viernes, 7 de diciembre de 2007

Primera vocecita

Esta entrega está dedicada 
(naturalmente) 
a mi mamá.

En aquél tiempo, cuando era yo muy pequeño, (1979 o 1980, a punto casi de iniciar mi educación primaria), una de las cosas que recuerdo me producía mayor ilusión, era sentarme en una silla de madera frente a mi madre, a su vez sentada en una con ruedas giratorias, para verla, muy rápida y precisa, teclear en una máquina Olivetti eléctrica que teníamos en casa, y en la que ella escribía los primeros cuentos que yo le dictaba.

La verdad, debo confesarlo desde ahora, es que no me acuerdo de esos cuentos ya, aún esforzándome: no vuelven a mí sus tramas, sus giros, sus vueltas de tuerca. Lo único que permanece, como prueba ontológica de su efímero paso por mi mente, es la recurrencia de dos personajes siempre llamados Jaime y Laura, cuyas aventuras se originaron, primeramente, en dibujos hechos a crayola, antes de que yo supiera cómo escribir y que continuaban de manera seriada. En el caso de los breves relatos, a diferencia de esos dibujos que mi abuelo Miguel coleccionaba en una carpeta y que hoy ya se han perdido (así pasa) no era así, excepto por la presencia perenne de Jaime y Laura, que inevitablemente siguen apareciendo en mi prosa actual, algunas veces bajo otros nombres -- con el paso del tiempo, algunas veces, serían Luciano y Estefanía o Mateo y Dorotea o Claudia y Esteban o Juan Luis y Bárbara o, nuevamente, Jaime y Laura- y un auténtico diorama de múltiples relaciones posibles entre ellos: así fueron ora hermanos, ora esposos, o sólo amigos, o víctima y victimario, acaso predadores o redentores.

La máquina de escribir estaba posada en una mesa con ruedas, específicamente diseñada para soportar su peso (era voluminosa y gris. Posteriormente sería substituída por una IBM con esferas de distintos tipos de fuente, pero eso sería años más tarde, cuando yo ya podía mecanografiar por mi propia cuenta), en la habitación amplia en medio de la casa donde crecí, que algún día sería el último dormitorio de María, la abuela, donde ella comenzaría lentamente a apagarse, mucho, mucho tiempo después.

Pero en el tiempo del que hablo, era una especie de lugar sagrado para mí: evidentemente, no me era permitido acercarme al aparato, al ser éste eléctrico. Incontables y truculentas historias de niños desobedientes que habían muerto repentina, brutal y dolorosamente electrocutados por atreverse a tocar un enser de estas características, me habían sido relatadas con tono ominoso y de advertencia por mi Harsh Mistress, que se encargó de inculcarme temor y reverencia por esta clase de prodigios tecnológicos que operaban más allá de mi comprensión.

Como dato extra, debo decirles que María siguió viendo con desconfianza esta clase de maquinaria aún cuando yo ya era adulto y me acercaba inexorablemente a la edad que mi madre tenía al sentarse a tomar mi dictado

Mis laptops le inspiraban cierto conspicuo recelo y aseguraba que podrían dejarme -- aún más- ciego, o que podrían darme una descarga en cualquier chico rato, al cambiar el voltaje sin previo aviso o bien, que afectarían para siempre mi postura, dejándome más jorobado que el proverbial e imposible retoño de Quasimodo, de haberse apareado éste con la inefable Rina (para quienes no pescan la referencia, hablo de un personaje interpretado en la popular soap opera homónima, transmitida con gran éxito en los 70 y repetida hasta la ignominia, por la eximia Ofelia Medina; una joven vendedora de flores de papel, muñecas de trapo y cachitos de lotería, que además era notablemente jorobada, y quien, casi al final de la kilométrica emisión, era sometida a milagrosa "operación" que le corregía la fea joroba y la dejaba convertida en auténtica chica ye-yé que podía usar trajes de terlenka y caminar erguida y orgullosa del brazo de su galán, Carlos Augusto, el afectadísimo pero muy efectivo Enrique Álvarez Félix, un engominado pusilánime, quien se harta de humillar a su mujer-camello, para ahora sí, aceptarla y llevarla al pie del altar como Dios manda, toda vez ésta pierde el defecto fisico que la hacía grotesca, mismo que en la vida real es imposible de remover, para enorme desencanto de un madral de jorobaditas que acudieron presurosas a Televisa, preguntando cándidamente por los datos del formidable galeno que había realizado semejante intervención, que era tan sólo un vil elemento de la trama de la telenovela).

Pero mi madre sí que podía encender la máquina, y cuando lo hacía, ésta comenzaba a emitir un zumbido bajo que era el anuncio de que era el momento de comenzar a contar una historia. Entonces yo me sentaba y comenzaba, una especie de Scherezada prepúber con pantalones cortos y chamarra verdeamarilla de los Packers de Green Bay -- nunca me ha interesado el futbol americano, pero me gustaban esos colores- que iba deshilvanando su relato, mientras los dedos de mi madre volaban por el alfabeto del teclado, como si éste fuera una extensión de sí misma, y con su ortografía impecable -- que mi madre cometa una pifia ortográfica es menos frecuente que una luna azul- ella asistía al rito inicial de mi vocación.

Así, ella colocaba los puntos, los tildes y las comas donde hacían falta, abría signos de interrogación o de admiración según fuera el caso. Identificaba qué personaje hablaba siguiendo mi pista: yo interpretaba a todos los participantes: Jaime hablaba así y Laura hablaba así y el malo hablaba así y la chica que iba a morir desangrada por el vampiro hablaba así y el capitán del barco hablaba así (un barco, porque había un barco) y el perro hablaba así... Mamá opinaba, también. Era una crítica observadora, que colaboraba. ¿Por qué de repente este personaje o ese otro era inconsistente? ¿No se parecía un poco esta trama a algo visto en la TV recientemente? ¿No sería mejor algo más original? 

A veces, cuando aún vivía, Miguel venía a sentarse a oírme dictar el cuento. Mi madre algunas veces se reía conforme yo dictaba, pero procuraba mantener la compostura, igual que aprendió cuando tomó cursos en el internado, mucho antes de que yo fuera una idea en su cabeza o de que conociera a mi padre. Luego, juntaba las páginas cabalmente rendidas y las entregaba a mi abuelo-cómplice, que las leía y daba su visto bueno, o deploraba lo pobre del ejercicio, exhortándome a mejorar en futura ocasión. Los dos sabían, aún antes que yo, que ya era escritor.

Esa primera vocecita sonando mientras ella teclea, todavía hace eco ocasional en mi mente, mientras tecleo. Se dejaba oír, mientras escribía mis primeros cuentos de adolescente, ya por mi cuenta, o cuando escribí febrilmente el primer borrador formal de Las Fiestas... o cuando escribo esto de madrugada para que ustedes cada mañana lo lean

No es importante la vocecita en , ya dije, no recuerdo bien a bien qué decía. Lo que recuerdo, es a quién le hablaba, para quién creaba ese mundo que con la magia de sus dedos se volvía real mediante ese armatoste zumbante y magnífico que tragaba hojas de papel bond y lo convertía en otras cosas.

Esa primera voz, que le hablaba a ella.


5 comentarios:

Anónimo dijo...

Precioso texto, conmovedor. ¡Me ha gustado mucho!

Anónimo dijo...

Felicito a tu madre, Miguel, por haberte apoyado desde el principio, en tu deseo de ser escritor.

Ciertamente, debe sentirse orgullosa de ver los frutos (ya no tan verdes como aquellos que ella misma tecleaba) de tu talento.

Sin duda, eres un espléndido narrador y se aprecia en tus giros de lenguaje, visión multireferencial y sobre todo, poder evocativo. ¡Con unas cuantas pinceladas una siente que presencia la escena que describes!

Así que la felicito a ella y te felicito a ti, aunque siento que no te hará falta, o que no me aceptarás el cumplido, pero de todos modos, aquí te lo pongo por escrito.

Un beso grande a los dos.

*ஐღ Mì†a ღஐ* dijo...

Q padre tener a alguien que sea tu cómplice, tu apoyo, tu motivación y si ese alguien encima de eso, todavía te dió la vida pues..eres bendecido! jeje

Saludos
Arrivederci

Anónimo dijo...

Gracias mi vida
tu fan numero 1. CP

Mariluz Barrera González dijo...

Lo mas dificil de ser madre es dejar ser a nuestros hijos... descubrirlos conforme crecen y ser simplemente sus acompañantes... creo que tu madre descubrio quien eras y en que te convertirías... lo único que hizo fue acompañarte... darte lo mejor de ella y ayudarte con todo su amor a que te convirtieras en lo que hoy eres....

Mi admiración para ella... realmente lo supo hacer muy bien...

Un beso mi querido Miguel... un gran beso.

Mariluz.