miércoles, 7 de marzo de 2007

Divino diván


Hace poco, acompañé a Carolina (51 kilos del más puro estilo en pantalones ajustados), que había sido invitada a la cena de cumpleaños de un pintor más o menos famoso (y bastante amigo de la publicidad, por lo que no mencionaré su nombre) en esta ciudad.

Para mí, tales ocasiones son definitivamente motivo de júbilo: me encantan los cumpleaños [incluyendo el mío] y también me encanta cenar (se nota), así que yo estaba entusiasmado por partida doble.

Ahora bien, lo que pasa es que siempre en esta clase de fiestas – como dijera Fitzgerald en el Gran Gatsby- entre más grande el guateque, mayor es la privacía (entiéndase, en las reuniones petit comité no hay ninguna clase de intimidad). Así pues, sobre advertencia no hay engaño, me puse guapo (como si semejante cosa fuera posible) y junto con mi amigocha me lancé hacia los extraños rumbos de San Ángel -- ¿qué les puedo decir? El sur de esta metrópoli no es mi fuerte- para entrarle a la chorcha.
Pero de haber sabido…

Lo malo de algunas de estas fiestas grandes es que, en ese afán de ser muy chic y a la vez muy espontáneos, los anfitriones deciden montar una sola mesa – en esta ocasión éramos como 100 personas, todos sentados, imagínense- para poder distribuir a la gente al azar, con la idea de “mezclar” para divertir.

Personalmente me parece muy linda la idea de ser espontáneo y encontrarme cara a cara o codo a codo con extraños (ya me conocen) pero ¿qué creen? ¡No siempre funciona!

Por suerte en este caso no fue algo desastroso – no me tocó nadie que comiera y/o bebiera más de la cuenta y luego, repentinamente, tras oír algún lépero pero buenísimo chiste, comenzara a toser, ponerse morado como cebolla y finalmente espectacularmente vomitar, arruinándome, dejen ustedes el apetito, mis zapatos nuevos que, por cierto, no fueron nada baratos - pero sí bastante bizarro.

Donde la flaca fue a dar a un extremo de la mesa y le tocó departir con dos sujetos, no muy evidentemente de mi persuasión (léase: homosexuales) que tenían muy buen lejos, pero que – según me relató cuando nos íbamos- nomás en eso se quedaban: uno era abogado y otro obstetra, los dos conmovedoramente aburridos, a mí me tocó conocer a una chica muy mona, de ojos verdes, que se presentó como Federica. No había terminado yo de decir “ay, pues mucho gusto…” cuando ésta procedió a someterme a sutil y a la vez enérgico cuestionario. Por un momento no supe qué onda.
Refinada y de la más alta alcurnia (como Clementina, es decir, el Pájaro Loco... para los que pescan la oscura referencia) la chica fijó su mirada en la mía y escuchaba mis al principio balbuceantes respuestas.
Luego, acto seguido, caí en cuenta de algo. ¡Con razón me sentía yo como objeto de entrevista del desaparecido doctor Kinsey! Lo que esta joven hacía era ¡psicoanalizarme de incógnito!

Me paralicé.

Verán, yo no tengo nada en contra del psicoanálisis. Por el contrario, junto con el cinematógrafo, el Internet y el horno microondas, lo considero uno de los más grandes inventos de la humanidad. Pero lo que no me gusta, es que lo ejerzan conmigo pretendiendo que no me de cuenta.

Digo, yo ya estuve en terapia, y hasta de choque, thank you very much. Y tuve buenos terapeutas, de los que guardo un buen recuerdo y a quienes estoy realmente agradecido. Sin embargo, no encontraba yo razón alguna para volver a las glorias lacanianas, sin que me dijeran "con permiso, te voy a levantar la tatema para examinarte la cabeza antes del segundo tiempo".

Tampoco puedo culpar a la chica (que a la sazón sí era psicoterapeuta). Supongo que en mayor o menor medida todos solemos caer en la indulgencia de pretender que podemos analizar los pensamientos del otro (¿lo otro?) aún si no somos capaces de ponernos en sus zapatos. De poder establecer algún tipo de opinión, por bienintencionada que ésta sea, sobre la conducta ajena y elaborar nuestros propios criterios al respecto.

No puedo decir que no lo pasé bien ni tampoco que no me fuera útil, pero al cabo de una hora y media, yo ya estaba ansioso por cambiar de compañera de mesa y buscar a alguien que no estuviera checando cada una de mis frases y de mis movimientos.

No sé ustedes, pero yo sin que de por medio haya un divino diván, nada más no alcanzo catársis.

6 comentarios:

Cuquita, la Pistolera dijo...

Me caes bien Miguel Cane. Te leo todos los días y admiro no sólo que siempre tengas algo nuevo que contar sino también tu disciplina para hacerlo. Te has convertido en parte de mi cotidianidad.

Anónimo dijo...

Hola, querido Miguel. Sí, el sicoanálisis gratuito puede contarse entre los peores desenlaces que puede tener una fiesta/cena que se antojaba divertida, auch!
Y aunque ayer te leí, no te escribí. Coincido en lo grande (en todas sus acepciones) de 2666 y, sobre todo, en que hay libros que cambian vidas. Uno de mis parteaguas es Madame Bovary (ya lo sé, soy anacrónica, qué le voy a hacer). Creo que esa sed de trasgresión, ese deseo de novedad y hasta esa cursilería me definen de cuerpo entero. Ja! Qué pretensiosa, compararme con la gran Emma... Bueno, la confesión queda en petit comité.
Besotes
Julia

Miguel Cane dijo...

Señorita Ku:

Gracias. Usted me cae bien. La simpatía es mutua. Y gracias por lo de disciplina... que más que ello, es un placer.

¡Saludos y ánimo!

Miguel Cane dijo...

Queridísima Jules:

¡Ah, Emma Bovary!
Uno de los grandes íconos de la literatura, ¿eh?
Personalmente, yo siempre me he identificado más con su prima, Anna Karenina... ;D

Muchos besos, Julie.
Y gracias por leer.

Anónimo dijo...

Ya ves, Miguel, ora hasta primos resultamos. Bueno, bien dicen que uno debería poder elegir a su familia, así que desde hoy te confiero la investidura de "mi primo" (no es que sea mucha honra, pero al menos es un título nobiliario más...)
Besos

Miguel Cane dijo...

Querida Jules,

¿Qué te digo?
Es siempre un honor tener una prima tan hermosa como tú.

Besos varios.