No hay noche demasiado larga
Me gusta la noche.
Desde muy niño, es la hora que más disfruto. Así fue siempre, acaso con la excepción de las noches de domingo en parte de mi tardía niñez-temprana adolescencia, en que una ominosa sensación de angustia se apoderaba de mi pecho cuando comenzaba a oscurecer el cielo. Una horrenda noción de que se advenía el lunes y otra-semana-completa-de-martirio se abría a mis pies.
Hace veinte años, la vida era difícil chicos.
Pero no hay noche demasiado larga.
Ahora disfruto muchísimo de la noche. Me gusta ver el cielo estrellado, me gusta que crezcan las sombras en las paredes. He descubierto qe escribo mucho mejor de noche y que muchas cosas que han ocurrido y que me han resultado significativas, han sido de noche.
A Carolina la conocí de noche.
A Luis y a Jack, también.
Todas las fiestas la comencé de noche... y la terminé de noche.
Me fui de México de noche.
Casi todos mis rituales buenos han ocurrido/ocurren de noche.
Puedo estar despierto toda la noche -- nunca me ha costado trabajo dormir de día- y creo que funciono mejore bajo su amparo.
De noche leo.
De noche escribo.
De noche pienso.
Aquí, ahora, en mi Finisterre, comienza a caer, adornada por una lluvia persistente, la noche.
Y yo me acomodo cerca de mi ventana, con la jornada cabalmente rendida, un libro y música que suena -- hoy todo el día no pienso encender la TV para nada- para recibirla.
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