante una escena clave, a esas alturas de la película, que oí a Jaime decir:
"Y mírala. Ahora se va a regresar por el pinche gato."
Si bien en Europa éste no es un término peyorativo, En México la palabrita es un despectivo brutal y categórico, aunque puede tener diversos significados dependiendo del contexto (de hecho, es un vocablo sumamente complejo): Pinche puede significar cualquier cosa, desde "Estúpido", "Imbécil", hasta "Mísero", "Ínfimo" o cosas peores. Y sin embargo, es también un adjetivo calificativo de uso muy común en el vernacular: "esta pinche gente", "qué trato más pinche", "nos caló la pinche lluvia", "Fulano de tal se vio muy pinche", "Pinche güey", etcétera.
Pero yo jamás lo había oído.
Y los niños a esa edad, somos esponjas...
... y yo era una esponjita de lo peor...
III
Sin que yo manifestara mayor trauma por haber presenciado de principio a fin una hiperviolenta película de clasifiación "C", fui devuelto a la casa de mis padres, donde Paloma vio que me bañara, me pusiera la pijama, tomara mi leche (¡Sí! ¡Todos tenemos un pasado! ¿Y qué?) y me fuera a la camita. Al día siguiente la volvería a ver porque había una reunión precisamente en casa de sus padres -- familiares de mi rama paterna-.
Dormí como un bendito y no soñé ni con alienígenas asesinos ni con robots clandestinos. Eso lo sé, porque si los hubiera soñado, seguro se habrían estampado para siempre en mi sórdida vendimia (la memoria). Mas fueron otras cosas las que se me grabaron.
Durante la comida familiar de domingo, seguí siendo el niño sensación que siempre era, por dócil, bien educado, correcto, afable y de notable vocabulario, obtenido principalmente de los libros que leía, bajo la supervisión de mi abuelo y tocayo.
Todo fue muy bien, hasta que a los postres, me volví hacia nuestra anfitriona, la madre de Paloma y le pregunté, con absoluta dulzura:
"Tiyita... ¿por dónde anda metido tu pinche gato?"
Se hizo un silencio y todas las miradas adultas se volvieron a mi diminuta y enclenque persona.
"¿Qué dijiste?"
"Que dónde anda tu pinche gato."
Una de las tías abuelas exclamó la frase que da título a esta entrega con aire de escándalo ["¡Ay, qué lenguaje!"] y mi santa madre, rauda como relámpago me tomó de los hombros, haciendo que mi cabeza (ya desde entonces demasiado grande para mi cuerpo) se balanceara como esos muñequitos cabezones que están tan de moda y que a mí me traen recuerdos poco gentiles. "¿De dónde sacaste esa palabra?"
"¿Cuál?"
"Esa que acabas de decir."
"¿Gato, mami?"
"No. La... la otra."
"¡Ah! ¡Pinche!"
Lo dije con una frescura tan singular, que mi madre comprendió que la repetía yo sin la malicia y el sano sarcasmo que pocos años después aprendería a manejar con pasmosa maestría -- tan así, que aún ahora, si despliego mi lengua con presteza, puedo insultar espectacularmente a alguno y ni cuenta se da... bueno, ya saben, uno tiene que aprender a sobrevivir con lo que puede- y por lo mismo, no me reventó un soplamocos (que aquí entre nos, habría sido merecido).
Entonces, procedí a hacer algo que todos inevitablemente hemos hecho a esa edad: chivar a Jaime.
"¿Cómo? ¿Jaime lo dijo?" Esto por parte de sus futuros suegros, a los que estoy seguro no les hizo gracia que el "buen muchacho" dijera palabrotas delante del "niño".
"Sí, ayer que me llevaron al cine a ver Alien el octavo pasajero..."
Paloma, que había presenciado todo discretamente desde la puerta de la cocina, me miró con horror, como a aquél que señala a un culpable en juzgado lleno, en tanto que mi pobre madre me miraba al borde del desmayo, al no saber qué era peor: que su hijito como botarate anduviera repitiendo leperadas alegremente o que, en manos de dos adolescentes tarambanas, hubiera ido a ver esa película a escondidas, efectivamente cometiendo un delito al violar la ley.
Así fue como aprendí que con una palabrita, puedes hacer de todo, desde derrumbarle el copete a una señora decente y bien educada (como la Tía Josefita -- que huelga decir ni era mi tía, ni se llamaba Josefita, y ya se murió además, pero hay que respetar su anonimato de todos modos-) hasta ganar esos valiosos cinco segundos de ventaja para echar a correr y escabullírtele al matón de la escuela secundaria.
Mi lexicón se enriquecería en términos variopintos y de naturaleza evidentemente soez, cuando me sumergí en el teatro escrito por Emilio Carballido; algunas de sus farsas se sostenían cuidadosamente cimentadas en las palabrotas y los insultos utilizados con ingenio... pero esa es una historia que les contaré otro (pinche) día.
Pero mientras, ustedes cuéntenme, ¿cuál es su grosería preferida? ¿Encuentran su uso liberador de estrés? ¿Les divierte colorear su léxico?
Cuéntenme, cuéntenme.
Ay, qué lenguaje...
Comentarios
Al manejar tengo varias favoritas: "Puta madre" "Carajo" y "coñooo" que la verdad, no se de dónde la saqué, pero me parece contundente. Creo que la aprendí de una tía cubana que la utiliza bastante.
"Chingao" es otra de las más recurrentes.
No me explico porque mis hijos no las repiten como tú con el pinche gato. Quizá las han escuchado tanto que piensan que así hablan los adultos.
Las personas que son demasiado propias al hablar me parecen cursis. Pero creo también que hay gente que dice las groserías con cierto "estilo" y les queda bien. No te la imaginas hablando de otra manera.
Yo cuando menos, tengo dos tipos de lenguaje: el que uso en cuestiones de trabajo, correcto y propio...y el que uso el resto del tiempo, pelado y cargado de doble sentido, jaja.
Me he reido como loca con esta anécdota.
Besitos
Pero eso si, no intentes ni siquiera pensar que digo groserias. Soy una persona chingonamente educada. ¿como crees que me voy a comportar como todos esos pendejos que se la pasan diciendo putas groserias?
Por favor wey, si no cuentas con bases solidas para imaginar que los demas decimos esas palabras tan cabronas no andes escribiendo de esa forma.
¿Quedo claro?... nunca, pero nunca digo groserias.
Saludos chingones.
El Pinche Toño.
Wey es de "cariñito" para quien le tengo mucha, pero mucha confianza, reservado casi para mis amiguis de mis schools, la secun, prepa y la uni.Es mas, ya ni se consideraria mala palabra porque ya hasta en t.v en Mexico la puedes decir, sin que te pongan el viiiiippppp.
Al igual que Pax yo escribo mas groserias de las que digo, por eso dicen que me salen muy "floreadas" cuando las uso.
La mayor para mi es: emputecerme! solo auxiliar cuando me "emputezco" de deveras, de esas veces que ni tu mismo te aguantas por la rabieta que estas haciendo, algo asi como cuando tu mecanico te cobro las perlas de la Virgen por cambiar un foquito a tu carro y te das cuenta hasta que ya has pagado.
Saludos.
jajajajaja
Lo que sí... creo que es algo sumamente liberador (efectivamente, y como todos señalan, no hablamos todo el tiempo así, ni mucho menos)... y sin duda, es algo muy, muy intrínsecamente mexicano.
Por cierto, yo no creo que alguien que dice palabrotas sea necesariamente malo... la peor persona que yo conozco en este mundo es una vieja mofletuda y reseca, totalmente anal retentiva, que da clases en la Alianza Francesa y que se pone como loca cada vez que oye una grosería y que simplemente, no soporta a la plebe... interesante, ¿no? Nadie creería que una señora así, a todas luces "decente y bien edicada", fuera una persona rastrera, traicionera, calumniadora, manipuladora, sucia de alma y cerebro y capaz de las peores bajezas con tal de salirse con la suya...
... pero ya lo ven, las apariencias engañan.
En inglés yo tampoco digo groserías excepto Shit. A hell of a lot.
Fuck y sus variaciones me da como flojerita... me sabe más decir groserías en español también, jeje.
Besos y cariños a Luca.
Sí. "Pendejete" es una palabrota que suena muy como de señora. "¿Este es el que pretende casarse contigo...? ¡Per si nada más es un ladrillo con pretenciones! ¡ES UN PENDEJETE!"
Sí. Muy sixties también.
Besitos.
Las que se repiten más tal vez sean: "hijo/a de puta", "la puta madre", o "pero...¡la puta madre, carajo" (que es, como si dijéramos, un combo). Hay otra más, que uso cuando estoy ya fuera de mí... pero esa sí me la guardo, por ahora.
La ridiculez más grande que escuché con respecto a no decir "malas palabras" fue hace bien poco, una señora con la que trabajo le dice a otra que le había hecho una broma con algo de doble sentido: "a mí no me digas esas cosas, porque las groserías no me gustan: yo fui a colegio de monjas." (!!!)
Lo gracioso es que yo fui al mismo... y mis amigas y yo no somos tan inmaculadas verbalmente. ¿Habremos agarrado a las monjitas distraídas, o simplemente agotadas? :-O
Un abrazo
P.
Te quiero Miguel
Alicia