Temblores

Si pudiera poner una fecha para el día en que, efectivamente, mi infancia terminó, sería el 19 de septiembre de 1985.

Esta es una fecha extraña, pero importante, en el contexto de la historia inmediata de mi país.

Lo más curioso, es que para mucha, muchísima gente que conozco, no tiene el mismo significado. Es acaso ajeno. O bien, es el olvido, que ejerce su influencia -- donde conmigo nunca es posible-.

Son más de veinte años de los sismos que, en cierto modo, vinieron a cambiar a mi ciudad (para siempre) y la vida de mi familia, en otro sentido (¿No es horroroso que tarde o temprano, todo es acerca de cómo me afecta a mí? -- A veces soy horrible).

Ahora me preguntan (los que se acuerdan) ¿dónde te agarró el temblor?

Pues en la calle, recuerdo. A bordo de un auto, con mis padres. Ese día mi papá iba a llevar a mi madre más temprano a la oficina, porque él tenía una junta importante con unos clientes.

Este era el año en que yo acababa de cambiar de escuela: había ingresado a la secundaria. pero apenas acababa de cumplir 11 años. La presión, la infinita presión de ser un "niño tan brillante" en una escuela ultra-conservadora, católica y de la extrema derecha, misma que le recomendaron a mi padre por ser "muy estricta", un plantel que "construye carácter". Yo pasé años en un colegio progresivo, lo que se llama "escuela activa", con niños y niñas de mi edad y eran los primeros días de adaptarme a un mundo principalmente hostil y poco receptivo para un crío como el que entonces era yo.

Yo no recuerdo que el temblor fuese tan fuerte, tan ominoso.

O será que en la bruma del tiempo transcurrido y otros efectos aplicados a la vida, hacen que se sienta como amortiguado. No lo sé.

Recuerdo el vaivén de los cables telefónicos, la sorpresa en el rostro de mi madre, la confusión. Me dejaron unos cuantos momentos después, a la puerta del colegio.

No habíamos terminado de formarnos en el patio (los de primer año, por estaturas, yo era el primero... a los 11 años medía como 1.48 y era delgadito, el más pequeño de la escuela en edad y tamaño. No crecí a la estatura que ahora tengo hasta los 14 o 15 años), cuando el padre director, el mismo vetarro y fanático de mente tapiada, que meses después me denunciaría públicamente como pecador delante de todo el alumnado por haberme atrevido a donar a la biblioteca escolar un ejemplar de Anna Karenina, libro nefasto que promovía el adulterio y (¡Dios nos guarde!) el suicidio, salió a decirnos que no había clases y que nos fuéramos.

Y nos echó a la calle.

Así.

Yo no había regresado nunca a mi casa solo.

Al menos no, todavía. Donde los otros niños se fueron o fueron sus madres que vivían cerca, a por ellos, yo me quedé afuera del colegio, esperaba que tal vez mi papá volviera por mí. Pero luego, oí los rumores, entre las madres que venían por sus hijos. "Muertos" "Tanta gente". ¿Y si algo había pasado? ¿Y si no volvía a ver a mis padres jamás? -- esto sin importar que los hubiera visto bien ya pasado el sismo... comprendan, así es el pánico.

Y la verdad es que no había pasado realmente nada, o nada grave.

Mi padre dejó a mamá en su oficina y luego fue a su junta... pero él sí, ya no tenía clientes. El edificio se había derrumbado. Él volvió a la oficina y le dijo a mi madre. Mi madre llamó a la guardería donde mi hermana (entonces Mónica acababa de cumplir cuatro años) estaba inscrita.

La escuela estaba sin daños y los niños bien, pero recomendaban que, si podían ir por ella, así lo hicieran. Entonces mi mamá preguntó dónde estaba yo. Mi padre dijo que seguramente estaría yo en la escuela. Como era un recinto que prohibía episodios de histeria, no interrumpirían clases por el sismo. No es que mi pá fuera un insensible: es sólo que en ese momento estaba avocado a hacer de mí un hombrecito y no podía aceptar aún los signos tan evidentes de mi futuro que se manifestaban desde que aprendí a caminar y comencé a hablar... pero esa es harina de otro costal y nada tiene qué ver con la historia del terremoto.

Ahora comprendo que mi padre estaba en un profundo estado de choque debido al derrumbe y trataba de mantener a ultranza una noción de "normalidad" -- Imagínense cómo se sentiría, por ejemplo, la mamá de Patricia Campbell Hearst-. Fue por mí, pero ya no me encontró, y me buscó, para encontrarme a salvo.

En parte, el que hubiera temblado a las 7:19 am fue lo que más repercusiones tuvo, tanto a corto plazo como de un modo más permanente (amén de que de ahí viene mi terror hacia los temblores y, a veces, soñar que tiembla la tierra).

De haber temblado una hora o dos más temprano, el librero hecho por mi padre para mí, con estanterías hechas con tablones y ladrillos, mismo que se desplomó sobre mi cama, me habría aplastado. Recuerdo ver mi cama (la misma en que mi abuelo Miguel durmió en su infancia y juventud) cubierta por esos libros, esos juguetes, tablones y ladrillos.


Acaso fue ahí que mi infancia se terminó de verdad. (Aún si comenzó a terminarse en una mañana a fines de diciembre de 1981, o en una casa en Cuernavaca durante la semana santa de 1984). Ya no iba a poder seguir siendo niño. Mi ciudad, mi país, mi familia -- todo era diferente.

Yo había terminado de dejar mi infancia como una sierpe que ha cambiado de piel, aún si ésto no fuera un misterio gozoso (nada) y el mundo se había, literalmente, colapsado a mi alrededor.

Mis padres se unieron a brigadas de rescate y ayuda a los damnificados. Mi padre estuvo en la peor zona de Tlatelolco, mientras mi madre se dedicó a recopilar ropa y comida para los campamentos. Los recuerdo, comprometidos, urgentes, yendo y viniendo.

Me parecían, de un modo extraño y simultáneamente, mis padres de siempre y a la vez, figuras heróicas. En ese entonces, papá tenía 42 años y mamá 35, pero era muy distinto a tener esas edades ahora. Me eran tan extraños como nunca antes y ahora, que estoy más cerca de su edad, quizá los comprendo mejor. Lo mismo, así se acabó mi infancia, en medio de tanta confusión y asombro.

Por años he soñado, a veces, que la tierra tiembla. Sueño que tiembla y me angustia, porque se siente profundamente real.

A veces, me olvido por completo del temblor... otras ocasiones, me despierto en las noches y me abrazo a mí mismo. Me estremezco y me pregunto quién me va a proteger en estos tiempos desesperados, quién va a cuidar de mí... y entonces termino de despertar y me percato de que nadie va a cuidar de mí. Que no seré arropado por nadie. Que estoy solo y que está bien, porque es la realidad y no tiembla la tierra y aunque temblase, no temo.

Me tengo a mí, y por el momento, basta.
Nadie va a fallarme, porque no espero nada de nadie.

Ha habido otros temblores, tanto reales como figurativos, en mi camino hasta aquí, a este punto en mi vida, en que no necesito nada, en el que estoy en el equilibrio de mis deseos y necesidades, absorbiéndolo todo, creciendo.

Uno de ellos, es el de Lisboa en el sábado de Todos los Santos de 1755, al que rinde homenaje a manera de poema épico, (imagínense: la escuela de La Ilíada, al estilo postmoderno de una cinta de Atom Egoyan) mi amigo Jack.

Su libro, cuidadosamente elaborado, con una orfebrería de palabras que quita el aliento -- aunque lo que yo diga ha sido siempre tachado de poco objetivo y por lo mismo sin un valor auténtico dada mi relación amistosa con el pudoroso poeta- representa, a modo de un canto coral, no sólo la hecatombe que lesionó duramente la ciudad, sino también las propias trampas de nuestra angustiada condición humana, muchas veces ocultas voluntariamente.

Hay un poema, dentro de los muchos que eslabonados componen el libro, que particularmente me mueve, remueve, conmueve. Se trata del canto 18 y es, sin haber pedido permiso (pero esperando sincero y contrito me perdone la frescura tan singular y la falta de respeto) del autor, que lo reproduzco para ustedes. La primera vez que lo leí (en un tren, hace mucho tiempo ya, en otra vida) me estremecí, como en esa mañana de septiembre hace un par de años luz. Y fue, porque sin saberlo siquiera, alguien más había capturado de un modo por igual abstracto y exacto, lo que sentí en el momento en que mi infancia (mas no mi niño interno, eso es otra cosa) se derrumbó, igual que todo mi mundo, mi vida etera para dar pie a un proceso de reconstrucción que continúa -- quizá no termine nunca.

Léanlo, léanlo en voz alta por favor.
Escúchense
al leerlo.
Alimenten esta sórdida vendimia que es la memoria.

La obra completa pueden hallarla disponible aquí.

*

Señor no te apiadaste
Cristo no te apiadaste

de nosotros los piadosos
los que fuimos sepultados bajo el templo
los que fuimos abreviados en ceniza
los que fuimos arrastrados por las aguas
como odres hinchados por el último aliento
después de haber caído
bajo lapidación

Señor no te apiadaste
Cristo no te apiadaste

Si éstas fuesen las aguas
que riegan Babilonia
si ésta fuese
la flor de las ciudades prostitutas
si el altar se hubiese alzado
para dioses caprichosos e infantiles
para arcángeles bestiales
para imágenes obscenas
de dioses sordomudos

Pero el río era el Tajo

Eran aguas cristianas
no más turbias que el Jordán

Éramos lisboetas

los que fuimos lapidados
no en alcoba de rameras
bajo el techo de la casa
de Dios Nuestro Señor

Éramos lisboetas
-la piadosa Lisboa-

los que fuimos
sepultados y abreviados en ceniza
como odres arrastrados por las aguas
después de haber ardido
después de haber caído
bajo lapidación

Señor no te apiadaste
Cristo no tuviste
piedad

Porque ya no hay tierra firme
y la llama ya no habla,
ni brilla ni ilumina
Sólo quema y consume
y en lo oscuro se extingue

Porque el agua ya no limpia
de pecado
en los ojos se estanca
en el hueco de las almas
halla lecho y se corrompe

Señor no te apiadaste
Cristo no te apiadaste

Hombre entonces ten piedad

Mundo
madre

ten piedad.

Comentarios

Lilián dijo…
Hermoso, como siempre. La historia de los que estuvieron ahí no termina nunca. Yo aún no había nacido, pero he escuchado las anécdotas incansablemente.
Uno de mis hermanos se quedó dormido en la litera y con el ajetreo se quedó atorado entre el colchón y la pared. A las 2 de la tarde seguían llamando a Locatel. Estúpido e increíble, pero cierto.
En fin. Me gustaron muchísimo las reflexiones finales. Tienes razón, toda la vida es un temblor constante.
Abrazos.
hugo dijo…
que lindos tus padres, y tu en tu fragil preadolescencia, y que triste y que fuerte lo que le paso a nuestra ciudad. yo era mayor, de 29, y estaba en mi segunda carrera y todo se zangoloteo y el maestro igual quiso mantener la calma hasta que nuestro instinto nos hizo correr, y estuvimos a salvo.

saludos y que bueno que no te aplastaron los libros y que ahora los leas y escribas.
Sebastiana dijo…
Yo no viví el temblor del 85, estaba viva y todo, pero no me tocó vivirlo. Ha sido sólo una especie de sombra que vuelve seria hasta a la gente menos solemne (a pesar de los chistes) cuando sale en alguna conversación.

Lo importante de no olvidar es transmitir y eso sólo puede hacerse desde la experiencia propia. Al final, todo se trata de cómo te afectan las cosas a ti, de cómo se sienten aunque hayan pasado tantos años... es ahí, creo, donde convergen los que no quieren olvidar y los que no recuerdan.
Hallo Herr Kein!

En la época del temblor, yo tenía como veintidos años y estaba en mi primer trabajo. El terremoto me agarró en el aereopuerto. Iba yo para Tampico, para rentar ahí un coche y manejar hasta Tamuín, en la mitad de la Huasteca, donde había una planta de cemento.

Como me había levantado bastante temprano, estaba todavía medio dormido y como perdí mi vuelo, tenía que esperar cosa de una hora para subirme al siguiente avión.

Caminaba yo por ahí de un lado a otro cuando sentí que me iba de lado. Pensé que más me valía despertar bien porque ya me estaba cayendo del sueño, y entonces sentí una segunda sacudida.

Desperté totalmente y me dí cuenta que estaba temblando mucho más fuerte que de costumbre. Ya no seguí pensando: salí corriendo hacia el camellón que había frente al aereopuerto, donde ahora hay un estacionamiento frente a la terminal nacional.

Miré a mi alrededor y vi que había mucha gente que había hecho lo mismo que yo. Los postes del alumbrado se movían en una forma amenazadora, pero pensé que era mejor estar fuera del edificio, por si éste se caía.

Cuando terminó el temblor, lleno de alivio regresé dentro del edificio, con la intención de tomar mi avión. Escuché a un argentino bastante asustado, que decía que lo bueno de todo era que dentro de poco estaría volando hacia su casa. ¡Qué equivocados estábamos!

Nos pasaron a la sala de espera y estuvimos ahí mucho tiempo. Demoraron mi vuelo una y otra vez. De hecho demoraron todos los vuelos, y después de que leí tres veces de cabo a rabo una revista bastante gorda que traía conmigo, nos avisaron que no habrían mas vuelos ese día.

Entonces vino la parte interesante: tratar de regresar a casa. Me casi una horas en poder conseguir un taxi y mientras estaba en eso empecé a oir rumores respecto a la gran cantidad de daños que había en la ciudad. Traté de llamar por teléfono a mi mamá, pero todos los teléfonos estaban muertos. En la Telmex administrada por el estado, nunca se había considerado importante el tener sistemas de respaldo.

Como siempre he sido un optimista, yo me imaginaba que a mi familia no le había pasado nada, pero eso de no poder hablar por teléfono para corroborarlo, me estaba preocupando bastante.

Al fin pude regresar a la casa de mis papás y me encontré con que todo estaba bien. Con los días fui entendiendo la magnitud del asunto, y alegrándome de no haber tomado mi avión: ¡me hubiera quedado atrapado varios días en la Huasteca, incomunicado y sin noticias de mi familia! Tal vez tenga yo motivos fundados para ser optimista. Con todo y que en el terremoto murió mucha gente, ningún conocido mío se convirtió en estadística. Nótese que hasta la fecha, por cortesía del entonces presidente Miguel de la Madrid, no hay una cifra exacta de los decesos debidos al sismo.

Ave O Cane (¿o debiera yo decir Cave Cane?) y gracias por tu recuento: es muy, muy, pero muy bueno.

Atte: Yo mero.
Miguel, qué maravilla cómo has tejido un temblor con otros.

Yo no puedo evitar que cada vez que vuelve a temblar se me llenen los ojos de lágrimas.
Anónimo dijo…
Hola Miguel!
Y el terror autentico. Tu escrito me cuajó los ojos... justo cuando leía el poema una alarma sísmica apócrifa tutututusuenaaaa... más que salir a participar de la crueldad del(inútil)juego me quedo varada en el piso 13 pensando en mi chilanguez compartida con aquellas miradas de más de 26. Gracias también a ti por compartir.
Saludos
Dushka dijo…
Miguel,
Estoy en el DF y he estado hablando del teblor con mis companeros de trabajo. Me parecio telepatico abrir tu blog y ver el mismo tema.
Te mando besos patrios.
Me descubro ante Ud., caballero, no sé de donde saca el tiempo para actualizar tan a menudo el blog y además con artículos tan completos e interesantes, espero verte este finde por Arco Iris y compartir recuerdos de las Jornadas de Avilés. Salu2
Cobayo dijo…
Le tengo más miedo a los temblores figurativos que a los literales. Este último año ha sido un gran temblor que poco a poco ha ido tirando lo que quedaba de mi adolescencia. Hasta ahora he sobrevivido, aunque lo que pensaba, lo que creía, lo que era yace en el suelo. Supóngome que en breve será tiempo de la reconstrucción. Un abrazo señor.
Alice dijo…
un poema excelente!

empiezo a conocer tu blog y me ha gustado mucho!

gracias por el link

saludos
todo un hecho totémico que tiene que marcar una vida, más para un tierno infante como eras. una excelente crónica del terremoto del 85. yo tb era muy joven, pero lo recuerdo.

llevo tanto tiempo de retraso que tendría que decirte muchas cosas, felicidades por el año de blog, por lo bien que se te ve desde gijón (aunque haya momentos de soledad y nostálgicos), felicitarte por los posts de ingrid bergman y sharon tate. me encantaron.

espero que estés muy bien.
un abrazo.

pd.: disculparme por esta ausencia de comments, pero de te he seguido de vez en cuando. especialmente desde el cambio de plantilla de blog (q ya sabes q era de los q tenían problemas técnicos). como la RAE, más blanco, más limpio y da esplendor.

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